Al morir Nuria, en enero, Lucas quedó desolado. Si cualquier
marcha de un ser querido es dolorosa, más lo es cuando la que se va tiene
apenas treinta años, es la esposa de uno y quedan rotos sueños recién
estrenados. Los primeros días fueron los mejores porque con el tumulto de las
visitas, los familiares que llegaron desde Alicante y que acamparon en su casa
para acompañar su dolor – dijeron- , las disputas con la funeraria – cosas de
nichos y presupuestos- , y las muchas gestiones que el municipio impone para
certificar que un muerto se ha muerto de verdad, a Lucas no le quedó tiempo
para pensar en nada.
No obstante, a medida que pasaron las semanas, la realidad
de la pérdida se le hizo tan meridiana y tan dolorosa que apenas podía dormir
y, menos todavía, comer. Adelgazó, se volvió arisco y arrastró su mal humor por
la oficina en la que trabajaba anhelando que llegara agosto. Por una
casualidad de estas que a veces se
cruzan en la vida, o porque las desgracias nunca vienen solas, le avisaron que
una tía de Nuria, muy querida para ella, la tía Fina, estaba delicada con
dolores de edad y un hígado que ya no le respondía. La habían visitado diez o
doce veces de casados y siempre les había tratado con maravillosa atención. Así, que se resignó a ir al pueblo, al menos un
par de semana para hacerle compañía y preocuparse por su estado. Sabía que
aquello le hubiera gustado a ella.
Hoy, con la autovía, ya nadie lo recuerda pero, por
entonces, para llegar a San Bernardo había que cruzar dos provincias y entrar
en el valle por el desfiladero que llamaban del Calvario. Eran caminos
preparados para carromatos y los automóviles ponían a prueba los amortiguadores
y los neumáticos. Era preciso llenar el depósito en Toledo y no estaba de más, incluso
siendo ateo, rezar una plegaria para que al motor no se le ocurriera pararse en
medio de aquel paraje.
Llegó a la plazoleta poco después del mediodía y los
lugareños miraron el coche con desgana. Aparcó en una esquina y no se molestó
en cerrar con llave la puerta. Necesitó un minuto para orientarse y reconocer
la casa de la tía Fina. Tomó su pequeña maleta y se dirigió hacia ella.
-
¡Lucas! – ella le vio cuando todavía le quedaba
un buen trecho para llegar. Aunque no era capaz de leer un libro sin sus gafas
de culo de vaso, de lejos se vanagloriaba de ver como un azor.
-
Buenas tardes, tía Fina. ¿Cómo se encuentra?
-
Si nos olvidamos de la artritis, de los setenta
y tres años y de la bilis, bastante bien. Si hago caso al médico no me ha
llegado la hora todavía pero el cuerpo me va a recordar que estoy en la
prórroga.- sonrió.
-
La veo estupenda.
-
¿Cómo estás? – la tía se puso seria y le tomó de
las manos.
-
Así, así, mal… - él supo a qué se refería.
-
Era mi sobrina favorita, la quería con toda mi
alma. Dios a veces hace cosas que nadie entiende.
-
Dios es un cabrón- contestó con rabia Lucas,
mientras dejaba la maleta en el suelo y apartaba los ojos de la anciana.
-
Ven – ella le arrastró hacia sí- te mostraré
el cuarto. ¿Para cuántos días vienes?
-
Dos semanas, si no molesto mucho- contestó.
-
Tú qué vas a molestar.
Ya desde la siguiente mañana quedó claro que Lucas no iba a
cuidar de Fina sino al revés. El desayuno estaba preparado en la mesa de roble
que aposentaba sus reales en medio de la cocina. Un desayuno que en nada se
parecía a los de la ciudad, breves y artificiales. En casa de la tía, desayunar
era un ritual que necesitaba un par de horas y en el que desfilaban por la mesa
tostadas con aceite, dos huevos recién fritos, fruta cortada con esmero, café
de puchero, humeante y lleno de aromas, y muchas confidencias sobre la vida.
-
No puedo superarlo, tía- le confesó Lucas una de
aquellas mañanas – Es todo tan injusto.
-
La vida es injusta, Lucas. Es parte de este
mundo.
-
Pero esto es lo más injusto del mundo.
Ella le tomaba las manos y se las apretaba con fuerza.
Luego, le servía más café y ambos bebían despacio, mirándose, sin decirse nada,
como si meditaran sobre esa cósmica injusticia del universo. Más tarde, se
pasaba por la casa el médico que reprendía a Fina por no cuidarse en el comer y
la amenazaba con que la parca vendría a recogerla pronto si no lo hacía. Ella,
le agradecía el interés, pero le contestaba:
-
¿Y a por quién va a venir si no es a por los
viejos? Más acierto es lo que debería tener.
El médico la dejaba por imposible y Lucas entendía lo que la
mujer quería decir.
Paseaba por los campos, ayudaba a Fina en el huerto y leía
los libros que se había traído en la maleta. Era todo muy bucólico, hermoso,
pero no le ayudaba. Por el contrario, la ribera del río, los olmos del cercano
bosque, el sol radiante que pintaba de azul el cielo, le traían recuerdos de
Nuria, de cuando habían estado juntos allá. Las noches, llenas de estrellas, tan
ocultas en la ciudad, plenas de aromas de lavanda, le devolvían a la cama en
que disfrutaba de la mujer que más había amado en el mundo, a aquellas veladas
infinitas en que, desnudos, alternaban la conversación con el ansia, las
caricias con la locura.
-
Mañana me iré, tía. – le soltó de sopetón,
apenas transcurrida la primera semana.
-
¿Tan pronto, hijo? ¿No estás bien aquí? –
contestó ella, mientras tomaba un pequeño bollo recién horneado.
-
Maravillosamente, usted me trata como a un rey, …
pero es que todo aquí me trae recuerdos, demasiados recuerdos que se me hacen
muy duros.
-
Qué bien, ¿no?- replicó ella sin dejar de untar
el bollo en el café con leche.
-
¿Bien?, creo que no me ha entendido, tía. No
está bien, es horrible.
-
Si lo piensas, es maravilloso.
-
No la entiendo, tía – contestó él, pensando que
eran cosas de la vejez. Los ancianos, ya se sabe, comienzan pronto a perder la
razón y dicen tonterías de vez en cuando.
-
¿Tú querías mucho a Nuria, no? – le preguntó
ella tras dejar que un largo silencio fuera asentando las palabras. A Lucas,
eso siempre la había gustado. Hablar deteniéndose tras cada frase, dando tiempo
a masticarla, a que el cerebro la procese y la comprenda en toda su extensión.
-
Con toda mi alma- contestó, por fin.
-
¿Y la quieres todavía?
-
Todavía y para siempre, tía. No la olvidaré
nunca. Era una mujer extraordinaria que, por algún milagro, se fijó en alguien
tan poca cosa como yo.
-
Ya veo, una vida que es preciso honrar, ¿no?
-
Por supuesto, así es. La mujer más buena del
mundo. Arrancada injustamente del mundo.
-
Entonces, estás bien, ¿no?
Lucas sorbió un poco de zumo de naranja y dejó pasar el
tiempo, intentando comprender de qué diablos estaba hablando la vieja. No
quería ser irrespetuoso, le tenía mucho cariño y era la tía preferida de Nuria.
Pero, ahora, estaba desvariando.
-
Tienes en ti la mayor arma del mundo, la más
poderosa- continuó Fina.
-
¿Arma? Lo siento, pero ya no sé de qué hablamos.
-
¿Te gustaría que el mundo olvidara que Nuria
estuvo con nosotros?
-
¡Vaya pregunta!, ¡Claro que no!
-
¿Quieres olvidarla, que su recuerdo no se te
aparezca por las noches?
-
Lo que quiero es que su carita se me aparezca en
sueños todos los días- contestó él.
-
Lo suponía. Lo mismo me pasa a mí con Justo –
Justo era su marido, muerto unos diez años antes.
-
¿Y su enfermedad te duele?
-
Con toda el alma.
-
¿O sea, que no eres como esos médicos que pasan
por las camas del hospital sin que el corazón les tiemble?
-
Qué cosas tiene usted, Fina. ¿Cómo podría ser
así?
-
Entonces, Lucas, tienes la mejor arma del mundo contigo.
-
No la entiendo, tía. No sé de qué está hablando.
-
Tienes el arma del recuerdo, hijo, la fuerza de
la memoria. Es muy poderosa. Mientras la poseas, Nuria estará contigo, conmigo,
recordaremos todo lo que nos dio, nos seguirá dando cada día, cada minuto. Las
noches tendrán otro sentido para ti, esos prados que se ven tras la ventana
llevarán siempre su presencia, su palabra, su forma de mirar. Como llevan los
de Justo, también. Y los de tantos otros.
Comencé a comprender. Qué fácil es desoír a los viejos
pensando que están chocheando. Qué ciega es la ignorancia, pensé.
-
¿Preferirías haberla olvidado? ¿No sentir lo que
sientes cada mañana? Conserva el recuerdo, siempre. No es un enemigo, es un bálsamo.
Me quedé hasta el final del verano y, cuando entré en el apartamento, al regresar a la ciudad, sentí que había dejado de estar oscuro. Nuria había abierto las ventanas y dejado entrar la luz. Ya, siempre lo haría.
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