13/10/14

Saah Exco




La pasada semana, muchos periódicos y redes sociales se hacían eco de la espantosa muerte de un niño en Monrovia, capital de Liberia. Tenía diez añitos. Las fotografías del chiquillo habían sido tomadas el pasado 20 de agosto. Se llamaba Saah Exco y estaba contagiado por el virus del ébola. Nadie sabía cómo había contraído la enfermedad, o dónde, o por qué. Peor aún, a casi nadie le importaba. Por miedo al contagio, la mayoría de sus conciudadanos e incluso los médicos de una clínica a la que acudió no se habían atrevido a acercarse a él, ni a intentar curarle o aliviar su dolor. Le habían condenado a su suerte, a morir solo y abandonado.  
Al mismo tiempo aparecía en España el primer caso de contagio. Una enfermera, Teresa, que se había voluntariamente presentado para tratar a un paciente repatriado, lucha ahora mismo por vencer la enfermedad.  Ayer mismo, otra trabajadora sanitaria se contagiaba en Dallas. Parecidas noticias llegaban de Chile.
Repugnan algunos tertulianos y algunos comentarios en las redes sociales. Repugnan todos aquellos que afirman que fue un error repatriar enfermos, que total no podía hacerse nada por ellos, que sólo ha servido para meter el virus en Europa. Dan arcadas los que aspiran a blindar las fronteras para que los africanos se las arreglen como puedan. Asquean los que culpan a Teresa por el contagio. Será la primera vez en la historia que se culpa al héroe que ayuda a sus congéneres porque, en su hazaña, el monstruo le hiere. Repelen todas las declaraciones de políticos que se creen virólogos y que aprovechan el caso para sus disputas. Apestan algunas empresas farmacéuticas que sólo ahora que ven negocio en occidente se dignan investigar para conseguir desarrollar una vacuna y que, durante décadas, han dejado que África sudoccidental se vaya muriendo. Asustan todos esos inversores que juegan en la bolsa neoyorkina con las subidas de las pocas pequeñas empresas que investigan sobre el virus y que identifican más pavor al contagio con más beneficios. Inquietan todavía más quienes proponen aislar a un continente, no al virus. Repugnan los gobiernos mundiales – todos- que sólo ahora que ven llegar la enfermedad a sus fronteras, aportan fondos. Da pavor comprobar que nuestras sociedades reaccionan en lo moral igual que lo hacían en el Medievo las que enfrentaban la peste.
El virus que se engendró en los murciélagos del río Ébola, en el Congo, - como una metáfora de un Drácula contemporáneo que nos chupara la sangre y la vida - , es ya un viejo conocido (se identificó en 1976) pero nadie ha hecho nada durante tantos años. Total, las muertes ocurrían muy lejos, demasiado lejos, se cebaba en seres que no nos importaban, en niños desamparados como Saah.
Ébola, es un filovirus muy peligroso. En Liberia y en España, en el Congo, en Estados Unidos y en cualquier lugar del mundo. Porque no sólo destroza los cuerpos y arrebata la vida, porque no sólo inocula su ARN y sus siete proteínas en nuestras células. Hace mucho más. Nos inocula el miedo, la cobardía, la impiedad, el egoísmo, la desconfianza, nos contagia con el sálvese el que pueda más primitivo. Es un virus que nos arrebata junto a la vida, la capacidad de ayudar al prójimo, el heroísmo, la diligencia, el arrojo, la generosidad, el valor. Nos arrebata la humanidad. A tal punto que Saah murió solo, tumbado en el suelo de las calles, para vergüenza de todos los seres humanos.
Fotografía: John Moore / Getty Images. Tomada de NBC News.



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