La pasada semana, muchos periódicos y redes sociales se
hacían eco de la espantosa muerte de un niño en Monrovia, capital de Liberia. Tenía
diez añitos. Las fotografías del chiquillo habían sido tomadas el pasado 20 de
agosto. Se llamaba Saah Exco y estaba contagiado por el virus del ébola. Nadie
sabía cómo había contraído la enfermedad, o dónde, o por qué. Peor aún, a casi nadie
le importaba. Por miedo al contagio, la mayoría de sus conciudadanos e incluso
los médicos de una clínica a la que acudió no se habían atrevido a acercarse a
él, ni a intentar curarle o aliviar su dolor. Le habían condenado a su suerte,
a morir solo y abandonado.
Al mismo tiempo aparecía en España el primer caso de contagio.
Una enfermera, Teresa, que se había voluntariamente presentado
para tratar a un paciente repatriado, lucha ahora mismo por vencer la
enfermedad. Ayer mismo, otra trabajadora sanitaria se contagiaba en Dallas. Parecidas noticias llegaban de Chile.
Repugnan algunos tertulianos y algunos comentarios en las
redes sociales. Repugnan todos aquellos que afirman que fue un error repatriar
enfermos, que total no podía hacerse nada por ellos, que sólo ha servido para
meter el virus en Europa. Dan arcadas los que aspiran a blindar las fronteras
para que los africanos se las arreglen como puedan. Asquean los que culpan a
Teresa por el contagio. Será la primera vez en la historia que se culpa al
héroe que ayuda a sus congéneres porque, en su hazaña, el monstruo le hiere. Repelen
todas las declaraciones de políticos que se creen virólogos y que aprovechan el
caso para sus disputas. Apestan algunas empresas farmacéuticas que sólo ahora que
ven negocio en occidente se dignan investigar para conseguir desarrollar una
vacuna y que, durante décadas, han dejado que África sudoccidental se vaya
muriendo. Asustan todos esos inversores que juegan en la bolsa neoyorkina con las subidas de las pocas pequeñas empresas que investigan sobre el virus y que identifican más pavor al contagio con más beneficios. Inquietan todavía más quienes proponen aislar a un continente, no al virus. Repugnan los gobiernos mundiales – todos- que sólo ahora que ven llegar la
enfermedad a sus fronteras, aportan fondos. Da pavor comprobar que nuestras
sociedades reaccionan en lo moral igual que lo hacían en el Medievo las que enfrentaban
la peste.
El virus que se engendró en los murciélagos del río Ébola,
en el Congo, - como una metáfora de un Drácula contemporáneo que nos chupara la
sangre y la vida - , es ya un viejo conocido (se identificó en 1976) pero nadie
ha hecho nada durante tantos años. Total, las muertes ocurrían muy lejos,
demasiado lejos, se cebaba en seres que no nos importaban, en niños
desamparados como Saah.
Ébola, es un filovirus muy peligroso. En Liberia y en
España, en el Congo, en Estados Unidos y en cualquier lugar del mundo. Porque
no sólo destroza los cuerpos y arrebata la vida, porque no sólo inocula su ARN y
sus siete proteínas en nuestras células. Hace mucho más. Nos inocula el miedo, la
cobardía, la impiedad, el egoísmo, la desconfianza, nos contagia con el sálvese
el que pueda más primitivo. Es un virus que nos arrebata junto a la
vida, la capacidad de ayudar al prójimo, el heroísmo, la diligencia, el arrojo,
la generosidad, el valor. Nos arrebata la humanidad. A tal punto que Saah murió solo,
tumbado en el suelo de las calles, para vergüenza de todos los seres humanos.
Fotografía:
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