Paul se quedó sin trabajo hace tres años. A sus cincuenta y
cuatro cumplidos cada día le es más complicado mantener la esperanza de que
volverá a encontrar un empleo algún día. Los ahorros se le agotaron ya hace
algunos meses pero se las apaña viviendo con una tía que le ha acogido y
comiendo en el comedor social que abre al mediodía en los bajos del
ayuntamiento. Afortunadamente, no tiene familia ni hijos a los que dar de
comer.
Gambo dejó Senegal hace cuatro años y tras un azaroso
periplo por la costa africana y sobrevivir a un cayuco que hacía agua por la
popa, desembarcó en la costa de Almería hace tres años. Ha trabajado de
temporero unos cuantos meses pero no ha logrado los papeles y se conforma con
la habitación compartida que, por caridad, le cede un compatriota – a cambio de
pedir limosna por las calles y compartir las ganancias con él- y come los más
de los días en el mismo local que Paul. Piensa que todavía es joven, apenas
cumplió los treinta y cinco hace tres meses, y que la suerte cambiará.
Román es el más viejo, ha cumplido ya sesenta y tres, y tiene
una poblada barba blanca, descuidada porque hace al menos un año que no ha
pasado por el peluquero. Duerme en un cajero del Santander cuando le dejan y,
los días en que pasan los munipas jodiendo la noche, se acomoda en los
soportales de la plaza. En dos años podrá cobrar algo de pensión, unos cuatrocientos
euros al mes. Para él, eso será una mejora importante. Conoció a Paul y a Gambo
compartiendo la sopa que sirven las asistentas del ayuntamiento. No se queja.
Ya no tiene ánimo para hacerlo y, como suele decir, mejor tomarse la vida a
broma aunque sea una tragedia.
Teresa tiene treinta años y un hijo de cinco que es el ángel
de sus días. El padre desapareció de sus vidas nada más se enteró de que había
quedado embarazada y, la verdad, tampoco le apetece verle de nuevo. Por la
mañana limpia unas escaleras de la avenida Benavente y al mediodía está
empleada en el comedor social. Luego, algunos días, cuando le dan faena, remienda camisas
en casa antes de ir a buscar a Pedrito al cole. Entre una cosa y otra, va
tirando adelante pero no le sobra nada. Las navidades no le gustan, las odia. Y
no por ella que, al fin y al cabo, hace mucho que dejo de creer en todo sino
por el niño. Le ve tener envidia de sus compañeros cuando estos hablan de que
han pedido esto y aquello a los Reyes, sabiendo que, un año más, el zapato del
chico tendrá apenas dos o tres juguetes comprados en el chino de la esquina o
en el “todo a un euro” de la plaza. Ya, tan pequeñito, este noviembre, le ha roto el sueño al
chico. Le ha explicado que los Reyes no existen, que es todo mentira, que si este
año no va a tener sus zapatitos llenos es porque no tienen dinero, no porque se
ha portado mal. Luego de decírselo, lo estuvo besuqueando por horas. Pero
Pedrito no parece haberla creído del todo, en su inocencia.
Los tres hombres, como cada tarde, se sientan en el parque
de Santa María para liar un pitillo y compartirlo.
-
¿Y bien?, ¿cuánto tenemos? – pregunta Paul.
-
Casi cuarenta euros – contesta Román mientras
acaba de contar las monedas que guarda en un monedero desgastado.
-
No es suficiente- contesta Paul-. Nos quedan
tres días tíos. Hay que moverse, cojones.
-
Encima que ayudamos, exigencias- protesta Gambo.
-
No, no, si os doy las gracias de verdad – Paul baja
la cabeza, un tanto avergonzado.
-
Si la cosa va bien, quizá tengamos cien euros
para el viernes – razona Román.
-
Eso estaría cojonudo- contesta Paul. Con eso lo
hacemos como Dios manda.
-
Dios no manda nada, colega. Si mandara algo, no estaríamos
metidos en esta mierda- replica Román mientras da la primera calada al pitillo.
-
Es un decir, que no hay manera de acertar en el
hablar contigo. Como el señor es licenciado.
-
Eso es, licenciado.
-
Y durmiendo en la calle, no te jode- Paul le
pide el cigarrillo.
-
Si me vieran país mío haciendo esto, tomar por
loco- dice Gambo.
-
¿No tenéis allá navidades?- Paul le pasa el
pitillo al africano.
-
En mi pueblo creer en espíritus de la tierra. Al
menos, esos dan de comer.
-
Ya, por eso el negro guapo está aquí jodido como
los blanquitos.
-
Guapo, sí. En eso, acierto grande- ríen los tres.
Paul exhala el humo y se queda mirando al cielo. Hay
estrellas, una de esas pocas noches de invierno en que unas cuantas lucen a través de
la difusa luz que emana de las farolas. Está jodido pero nunca ha dejado de
soñar. Y mucho más desde que siente lo que siente. Joder, qué locura. Cincuentón, pobre
de solemnidad, una vida arruinada, la salud hecha un asco y oliendo a calle y
lluvia…. Y, sin embargo, cuando la ve, se siente volar. Le ocurrió nada más
conocerla, aquel viernes en que Teresa fue a servir al comedor por primera vez.
Quedó prendado, como un adolescente, como un personaje de esas teleseries
románticas que a veces se queda viendo en los televisores que están de muestra
en el Mediamarkt. La miró apenas unos segundos y fue suficiente. Aquella noche,
sus ojos, su pelo negro, su silueta rellenita, su cara redonda, su vestido
pasado de moda y su voz le vinieron al recuerdo sin dejarle dormir. Después,
cada día, aprendió más de ella, la invitó a sentarse a tomar el café en su
mesa, se interesó por su vida y, si se puede decir algo así, quizá hasta logró
una cierta amistad con la chica. Supo de Pedrito, de lo que Teresa se desvive
por él, de lo que sufre por no poderle dar la vida que merece, de lo que odia
las navidades. Se moriría de vergüenza si ella averiguara que está locamente
enamorado. Es su secreto, lo que le da ánimos. No hace falta que sepa nada. El
embrujo que le inunda se rompería porque es imposible que una mujer como Teresa
se enamore de un viejo pobre como él.
-
Nos invitarás a boda, ¿no? – Gambo ha adivinado
en qué piensa Paul tan sólo con mirar la cara de bobalicón que se le pone.
-
Graciosos, graciosos – Paul sonríe.
-
Eso, después de esto y de darte la pasta, qué
menos que nos invites al casamiento- recalca Román.
-
Os juro que como se os escape algo delante de
Teresa os rajo con una navaja- Paul se pone serio.
-
Tranquilo, bravucón. – le frena Román.
-
Amigos son amigos- dice Gambo mientras sonríe y
le extiende la mano. Paul se la estrecha y Román aprieta ambas con una de las
suyas.
-
Como los tres mosqueteros- grita Román.
-
El licenciado habló- dice Paul.
-
Los tres, ¿qué?- pregunta Gambo.
Ha nevado un poco, lo suficiente para que cuaje en los
jardines y para que haga un frío que pela. Los tres amigos están sentados en el
comedor, apurando el café antes de que cierren.
-
La verdad es que es guapa la moza- dice Román
cuando Teresa pasa.
-
Ni se te ocurra enamorarte de ella- bromea Paul.
-
Igual yo puedo- sigue la chanza el senegalés.
-
Venga, dejaros de coñas. ¿Cuánto tenemos?
-
Lo he contado antes. Noventa y seis.- afirma
seguro Román.
-
Bien, bien, suficiente, más que suficiente.
Vamos echando leches al mercadillo- dice Paul.
-
Y al Corte Inglés- pide Gambo- yo quiero entrar
al Corte Inglés con dinero. Que eso no ocurre todos los días.
-
Sea. También al Corte Inglés.
-
¿Sabes lo que tienes que comprar?
-
Sí, sí.- responde Paul.
-
¿Seguro?
-
Que sí, que lo sé.
Caminan por la avenida. Nadie les presta atención. La calle
está llena de transeúntes apresurados que cargan bolsas y paquetes. Es cinco de
enero y es el mejor día de ventas de la ciudad. Paul está ilusionado, muy
ilusionado. Le ha costado meses sonsacar a Teresa la información que quería.
Pero la tiene y ella no sospecha nada.
Primero entran en los grandes almacenes. Se dan prisa. Sus
ropas viejas llaman la atención de los vigilantes pero estos no mueven un dedo
cuando ven que pagan religiosamente en caja.
Luego, en el mercadillo, más a su aire, compran todo lo
demás. Al final, tienen que cargar con tres bolsas grandes. Paul está encantado
y sus dos compañeros también, al verlo tan feliz.
Esperan hasta las nueve cerca de la casa de Teresa. Se fuman
los dos últimos pitillos que les quedan y, como siempre, los comparten.
-
Venga, es la hora- dice Paul- poneros esto.
-
¿Tenemos que hacerlo?- protesta Román.
-
Parezco chamán chiflado del pueblo- dice Gambo
mientras se ajusta el sombrero.
-
Si nos pilla la pasma ahora nos lleva al
manicomio directamente- refunfuña Román- ¿De verdad que es necesaria esta
chorrada?
-
Claro que sí, calla ya de una vez, coño.
Las tres sombras esperan junto al portal y se cuelan en
cuanto un vecino sale. Saben que es en el quinto derecha. Suben en el ascensor
y a Paul el corazón está a punto de estallarle.
-
Vosotros calladitos y con cara de buenos, ¿vale?
– Paul da las órdenes y los otros sonríen con complacencia.
Tiene que hacer sonar el timbre dos veces hasta que la
puerta se abre. Teresa da un pequeño grito al ver a aquel trío delante de ella.
Por un instante piensa que son atracadores o maleantes pero les reconoce.
-
¿Qué es esto? ¿Qué hacéis aquí? – pregunta seria.
-
Queremos hablar con Pedrito. ¿Vive aquí, verdad?-
pregunta, trucando su voz, Paul.
-
Paul, ¿qué coño hacéis?- ella sigue extrañada.
-
¿Está Pedrito? – grita con voz grave Paul para
que el pequeño le oiga.
-
¿Me vas a decir qué hacéis aquí?- vuelve a
preguntar Teresa, mientras el niño asoma por detrás de su madre. Ha escuchado su
nombre y se ha acercado curioso.
-
¡Ah!, Tú debes ser Pedrito, ¿verdad?- sonríe
Paul y los compañeros hacen lo mismo.
El niño se lleva las manos a la boca mientras asiente con su cabeza. Son tres,
como se lo han contado en la escuela, uno negro, otro con grandes barbas
blancas y otro moreno. Llevan turbantes y capas y traen tres grandes bosas llenas
de regalos.
-
Este año, tú eres nuestro niño favorito y por
eso hemos venido antes a tu casa que a ninguna otra- Paul sigue forzando su voz
mientras guiña un ojo a Teresa que sonríe.- Hay una excavadora. Querías una, ¿verdad?
Los tres hombres se van y por la escalera se quitan los
estrafalarios gorros y las capas raídas. No dicen nada pero están contentos.
Por Paul, por el niño, por Teresa.
Pedrito está sacando paquetes de las bolsas y mira a su
madre.
-
Mamá. ¿no me habías dicho que los Reyes Magos no
existen?
-
Estaba equivocada, cariño. Sí que existen, sí
que existen- lo abraza muy fuerte.
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