Te empeñaste en hacerme un regalo. Cuando se te mete algo en
la cabeza, sé que no pararás hasta lograrlo. Sólo que aquel día te excediste porque
no me hiciste un único presente sino decenas de ellos condensados en un
derroche desmedido. No, no sólo me diste aquella bolsa roja con lacito sino
mucho, mucho más.
Me regalaste tu sonrisa diáfana, tu carita preciosa sonrojada
por el frío, tu abrazo y tu brazo en el mío, el compartir aquella infusión de
frutas rojas con un cigarrillo, el beso que te pedí y el esfuerzo que hube de hacer para separarme
de tus labios -siempre me saben tan cortos tus besos-, el almuerzo mientras
charlábamos y me dejabas compartir tus preocupaciones, el paseo bajo los
portales de piedra vieja con escaparates llenos de luces y adornos, los colores
del atardecer con un arco iris de azules y anaranjados que el mundo pintaba para
nosotros, Venus asomando sobre el horizonte de sombras, la bandada de
estorninos que representó el más bello de los ballets para nosotros - ¡mira, es
hermoso. Nunca había estado tan cerca de los pájaros!, dijiste-. Y yo te
contesté que aquel derroche de belleza que el mundo nos brindaba ocurría sólo
por ti, porque estabas conmigo, por el orgullo que yo sentía al tenerte a mi
lado.
¿Te fijaste que los estorninos dibujaron corazones y las letras
de tu nombre en el cielo? ¿Percibiste que Venus titilaba con más fuerza cuando lo
miramos? ¿Sentiste cuánto te amaba?
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