26/1/15

L’Ami Fidèle






Cuando Monsieur Delacroix, el notario, hubo terminado de leer el testamento, dejó los pliegos sobre la mesa, se quitó las gafas con parsimonia y se limitó a escrutar mi expresión de asombro. A pesar de que aquel hombre, vestido de negro riguroso, tenía cara de no haber contado ni entendido un chiste en su vida, pregunté:
-          ¿Se trata de una broma, verdad?
-          Me temo que no, Monsieur Bellaroi. Su tío reconfirmó el documento hace apenas un año, justo cuando sus médicos le comunicaron la gravedad de su enfermedad.
-          ¿Un chino? – le miré, incrédulo.
-          Vietnamita, para ser exactos, aunque ha vivido toda su vida entre Camboya y París. Al parecer, su señor tío mantenía una amistad profunda con el caballero.
-          ¿Y tengo que ser yo?
-          Así lo dicen las voluntades del difunto. Claro, usted puede negarse pero en tal caso el veinte por ciento de los depósitos que le corresponden por el testamento pasarían también a ser de Monsieur Nguyen Van Tuan. En esto, su tío fue preciso y contundente. Si usted desea disfrutar de los cien mil euros que hereda, ha de ser usted en persona el que le comunique la noticia. En caso contrario, seré yo mismo el que lo haga pero usted no recibirá la cantidad que le corresponde por haber incumplido los deseos del finado.
-          Contrataré a un abogado para impugnar este testamento- dije, visiblemente alterado.
-          Puede usted intentarlo si lo desea – contestó el notario - pero es mi obligación profesional advertirle que la ley no está de su parte y que, probablemente, malgastará su dinero. El testamento es claro y legalmente irreprochable. Su tío, Monsieur Jean Bellaroi, deja el 80% de sus ahorros a Monsieur Nguyen y el 20% restante a usted mismo con la condición de que sea usted el que le comunique al señor Nguyen la defunción de su tío y la cuantía de la herencia que ha tenido a bien dejarle. Aunque esto supone entrometerme en campos que van más allá de mi desempeño notarial, pienso que Monsieur Bellaroi tenía un especial interés en que usted se encontrara  con el otro heredero. Las razones no las conozco y, compréndalo, no me interesan gran cosa. Su tío – rebuscó entre unas carpetas- dejó también esta carta para usted. Me indicó que se la diera sólo tras su fallecimiento, cosa que ahora hago. Quizá en ella le dé las razones que yo no puedo exponerle. Y, ahora, si me lo permite, tengo otros clientes en la sala de espera. Ya sabe, la gente trabaja y todos desean ser recibidos a última hora de la tarde.
No era cosa de discutir con aquel hombre por cuyas venas debía correr sólo líquido anticongelante. Tomé la copia del documento, firmé donde me dijo que lo hiciera y salí a la calle. El frío de París era intenso aquella tarde de enero y el cielo estaba encapotado con ese color gris plata que anuncia una nevada en menos de una hora. Era lo que me faltaba para que el día fuese definitivamente un desastre. Había cometido el error de acercarme hasta Montrouge en mi coche y retornar hasta Rouen con la autovía helada era algo que se me antojaba peligroso.  El hielo, desde el accidente de mis padres, me provocaba pavor. Además, debía cruzar todo París y, por la hora, el periférico estaría ya colapsado. Odiaba conducir entre la locura del tráfico de la capital, de modo que decidí acercarme al primer hotel que viera con un parking amplio y un restaurante económico. Acabé en un Mercure, cerca de la Puerta de Orléans. Llamé a Nathalie, mi esposa, para decirle que me quedaba y que regresaría al día siguiente.
-          ¿Te puedes imaginar que prácticamente me ha desheredado? – le dije
-          No te preocupes, cariño- contestó tranquila-. Nunca pensamos que tu tío moriría tan pronto y no contábamos con ese dinero. Es sólo eso, dinero. Lo importante es que tengamos salud. Vivir. Además, lo que te deja es una cantidad considerable.
-          Sí, eso será,  ...
Me quedé pensativo y Nathalie supo el porqué. Lo cierto es que la muerte me acechaba en demasía. Mis padres habían fallecido hacía cinco años en un accidente de tráfico en la autopista cuando aún eran jóvenes y vitales. Un camión que derrapó en el hielo y fue directo contra el Renault en que viajaban los míos. Ella, 61 y él 66. Había sido un golpe tremendo, inesperado y demoledor, que superé no sin dificultades gracias al apoyo de mi esposa. Y ahora, otra vez una muerte a destiempo.
Tracé mi plan en pocos minutos. Una ducha caliente para intentar quitarme de encima el enfado y la decepción, una cena digna en el mismo hotel – el disgusto no me había hecho mella en el apetito y, además, tenía hambre porque no había tenido tiempo de almorzar- y leer aquella enigmática carta que mi tío Jean había dejado para mí. Luego, dormiría intentando olvidarme de toda aquella mierda. Estaba claro que tendría que pasar por el aro de sus deseos porque no tenía intención alguna de desperdiciar cien mil euros pero en las cláusulas del testamento no estaba escrito cómo hacerlo. Iría a ver al japonés aquel- no, dijo que era camboyano, o vietnamita, o chino…. daba igual - y en dos minutos despacharía el asunto. Sólo necesitaba que me firmara el recibí. Lo demás no era de mi incumbencia.
A mis treinta años, luchaba por hacerme un hueco en el mundo. Había terminado mis estudios de informática ocho años atrás y deseaba establecerme por mi cuenta, creando un pequeño estudio de programación. Pero como para eso precisaba un dinero que no tenía, me conformaba de momento en trabajar en una empresa farmacéutica, arreglando los fallos de los ordenadores del personal de  la misma. Resumiendo, los días se me pasaban atendiendo llamadas urgentes de tipos a los que el Windows no les arrancaba o se les había bloqueado al habérseles infiltrado un virus mientras visitaban sitios porno. Día tras día, lo mismo.  Por su parte, Nathalie trabajaba en un despacho de abogados y, entre los dos, vivíamos razonablemente y estábamos pagando la hipoteca sin problemas. Pero deseábamos, tras tres años de casados, tener un hijo y ahorrar un poco de dinero.
La muerte de mi tío me había sorprendido porque apenas tenía cincuenta y seis años. Creía que, tras lo de mis padres, la mala fortuna no volvería a cebarse en la familia pero se veía que los Bellaroi podemos jugar a la lotería del infortunio. Yo le tenía afecto sincero y le admiraba porque para algo era un renombrado escritor de ensayos filosóficos, asiduo columnista en Le Monde, catedrático en la Sciences Po y respetable gourmet. No le veía mucho pero, desde que murió mi madre, su hermana, le visitaba tres o cuatro veces por año con todos los gastos a su cargo.  Al cabo, yo era su única familia porque él nunca se había casado y, estaba seguro hasta esa mañana, que me apreciaba. Ahora, ya no sabía qué pensar.
A mí, para ser sinceros,  la filosofía no me iba nada. A mi entender,  mi tío Jean y todos sus colegas mareaban la perdiz sin ir nunca al grano  de lo que es práctico; eran capaces de debatir vaguedades durante lustros y se preocupaban por asuntos que poco me afectaban,  pero he de decir que mi tío había sido, años atrás, un medio rápido de ligar con mujeres atractivas e interesantes que pensaban que yo tenía la sensibilidad y profundidad intelectual de él, como si esto estuviese escrito en los genes o en el apellido. Nunca se lo dije a mi tío pero citar sus libros- que yo nunca he leído- me había ayudado mucho en mi carrera sentimental, incluido el interesar a Nathalie.
Jean era un hombre aún joven y lleno de salud. Pero ya se sabe cómo es el cáncer. Un día te despiertas, te duele algo que crees que es un golpe y una semana después te llega el demoledor diagnóstico. No había sido rápido, en cualquier caso. La noticia se la dieron hacía un año y la cosa fue mal desde el principio. Al poco, cayó en coma y así estuvo por más de diez meses hasta que hacía dos semanas había fallecido sin haber recobrado el conocimiento. No esperaba su muerte pero - debía ser sincero conmigo mismo-, cuando el final era ya inevitable había soñado con recibir una suculenta herencia que me permitiera crear la empresa que tenía en mente.
-          Ahora podré montar la empresa y tendremos que empezar a pensar en que haya niños en esta casa, ¿no? – le dije a Nathalie.
Me había sentido mal durante días conmigo mismo por caer en aquellos pensamientos codiciosos pero, por otro lado, mi tío ya poco podía necesitar el dinero y yo pensaba darle un uso justo y honesto.
Aquella tarde en el hotel, mientras cenaba, pensé que el testamento era un castigo divino a mi avaricia. En vez de estar preocupado por la suerte de mi tío, me había dedicado a desear su dinero. Lo tenía merecido. Si apreciaba más los euros que la vida de mi familiar, ahora no iba a tener ni lo uno ni lo otro. Eso es lo que me decía el corazón, pero sólo a ratos. En otros momentos, me enojaba con la puñalada que acababa de darme mi querido tío. Dejar el dinero a un camboyano, o vietnamita, o lo que fuese… vaya mierda.
Cuarenta euros por un panaché de verduras, un fillet mignon demasiado crudo y dos copas de Cuvée Latour me parecieron un robo a mano armada. Definitivamente, se trataba de un día para olvidar.
Una vez en la habitación, eché el pestillo, me cepillé los dientes y me metí en la cama en calzoncillos y camiseta porque nunca había tenido la intención de pasar dos días en París y me había venido sin nada más que mi portafolio y mi laptop, sin pijama y sin maquinilla de afeitar. Dejé encendida la luz de la mesilla, apagué la televisión que se empeñaba en mostrarme un mensaje de bienvenida, tomé la carta y rompí con cuidado el sobre por la arista superior. Eran cuatro pliegos, manuscritos, y reconocí con claridad la letra de mi tío.

Querido Lionel:
Sé que ahora estarás sorprendido, enojado e incrédulo. Si estás leyendo esta carta es que yo ya me habré marchado y que el notario te la habrá hecho llegar tras comunicarte mis voluntades. Redacté mi testamento cuando cumplí cuarenta y cinco años y no sé cuándo estarás tú leyendo estas hojas. Si han pasado muchos años, la parte que te corresponde será cuantiosa porque los derechos de autor por la venta de mis libros son considerables. Si la desgracia me ha llegado pronto será  menor, pero espero que nunca menos que cincuenta mil euros.
Tú eres mi única familia. Te quiero no sólo por ser mi sobrino sino porque eres el hijo de mi querida Marie, mi hermana del alma, con la que compartí tantos y tantos hechos y a la que la desgracia se llevó tan pronto y tan injustamente. Sí, podrás pensar que los que nos dedicamos a la filosofía tenemos recursos para entender el mal y el dolor. Pues no, estamos tan desasistidos como cualquier otro. No tenemos explicaciones, quizá no las haya, qué sé yo. Sólo queda callar, apretar los dientes y seguir adelante.
 No dudes de mi afecto aunque sé que el testamente te habrá sorprendido y hasta es posible que te haya enojado o te haya hecho pensar que significas poco para mí. Nada más lejano a la realidad. Pero hay otras personas a las que debo mucho y espero que estas líneas te hagan comprenderlo.
Mi relato tiene que empezar en 1977, cuando yo tenía dieciocho años (mi hermana tenía veintiocho y estaba ya casada con tu padre) y me arrastraba por la facultad de derecho suspendiendo casi todas las asignaturas del primer curso. Sí, tú me has conocido siempre como un hombre dedicado a elucubrar sobre el mundo y la vida, alegre y campechano a la vez que trabajador y responsable, una persona respetable, profesor y escritor de cierta fama. No fue siempre así. En el 77, yo dedicaba mis horas al alcohol y a las juergas, malgastaba el dinero de tus abuelos y estaba predestinado a ser un fracasado.

Sonreí para mí. Así que el tío Jean, el filósofo, el preclaro pensador, se había puesto en su juventud ciego cada noche de gin-tonics y chupitos. Quién lo iba a decir. Continué leyendo.

Como te puedes imaginar, no tenía un chavo y entre mis prioridades no estaba precisamente el comer. Acababan de abrir un restaurante vietnamita cerca del Boulevard Garibaldi, una taberna pequeña con unas pocas mesas y una barra separada de aquellas por una estantería con libros. Se llamaba L’Ami Fidèle ¿Te lo puedes imaginar? Un bar en el que además de comer y beber, podías leer. Una excentricidad en el París de aquellos años. Y, sobre todo, era muy barato. No es de extrañar que mis amigos y yo acabáramos pasándonos por el lugar casi a diario.
Pronto conocimos al dueño, un tipo aún más excéntrico que el propio establecimiento. Era un hombre delgado, incluso algo huesudo, con anteojos anticuados y redondos, de rasgos asiáticos, casi cumplidos los cuarenta, elegante en el vestir y en sus modales, culto a todas luces y con un francés rebuscado de fuerte acento asiático. Te puedes imaginar su nombre. Nguyen Van Tuan.

Sí, me lo estaba imaginando. Su amistad, por tanto, tenía ya décadas y, aunque yo nunca había escuchado hablar de aquel hombre, estaba claro que representaba a alguien importante en la vida de mi tío.

L’Ami Fidèle estaba decorado con profusión, como si Nguyen comprara en los mercadillos todo cachivache que le gustara para ponerlo colgado en las paredes o colocado sobre los anaqueles. No faltaba una bandera de Vietnam oscilando en lo alto y tras el mostrador se amontonaban, mezclados sin aparente orden, relojes de todo tipo, figuritas de porcelana, descoloridos libros de viejo, revistas apiladas, unas cuantas macetas con plantas de interior, la gran cafetera que parecía de los años veinte, decenas de vasos y copas, las botellas de licor y un sinfín de fotografías enmarcadas claveteadas al menor espacio libre en la pared. Recuerdo que mis favoritas eran las imágenes de los arrozales y las montañas rocosas que se erguían como fantasmas entre la niebla pero abundaban las de la guerra: helicópteros americanos, soldados vietnamitas, escenas de las abarrotadas calles de Seúl o Phom Penh. En el centro del pequeño local un armario abierto a ambos lados, repleto de libros en francés que cualquier parroquiano podía coger y hojear si así lo deseaba. Alguna novela, bastante poesía, mucha filosofía. Al otro lado de aquella improvisada biblioteca, seis o siete mesas de madera con sillas apretujadas alrededor. Al fondo, junto al pasillo que llevaba a los servicios y a la cocina, un pequeño rincón con un piano donde, de tanto en cuanto, Nguyen se sentaba e interpretaba canciones de su tierra natal. En esos momentos, al hombre le daba por cantar y nosotros reíamos de lo mal que lo hacía. Lo que era un ritual inamovible era el saludo que el propietario daba a todos sus clientes cuando iban terminando su consumición. Como si de un chef famoso se tratara, se movía entre las mesas preguntando si la comida había sido del gusto de los comensales y entablaba conversación a poco que se le diera pie a ello. Por unos pocos francos, que era lo que costaba el menú del día, aquellas deferencias, propias de los restaurantes con distinciones, nos parecían del todo exageradas. Aun así, L’Ami Fidèle tenía un encanto que no era fácil encontrar en todo París.

Pronto nos acostumbramos a la rutina. Llegábamos hacia las cinco y encargábamos una bière pression para cada uno mientras discutíamos sobre la política, poníamos verde a Giscard y nos mostrábamos entusiastas con las primeras elecciones al Parlamento europeo. Luego, cenábamos en la misma mesa. Dejábamos que el bueno de Nguyen nos sirviera lo que estimara oportuno, convencidos como estábamos de que nunca nos engañaría. Eran platos asiáticos que aprendimos a apreciar poco a poco. Yo llegué a ser un entusiasta de su cerdo con caramelo y el estofado con vermicelli de arroz. Para las ocho ya habíamos cenado y luego continuábamos charlando con un café o un té rojo, algunos días con un par de vasos de Rosé Pamplemousse. No creo que nuestra presencia fuese muy rentable para el vietnamita porque le ocupábamos una mesa hasta las diez de la noche que era cuando, siempre puntual, cerraba. Aun así, el dueño nos trataba como si fuéramos clientes importantes, nos preguntaba si nos había gustado la cena y, en ocasiones, se sentaba unos minutos junto a nosotros para aportarnos su punto de vista sobre los asuntos que debatíamos. Aquel hombre nos fue cautivando poco a poco. Razonaba sus ideas, las soportaba de una manera tan lógica y aplastante que nos convencía siempre, atendía a nuestras exposiciones sin interrumpirnos y nos hacía las preguntas que nosotros mismos no sabíamos expresar. Tras unos pocos meses, le llamábamos hasta para que dirimiera nuestras dudas en el fútbol o en el Tour de France.
Me levanté un momento y cogí un botellín de agua del minibar. Miré por la ventana y comprobé que la nieve comenzaba a cuajar. Me sentí a gusto en la habitación, enfrascado en descubrir el pasado de mi tío Jean.
Yo, por mi parte, no era feliz. No me atrevía a decir a mis padres que me aburría el Derecho, me sentía desubicado en una ciudad que no controlaba, me asqueaba la vida formalista y conservadora de la capital; nada quedaba ya del París de diez años antes, el de la contestación universitaria y el de las barricadas en las calles. Además, y ahora sé que quizá era lo más importante sin que yo me diera cuenta, estaba locamente enamorado de una mujer maravillosa, Hélène. Una única pega. Ella, cinco años mayor que yo, estaba enamorada de otro hombre con el que acabó casándose. Sí, he tenido mis amoríos y mis romances en la vida pero, ahora lo veo claro, he permanecido soltero porque nunca he podido volver a sentir lo que sentí entonces. En fin, Lionel, no te aburro con los detalles porque tú ya has pasado por esa edad. Era un adolescente insatisfecho, desgraciado y enojado con el mundo. Como tantos otros.
Lo recuerdo bien. Era junio. Mis amigos se habían marchado hacia las nueve para asistir a una sesión de cine al aire libre que daban en los jardines de Luxemburgo. Me quedé solo en el bar, sentado frente a una gran cerveza que era la sexta de la noche. Me habían suspendido una vez más todas las asignaturas, había visto por la tarde a Hélène besándose con el tipo que se la llevaba a la cama y me sentía el perdedor más perdedor de los perdedores de la historia francesa. Me puse insolente con otros clientes, me metí donde no me llamaban y no me gané un puñetazo de milagro. Afortunadamente, dieron las diez y toda la clientela fue saliendo mientras Nguyen Van Tuan les agradecía haber visitado el establecimiento.
Me levanté para salir. Las piernas me temblaban pero mi cuerpo seguía el automatismo de todos aquellos meses, acostumbrado a dejar el bar con las campanadas de las diez. Con todo, fui el último en salir. Estaba ya en el umbral de la puerta cuando una mano me agarró por el hombro:
-   Tú, joven, tú no. – era el dueño del local. Estaba serio pero en sus ojos no observé cólera.
Cerró el local por dentro y corrió las cortinas. Me hizo sentar y me obligó a tomar una infusión que sabía a rayos pero que calmó mi estómago y aclaró mi mente. Permaneció sentado frente a mí sin decirme nada. Aprendí que Van Tuen era paciente, una cualidad que los asiáticos han desarrollado durante milenios. No había reproche alguno en su mirada, tan sólo se aseguraba que bebía el té o lo que fuese aquel brebaje e iba recobrando mi compostura y mi raciocinio.
Por fin- habría quizá pasado una hora-, se levantó y rebuscó entre los libros de la estantería. Tomó uno y me lo puso en la mesa, frente a mí.
-          Quiero que leas esto. Te llevará sólo unos días – me dijo.
Sonreí. Tenía una borrachera tan grande como mi frustración con la vida, y aquel individuo me sugería que leyera uno de aquellos libros desgastados y repletos de notas al margen.  La curiosidad hizo que me fijara en el título. "Parerga y paralipómena" de un tal Schopenhauer, un nombre absolutamente desconocido para mí.
-          ¿Me tomas el pelo, verdad? – le pregunté a Nguyen.
-          No, no es una broma. Te vendrá bien leerlo. Tú te crees que eres el primer tipo al que le ocurre lo que no desea. Verás que no, que eres uno más de los miles de millones decepcionados que han poblado este mundo. Un asco, sí. Pero todos ellos han sabido levantarse y proseguir. ¿Por qué tú ibas a ser diferente?
-          Me da igual lo que le haya sucedido a todos y cada uno de esos miles de millones. Me importa lo que me sucede a mí – repliqué.
-          Seguro, seguro. Yo también lo pienso así. Pero lo que quiero que entiendas es que sufrir no te hace perdedor, sino ganador.
Mientras le miraba con cara de asombro, él rebuscó entre las páginas del libro. Me señaló una frase con su dedo:
”Querer es esencialmente sufrir, como vivir es querer, toda vida es por esencia dolor… Cuanto más elevado es el ser, más sufre”

-          Ya ves – prosiguió- si sufres mucho, es que eres más que los demás.
No dije nada ni él tampoco lo hizo. Estuvimos un rato mirándonos y él se limitó a darme una palmada en el hombro cuando dejé el local, pero aquella noche devoré el libro que Nguyen me había prestado.
Las semanas que siguieron fueron mi mejor universidad. El vietnamita seleccionaba los libros y me indicaba pasajes a los que debía prestar especial atención. De pronto, encontraba respuestas a todas mis cuitas, a mis dudas, a mis anhelos y a mis fracasos. Todo lo que me ocurría no constituía novedad alguna en el devenir de los hombres pero lo que me resultaba maravilloso era comprobar como todo ello se podía racionalizar, explicar, catalogar, revertir el dolor en algo positivo y trascendente. Me maravillaba saber que había habido otras personas capaces de desmenuzar los sentimientos, las pasiones, las necedades y la sabiduría, capaces de entender al ser humano. Van Tuen me guiaba, ponía frente a mí nuevas ideas, me las hacía masticar, las debatía conmigo de igual a igual, sin esa superioridad de mis profesores universitarios que yo tanto detestaba. Siempre me llevaba la contraria porque para él filosofar era ir a la contra, ser crítico con las ideas, buscar caminos nuevos. Si me encaprichaba con un autor, Van Tuen enseguida me hacía ver su lado más oscuro. Schopenhauer, un misógino irredento; Kant, un maniático de la rutina; Aristóteles, un cabeza cuadrada; Sartre, un egotista…
” Tan sólo por la educación puede el hombre llegar a ser hombre. El hombre no es más que lo que la educación hace de él.”

"El hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo, es responsable de todo lo que hace. El existencialista no cree en el poder de la pasión. No pensará nunca que una bella pasión es un torrente devastador que conduce fatalmente al hombre a ciertos actos y que por consecuencia es una excusa; piensa que el hombre es responsable de su pasión. El existencialista tampoco pensará que el hombre puede encontrar socorro en un signo dado sobre la tierra que le orienta; porque piensa que el hombre descifra por sí mismo el signo como prefiere. Piensa, pues, que el hombre, sin ningún apoyo ni socorro, está condenado a cada instante a inventar el hombre.”

"Así pues debemos abrir puertas y ventanas a la alegría, siempre que se presente, porque nunca llega a destiempo, en vez de vacilar en admitirla, como a menudo hacemos, queriendo primero darnos cuenta de si tenemos motivos para estar contentos por todos conceptos, o por miedo de que nos aparte de meditaciones serias o de graves preocupaciones; y sin embargo, es muy incierto que ellas puedan mejorar nuestra situación, al paso que la alegría es un beneficio inmediato. Ella sola es, por decirlo así, el dinero contante y sonante de la felicidad."

 
¿Cómo era posible que la filosofía contuviera explicaciones tan certeras sobre el mundo y la vida?  Nguyen, mi amigo Nguyen, porque para entonces ya no era más el cocinero del L’Ami Fidèle sino mi profesor querido, me abrió las puertas a Kant, a Spencer, a Heidegger, a Sartre, a Marx, a Platón…. sobre todo, me enseñó que dentro de mi cráneo tenía la más poderosa de las herramientas del cosmos, mi cerebro, mi pensamiento.
Suspendí derecho al terminar el curso pero para entonces ya no importaba en absoluto. Comencé a estudiar filosofía y mis calificaciones fueron brillantes durante toda la carrera. Cada examen, cada trabajo, mi propio doctorado, se lo debo a Nguyen. No puedes imaginar las largas noches de debate cuando tras haberse retirado el último de los clientes y haber echado las cortinas del ventanal, ponía un disco de Pat Metheny en el estéreo, bajaba la luz de las lámparas y servía un té rojo. Nos daba la madrugada discutiendo de filosofía y, bastantes noches, acabábamos con él al piano, cantando canciones vietnamitas cuya letra, de tanto repetirla, llegué a aprender de memoria.
El día que logré mi doctorado quise celebrarlo con él. Cené Bun Bo Hue y, como siempre, nos sentamos solos, frente a frente, con dos tés y un pastel de arroz
-          Quiero que me cuentes cómo viniste a Francia- le dije de pronto.
El dudó y hube de insistir varias veces. Supe que era una página que no quería recordar pero le rogué que la compartiera conmigo. Me contó su vida entonces. La escuché en silencio, un silencio casi religioso. Sus palabras se quebraban y sus ojos se humedecían. Como los míos.
Nguyen Van Tuen había nacido en Vietnam en 1940, cuando la guerra mundial asolaba el mundo, pero cuando contaba sólo dos años sus padres cruzaron la frontera de Camboya huyendo de la miseria y de las batallas. Su niñez fue pobre, no podía ser de otro modo, pero los recuerdos eran felices. Destacó pronto en la pequeña escuela rural y sus maestros lograron que, cuando cumplió los diez años, fuera trasladado a Phom Penh para proseguir su formación en el instituto. Recordaba la despedida de sus padres con tristeza aunque pudo verlos periódicamente en los siguientes años. Se graduó en filosofía en la universidad central en 1962 y logró su doctorado tres años después. El título, en la Camboya de aquellos días, le abrió las puertas a una vida mejor, le nombraron profesor y se enamoró de Mien Srei, dos años menor que él, la mujer más hermosa del mundo según me la describió. Ella era maestra de escuela y apasionada lectora de poesía. Un amor loco, radical, como el que yo mismo había sentido por Hèlène. Fueron años felices, nació un hijo y la vida le sonreía.
Luego, de pronto, el infierno. En 1975, los guerrilleros de Pol Pot tomaron el mando. A los ojos de aquellos indeseables, cualquier persona que hubiera asistido a la escuela era contrarrevolucionaria. Un profesor de filosofía no necesitaba juicio, era carne de patíbulo. Huyeron en cuanto las compañías de jemeres rojos se acercaron a la capital pero la mala fortuna les persiguió. Junto a otros miles de refugiados cayeron en una emboscada. Los jemeres no se molestaron en coger prisioneros. Simplemente, dispararon desde todas direcciones. Mi amigo vio cómo caían su esposa y su chiquitín. Se produjo una desbandada y él, loco de miedo, corrió como el que más. Logró escapar y tras un mes de sufrimiento y pavor consiguió alcanzar la frontera tailandesa. Estaba a salvo pero nunca se perdonó el haber huido dejando los cadáveres de sus seres más queridos tendidos en el campo a merced de las aves de rapiña. Dos años después, la Cruz Roja le trasladó a Francia y empezó una nueva vida. Sabía cocinar y le ofrecieron el establecimiento en el que yo le conocí. Bajo aquella apariencia de hombre tranquilo y bondadoso, habitaba la más profunda amargura. Había guardado su dolor y su vergüenza, sus ansias de venganza y su desconsuelo, durante todos aquellos años hasta que lloró frente a mí y yo lloré con él, el día de mi doctorado.
-   Algún día- me dijo-, cuando consiga ahorrar el dinero, regresaré y buscaré el lugar donde nos ametrallaron. Pienso comprar aquella tierra y levantar un monumento de recuerdo allí. Quiero vivir allí, junto a ellos.
Querido Lionel. Nguyen Van Tuen es un buen hombre y en su restaurante cobra apenas lo justo para pagar el coste  de un almuerzo o de una cena. Los estudiantes siguen pagando menos y bastantes no pagan sin que él haga mucho por cobrarse las deudas. Mi amigo Nguyen nunca se hará rico, nunca ahorrará lo suficiente para regresar, para comprar aquella tierra. No lo conseguirá por sus medios. No es un restaurador ni un hombre de negocios, es un filósofo.
He seguido en contacto con él durante todos estos años y siempre que puedo me paso por L’Ami Fidèle a cenar y debatir toda la noche. Sigue siendo un hombre notable, más profundo que yo al pensar la sociedad y la vida, por muchos libros que yo haya escrito. Desgraciadamente, en estos últimos años los contactos son ya pocos porque mis viajes me impiden pasar mucho tiempo en París y, cuando vengo, me abrasan con eventos y conferencias. Pero, a pesar de todo, a pesar de la distancia, Nguyen Van Tuen es y será mi mejor amigo.
Pienso que no necesito explicarte más. Seguro que ahora entiendes mejor mi testamento y espero que comprendas por qué deseo que conozcas a un hombre tan notable como Nguyen.

Releí la carta dos veces y me costó mucho conciliar el sueño. Fuera, la nieve caía lentamente y las amarillas luces de las farolas titilaban con cada copo que cruzaba frente a ellas.
Desperté cuando empezaba a clarear. Me duché y desayuné un chocolate muy caliente con un cruasán. Las calles estaban en mal estado para transitar porque la nieve se había convertido en esa especie de barro marrón que provoca el tráfico. Decidí pedir un taxi para acercarme hasta  L’Ami Fidèle. Mi intención era cumplir los deseos de mi tío – que, ahora, eran también los míos- antes del mediodía para intentar regresar a Rouen antes de que volviera a anochecer.
Pagué los veinte euros de la carrera y descendí del taxi vigilando en no resbalar. Mientras el automóvil se alejaba, busqué con la mirada el establecimiento. Lo que encontré no era lo que esperaba.
Un gran cartel cubría gran parte de la puerta:
Inmobiliaria Banque Montreaux
Local en venta. Buenas condiciones.
Teléfono: 33 5 59 46 000
No sabía qué pensar. El lugar era el correcto como lo atestiguaba el gran letrero colocado en lo alto y la decoración que se podía ver en el ventanal. Pero aquel restaurante estaba cerrado y, aparentemente, llevaba bastante tiempo en ese estado.
Me animé a entrar en una tienda cercana, una mercería. Me atendió una señora ya entrada en años, elegante pero con una toquilla tan antigua como anacrónica. Le pregunté si sabía dónde podía encontrar al propietario de L’Ami Fidèle. Ella tenía ganas de hablar.
-          El señor Nguyen murió hace seis meses. Un buen hombre, créame. Un vecino leal y solícito. Un ataque al corazón, nos dijeron. Repentino. Una pena, una pena. El barrio ha perdido mucho. Ya no viene gente joven por aquí. Al parecer, sin embargo, estaba lleno de deudas. No es que yo me entrometa en vida ajena pero me han asegurado que debía al Banco los pagos de la hipoteca de todo este último año. Nadie lo sabía porque era una persona orgullosa que no quería pedir ayuda. Ya ve, el Banco se ha quedado con el local para enjugar sus pérdidas y ahora lo pone en venta. Pero no sé yo si alguien lo comprará. En todo este tiempo apenas ha venido un potencial cliente interesado. Claro, quién va a querer abrir un negocio aquí… ahora, todo ocurre en Montmartre o en Saint Denis o en Les Marais. París ya no es lo que era.
La noticia me conmovió y me sacudió en mi interior. Así pues, ambos amigos habían muerto sin saber del otro. Mi tío en coma, Van Tuen sin saberlo y con un ataque al corazón no esperado. Me dolía pensar que no habían podido despedirse, haberse estrechado la mano una vez más. Probablemente, la última vez que se vieron, hubiese sido cuando hubiese sido, habrían acordado volver a encontrarse, a charlar, a contarse tantas cosas. El destino no lo había permitido. Aquella tasca se iba a perder en la nada. Las historias de mi tío se iban a olvidar. El legado del viejo profesor de filosofía vietnamita se difuminaría con los años.
Agradecí a la charlatana señora la información y salí a la calle. Volvía a nevar. Por instinto, tomé mi teléfono móvil y llamé a Delacroix. Le expliqué que estaba intentando cumplir la voluntad de mi tío Jean pero que me era imposible porque el señor Nguyen había fallecido.
-          Lamento su muerte. Pero, desde el punto de vista legal, no es un problema porque su tío firmó una cláusula adicional por la que, si no era posible encontrar a Nguyen o si había fallecido o si rechazaba la herencia, sería usted el beneficiario de la cantidad completa. Claro, será preciso completar algunas formalidades. Ya sabe, certificado de defunción, informe médico de que ocurrió por causas naturales, ese tipo de cosas… pero, creo que puedo asegurarle que tiene usted medio millón de euros.
Me quedé inmóvil enfrente de L’Ami Fidèle. Sin haber estado nunca en el local, podía describir con exactitud sus rincones, su magia, su biblioteca de libros viejos, la carta del menú. Continuaba nevando y era más que posible que tampoco  hoy volviera a Rouen. Iba a resultar complicado explicárselo a Nathalie.  Tomé el móvil y marqué el teléfono del banco.
-          Buenos días. Estaba interesado en comprar uno de los locales que ustedes tienen en venta.
 


 
 
 

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