El niñito Aylán Kurdi perdió la vida en una playa mediterránea en Septiembre. Su imagen,
su cuerpecito tendido en la arena hizo que corrieran ríos de tinta, de pésames,
de golpes en el pecho, de planes de acción de los políticos para acoger a los
refugiados que huyen de guerras sangrientas y hambre feroz. El sentimiento de
culpa pasó pronto. Aún peor, nos inmunizó contra sentir más culpa, contra
cualquier compasión, contra cualquier humanidad.
El
sábado, un barquichuelo roñoso y lleno de agujeros se hundió frente a las costas
turcas, dejando 39 cadáveres al albur del mar inclemente, diez de ellos niños.
Allí estaba Ozan Kose, fotógrafo y periodista, para congelar el horror, para
mostrarnos lo que no queremos mirar, lo que rehuimos. Estas nuevas fotos han
desaparecido rápido de los medios, no han generado la ola de rebelión que este
desatino merece. Ya nos dieron el antídoto, ya lloramos y dijimos al cielo,
como el recaudador de Lucas, lo compasivos que éramos, cuánto hacemos por el
prójimo, lo orgullosos que estamos de nuestro ombligo, de nuestro castillo pleno
de ceguera.
Pero
ahí está, en las fotos, ese chiquitín de
tres o cuatro años, tendido bocarriba, con su jerseicito azul, un gorro de
bolita para protegerle del frío, con esa pequeña chaqueta que una madre
esperanzada de hallar una mejor vida le había puesto para recorrer los apenas
diez kilómetros de océano. Y también está ese otro niño, quizá de diez años,
con sus pantalones vaqueros y su cazadora roja, sus ojos entreabiertos mirando
a un cielo que no ha tenido piedad de él.
Un año antes vivían llenos de ilusiones, de sueños, el uno comenzando en la escuela, el otro aprendiendo ya geografía o matemáticas, jugando al fútbol, ambos con un hogar en el que ser felices, una casa donde reír, una cama donde soñar con cuentos maravillosos. Lo que no sabían es que unos mal nacidos cobrarían a sus padres una barbaridad para embarcarlos en un cascarón que se partiría contra las rocas; no podían saber que unos hijos de su puñetera madre destruirían a bombazos la ciudad donde vivían, que se encontrarían una madrugada solos y angustiados en medio de un mar helado, escuchando gritos a lo lejos, hasta dejar el último aliento sobre una playa de rocas sucias.
Mucho menos podían sospechar que la tierra a donde iban, - Europa, les habían dicho sus padres que se llamaba- , aquella en la que les habían prometido que había pan y habitaciones calientes, paz y libros, cultura y humanismo, estaba llena de asquerosos, de repugnantes, de bárbaros faltos de compasión, de políticos que les recibirían confiscando sus bienes para hacer caja; que la Europa cristiana había cambiado el “quien tenga dos capas, que dé una al que no tiene, y el que tenga de comer, haga lo mismo” por “El que tenga dos capas, que le quite una al que no tiene, y el que tenga de comer, que no dé nada al hambriento” – total, un par de palabras distintas-; que esos europeos orgullosos de sí mismos se habían masacrado por millones y millones dos veces en un solo siglo y que, ahora, volvían a ver campos de concentración – uy, perdón, de internamiento-; que los planes para acoger a cientos de miles de necesitados se habían quedado en unas pocas docenas (En España, doce personas. Una presión insoportable de la inmigración, como puede apreciarse); que iba a haber un resurgir del sector de la construcción creando muros aquí y allá porque Europa ya no recuerda que hasta las murallas de Constantinopla se derrumbaron; que movimientos “sociales” pedirían endurecer los criterios de asilo o que habría patrullas de europeos de toda la vida vigilando a los indeseables que vienen del sur; que el himno europeo, esa coral beethoveniana que clama “Alle Menschen werden Brüder”- todos los hombres serán hermanos- sería degradado hasta lo más bajo.
Esos niños han muerto ahogados. Les acompañaremos, tarde o temprano. Está escrito: “al que escandalice a uno de estos pequeños mejor le sería que le colgaran al cuello una piedra de molino y que se ahogara en lo profundo del mar”. Y hemos escandalizado mucho, mucho, mucho.
Habrá una diferencia no obstante. Ellos saldrán de las aguas algún día. Nosotros, permaneceremos como pecios inútiles y enmohecidos por toda la eternidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario