En el reino de Asbregán, hoy desaparecido pero poderoso e influyente milenios atrás, era costumbre poner un apelativo a los reyes que morían. Los tres sacerdotes más ancianos del templo se reunían en cónclave durante dos días y dos noches (se decía que no les estaba permitido comer durante las deliberaciones) para evaluar y recordar las acciones del monarca fallecido, buscando aquel elemento, aquella cualidad de su carácter o aquella hazaña que pudiera mejor definirlo por todos los siglos venideros. Así, Asbregán tenía en sus panteones a Kaltarem IV “El Invicto” porque jamás había perdido una batalla. O a Merlojk “El Gigante” porque su estatura alcanzaba los dos metros y lo convertía, a ojos de sus vasallos, en un coloso. Los apodos podían ser también críticos puesto que los sabios reunidos perseguían la objetividad en el recuerdo. Ofged II “El Alelado” o Baladev III “El Cobarde” figuraban también en las crónicas, por sus evidentes debilidades.
Cuando el rey Dabón murió en combate, en las laderas de la cordillera sur, con tan solo treinta y dos años, los tres sacerdotes a los que se les encomendó la tarea de definir al monarca para la posteridad fueron Abted, Moran y Eltef. Se reunieron al atardecer, vestidos con la túnica morada reservada para tales ocasiones. Era invierno y el fuego de la estancia apenas era suficiente para no tiritar.
- Amigos, creo que todos estamos pensando en el mismo episodio como aquel que marcó la imagen de Dabón para el resto de los tiempos– dijo Eltef.
- Así lo creo – aseveró Abted.
- ¿La liberación de Jutland? – Moran, en realidad, no estaba preguntando. Sabía que era ese, y no otro, el hecho clave de la vida del difunto.
Todos afirmaron con un movimiento de la cabeza.
Dabón había comenzado su reinado con sólo 22 años. Era un guerrero valeroso, temerario en ocasiones, que sabía compartir con sus tropas los sinsabores de la primera línea. Durante sus primeros años obtuvo importantes victorias frente a las tribus bárbaras del oeste y reprimió con mano de hierro las conspiraciones de ciertas familias prominentes que buscaban beneficiarse con avaricia suma. Por aquella época, desposó a su cuarta mujer, Altaxa, una joven de dieciséis años, esbelta, de sangre muy noble, pelo azabache, rizado, ojos oscuros y cuerpo grácil que cautivó al rey por sus encantos y por su inteligencia. Destacaba entre todas por su interesante y lúcida conversación y no se privaba de criticar aquello que le parecía mal, fuera en contra de quien fuera. Resultó inevitable que Dabón se enamorara perdidamente de la muchacha y que la convirtiera en su favorita. Pronto, todo el país supo que su rey estaba muy enamorado y que suspiraba por estar con ella cada hora de su vida. Algunos lo consideraban un rasgo de humanidad, otros una debilidad impropia de un gobernante.
El año en que Dabón cumplió los veintiséis años y su esposa daba a luz a su segundo hijo, ocurrió el acontecimiento.
- ¿Lo recordáis bien? – preguntó Abted.
- Creo que sí, pero quizá Eltef pueda relatárnoslo una vez más para que todos compartamos una misma visión – Moran se sentó en una esquina, junto a la lámpara de aceite que titilaba inquieta. En el exterior, sólo se escuchaban los gritos de los oficiales llamando a los cambios de guardia.
Eltef comenzó.
- Hasta entonces, Dabón había sido un rey fuerte, que había impedido la disgregación del reino y que había ejecutado sin dudar a todos los nobles que conspiraron contra la nación. Esta es una desgracia demasiado recurrente en nuestro país, el ansia de poder de las familias acaudaladas que intrigan una y otra vez para medrar en la corte. Dabón era apreciado por el pueblo porque se mantenía firme ante los codiciosos y por ser justo. Severo, pero justo. Cada semana, si no estaba en campaña, dedicaba un día completo a presidir juicios. Cuitas de mercaderes, de propietarios que reclamaban dineros, de campesinos que había sido maltratados, de robos y violaciones, de asesinatos o muertes en defensa propia, duelos y pendencias. Él era siempre recto y jamás cambió de criterio por muy importante que fuera el condenado o por muy miserable que fuese el que tuviera la razón.
- Así pues deberíamos llamarle “El Ecuánime” – dijo Moran.
- Si hubiera muerto entonces, así lo afirmaría – contestó Eltef – … pero siguió viviendo.
- Perdona mi interrupción. Prosigue por favor. - se excusó el otro.
- Aquel invierno el clima fue especialmente crudo. Los dos regimientos de tropas enviados al norte en otoño repelieron un ataque inesperado de los bárbaros y recibieron la orden de permanecer sobre el terreno hasta la primavera a fin de evitar que se repitieran las escaramuzas.
- Era Jutland, el hermano de la reina Altaxa, quien comandaba los regimientos, ¿verdad? – inquirió Abted.
- Así es. Un comandante competente y eficaz, fiel vasallo del rey y de la reina, su hermana. - puntualizó Moran.
- Pues bien, - Eltef les miró antes de continuar - la nieve cubrió pronto los campos, el pedrisco arruinó los techados, hubo aludes y los ríos se desbordaron con furia. Fue una desgracia enorme. El agua, violenta y rauda, arrasó cosechas y graneros al punto de que las reservas que las familias de la provincia guardaban, desaparecieron con la corriente desbocada. Pronto, el hambre asoló la región y los enfermos primero, los niños después y los hombres más tarde comenzaron a morir de inanición.
- Una desgracia que se repite en toda la Tierra cada cierto tiempo, designio de los dioses – Abted bajó su rostro y garabateo algo con su estilete sobre el serrín que cubría el suelo.
- Sí, pero entonces el general Jutland tomó una decisión a todas luces inapropiada. Repartió casi toda su harina, sus provisiones de aceite y madera, las barricas de carne en salazón y los embutidos entre la multitud. Dejó a sus hombres sin la apropiada alimentación que requerían y estos desfallecieron. Obedientes, soportaban el hambre sin quejarse pero su capacidad bélica se vio mermada en gran medida. Fue entonces cuando los bárbaros volvieron a atacar y esta vez lo hicieron por millares, aprovechando el frío al que estaban mejor acostumbrados y la traición de la larga oscuridad de cada noche. Nuestros soldados, hambrientos, débiles, apenas resistieron y las hordas enemigas los masacraron, adentrándose luego muchos cientos de leguas en nuestro territorio. Tuvo que ser el propio rey el que decretara una leva extraordinaria y, poniéndose al mando de las tropas, logró frenar y derrotar a los bárbaros, ya casi en primavera. Para entonces, la desolación en el norte era enorme.
- ¿Así pues deberíamos llamarle “El libertador”?- dijo Moran.
- Jutland y unos pocos cientos de soldados habían sobrevivido. Se batieron con honor y valentía hasta que fueron rescatados por Dabón. – prosiguió Eltef-. Al regresar a la capital, el alto mando del ejército pidió la cabeza de Jutland y se abrió juicio militar contra él. Las pruebas eran abrumadoras. Deliberadamente, conociendo el riesgo de que el enemigo se desplegaba ante él, el riesgo de desguarnecer las fronteras, contra todos los reglamentos, había dejado a sus tropas hambrientas, indefensas, poniendo en peligro toda la región, incluso la nación entera, comprometiendo el futuro de Asbregán y el de miles de paisanos indefensos. Había sido una actuación impropia de un general experimentado, un error que había costado la vida a gran parte de sus batallones y supuesto fallar en la confianza con la que Dabón le había investido. La deliberación de los jueces fue breve y clara. Debía ser ejecutado por traición y mala praxis.
- Me parece una decisión apropiada. Aún se recuerda a los vándalos asolando las ciudades del norte, el horror de sus atrocidades, nuestras mujeres violadas y nuestros hijos secuestrados como esclavos – puntualizó Moran.
- Sí, nadie en el reino dudaba de ello. Incluso Jutland aceptó los cargos y se preparó para morir – continuó Eltef-. Pero, entonces, Dabón, que presidía el juicio, se levantó y dijo que él mismo dictaría la sentencia al día siguiente. Nadie dudaba de cuál sería su decisión, discutiéndose sólo la manera en que Jutland moriría. Dabón se retiró con su esposa a sus aposentos.
- Y aquí llegamos al día de los hechos – Abted se levantó, como si le incomodara proseguir sentado.
- Así es. Por la mañana, Dabón dictó su veredicto. Jutland quedaba libre y le era concedido el mando de un pequeño batallón en una provincia tranquila. Nadie comprendió la decisión, ni siquiera el propio general que suplicó morir con honor y no ser enviado a un destino anodino, un destierro fruto de un favor otorgado a Altaxa.
- Y comenzaron los rumores.
- Y comenzaron los rumores. – Eltef fue ahora el que se levantó-. Resultaba evidente que la influencia de la esposa, Altaxa, durante aquella noche, había resultado decisiva. Esta no quería ver muerto a su hermano y había convencido al rey para que, contra toda la lógica, contra toda la ley y contra toda la racionalidad de los hechos, dejara libre a un militar que tan graves errores había cometido.
- La llamada del sexo, de la pasión – afirmó Abted.
- Así lo pensaron todos. El rey había traicionado la ley y al reino como un muñeco enclenque frente a la mujer. O, peor, nepotismo puro. Ayuda a la familia por encima de la ley. Nepotismo, amiguismo. La gravedad de lo sucedido no puede ser menospreciada.
- Encoñado o por nepotismo, sólo el desprecio merecía – Moran hizo una mueca de desprecio.- Quizá deberíamos apodarle “El Traidor”.
- O “El Nepotista”
- O “El Lascivo” – concluyó el tercero de los sabios.
- Un rasgo de los hombres débiles es dejarse dominar por el placer que dan las mujeres. – continuó Elfef -. Había resultado que Dabón era débil. A partir de entonces, el respeto por el monarca se desmoronó. Aunque el rey volvió a ser el enérgico regidor de antes y cercenó las rebeliones de muchos que, ahora, se sentían legitimados a atacarle por su nepotismo, jamás recuperó su prestigio, menos todavía entre la gente sencilla.
- Esto sucedió apenas hace seis años. Lo recuerdo bien – Moran miró por el ventanuco. Era noche cerrada. Habría lobos merodeando por los huertos cercanos a la ciudad y los campesinos habrían prendido fogatas para ahuyentarlos. No era, desde luego, una noche para permanecer en el exterior.
- Sí. El rey jamás volvió a ser apreciado por su pueblo y diríase que buscó la muerte en las batallas que emprendió, encontrándola por fin la pasada semana. Cuentan que acabó con muchos enemigos en una suicida acción, atacando sin la protección de su guardia y apenas guarecido por un escudo. Hubiera sido heroico en otras circunstancias.
- Conocía su culpa y quiso redimirla con una muerte digna. – dijo Moran.
- Bien, entonces, amigos, ¿cómo le denominamos para la historia? – preguntó Abted.
- Yo elijo “El nepotista”. Creo que es lo correcto. – Eltef no parecía tener duda alguna.
No habían respondido aún los otros cuando tres golpes sonaron en el portón. En una tan desapacible noche, con un viento helado que silbaba entre los tejados del palacio y el riesgo de que fieras hambrientas se adentraran en las calles, sólo un loco podía estar a aquellas horas a la intemperie. Dudaron antes de abrir pero, al fin, pensaron que sólo alguien que tuviese urgencia verdadera podía haberse llegado hasta la casa sin esperar al amanecer. No sin cierto recelo, entornaron la puerta para ver quién llamaba. Los rostros de los tres hombres se inundaron de sorpresa.
- ¡Altaxa! – Moran casi gritó al pronunciar su nombre.
- Reina, entrad – Eltef tomó la iniciativa y abrió la puerta del todo para permitir el paso de la mujer.
- ¿No sois consciente del peligro? ¿Habéis venido sola? ¿Y la guardia? – preguntó Moran.
- Sí, he venido sola. Creo que me conocéis lo suficiente para saber que un lobo no ha de amedrentarme.
- Quizá no a los lobos, pero sí debéis temer a los hombres que desean veros muerta una vez que el rey Dabón ha fallecido – aclaró Eltef.
- ¿Y creéis que me importa la vida tras su muerte? – hizo un esfuerzo porque no le temblara la voz pero sus ojos humedecidos, hermosos, denotaban su tristeza. Si continúo es por nuestros hijos que un día han de honrarle.
- No deberíais estar aquí - Moran se puro serio-. Conocéis el porqué nos reunimos y sabéis probablemente nuestra opinión sobre vuestro esposo. La ley nos obliga y cumpliremos con nuestro deber de manera libre y objetiva.
- Lo sé - respondió la reina -, lo sé. Y os juro que lo último que deseo es que toméis una decisión en contra de vuestra conciencia. Dabón hubiera dado su vida porque actuéis con justicia.
- Permitid que lo dudemos – Eltef esquivó la mirada de Altaxa-, él no hizo lo mismo y vos sabéis cuándo.
- Os lo repito. No voy a pediros nada, no voy a rogaros que otorguéis un título a mi marido que no sea merecido en vuestra opinión, no voy a demandaros piedad ni clemencia, compasión o magnanimidad. No voy a comprar vuestras voluntades. Al contrario, os juro que si no cumplís con vuestro deber, os perseguiré para mataros.
- ¿Qué queréis? – Moran se sentó y los otros le imitaron. De acuerdo a las reglas, no había comida en la morada y no pudieron ofrecer nada a la reina.
- Tan sólo quiero que me escuchéis.
- No hay maldad en ello – afirmó Abted-. Os escuchamos.
La reina permaneció en pie, altiva pero humilde, con su mirada fija en un punto indefinido pero con el orgullo de quien ama y defiende aquello que cree justo. Los tres ancianos esperaron con paciencia, durante los dos minutos en que ella permaneció en silencio, como si en su mente estuviera preparando lo que deseaba contar.
- No voy a repetiros lo que estoy segura que habéis debatido ya. No voy a contaros lo que acaeció en el juicio a mi hermano Jutland. Quizá, tan solo deciros, que mi hermano pide la muerte cada día porque el perdón que Dabón le otorgó es para él la peor de las condenas. No voy por tanto a relataros lo que ya conocéis sino lo que no conocéis.
- ¿Y qué es lo que desconocemos? – preguntó Moran con honesta curiosidad.
- Lo que sucedió en la noche previa al dictamen. Cuando mi rey y yo quedamos a solas.
- Creemos que sí lo conocemos – intervino Abted -, simplemente cedió a vuestra petición de clemencia por el amor que os tenía. Podemos comprenderlo como hombres, jamás como gobernantes.
Se escucharon las voces, apagadas por la distancia, de un capitán de la guardia pidiendo novedades a los centinelas. Faltarían dos o tres horas para que comenzara a clarear.
- Os contaré lo que ocurrió – prosiguió la reina- . Cuando nos retiramos a los aposentos, Dabón quedó largo rato pensativo sentado en su butaca, sin atenderme y sin querer beber siquiera una copa de vino. Tan meditabundo estaba que me preocupé e intenté aliviar la carga que pesaba sobre él. Yo, como vosotros, pensé lo mismo, que mi rey se sentía culpable por tener que ejecutar a mi hermano. Pero ni yo ni Jutland le pedíamos otra cosa que cumplir con su deber. En modo alguno queríamos, ni mi hermano ni yo, impedir la obvia sentencia. Así que para liberarle de una carga que yo no le ponía encima, le dije que la decisión era clara, que debía ejecutar a mi hermano, que yo lo comprendía y lo aceptaba, que mi hermano estaba deseoso de pagar con su vida el error cometido.
- Os honra tal actitud – intervino Abted.
- Él se levantó de súbito y me dijo que había decidido liberar a mi hermano. No os oculto mi sorpresa. Le rogué que lo matara, que no le sometiera al escarnio de perdonarle la vida cuando era evidente que todos pensarían que lo hacía por mí, que no me deshonrase, que no deshonrara a mi hermano, al reino, a los sabios, a los muertos en la guerra. Lloré y le rogué. La decisión que iba a tomar significaba la desgracia para él, para mi hermano, para mí misma y para nuestros hijos. Le pedí que lo matara, que si acaso lo hiciera sin dolor como máxima clemencia. Él, sin embargo, me hizo sentar y me pidió callar. Me explicó su decisión:
- Altaxa, te amo y, precisamente porque te amo, jamás haría lo que estás pensando, es decir perdonar a un culpable por el afecto o el deseo. Porque eso significaría precisamente que te humillo, que te hago participe de la injusticia, de un futuro lleno de pesares, la infamia eterna para nuestros hijos. No, Altaxa, esposa amiga, no voy a perdonar a Jutland porque sea tu hermano, o porque sea de la familia o porque haya disfrutado de tan buenos ratos en su compañía. Ni siquiera por los servicios prestados al reino en las múltiples batallas en las que lucho por mí. Voy a perdonarle porque es justo hacerlo.
- ¿Justo liberarle cuando su decisión puso en riesgo a la nación?
- ¿Cuál es la misión de un gobernante, de un rey como yo? ¿Cuál, Altaxa? ¿Cuál? Yo te lo diré. Proveer bienestar a su pueblo, que no mueran niños de hambre, que no sufran los inocentes, planificar los cauces de los ríos para que no se desborden, mejorar las ciudades, dar cobijo, proveer habitación, comida y vestido. Y, sí, también administrar justicia. Pero, ¿qué justicia puede ofrecer un rey si su pueblo muere de hambre, si los caminos son peligrosos, si los niños no pueden ir a una escuela, si los hombres padecen penalidades? La nación, el reino, debe servir a los que lo pueblan; no al revés.
Me imagino el dilema al que se enfrentó Jutland, tu hermano. Era un comandante experimentado y conocía bien el riesgo de debilitar sus tropas. Pero esto era un riesgo, una probabilidad, un quizá. Nadie sabía si los bárbaros atacarían o no puesto que él ya los había derrotado varias veces. Frente a esta posibilidad, a una probabilidad siempre complicada de evaluar, Jutland tenía la realidad directa, cercana, presente, de la hambruna entre nuestras gentes, de los niños que lloraban de hambre, de las mujeres que perdían sus fetos por la falta de alimentación, del sufrimiento de los compatriotas. ¿Qué debía hacer? ¿Qué hubiera hecho yo? ¿Qué era lo justo? Yo te lo diré. Hacer lo que hizo. Paliar con todo lo que podía la angustia y el padecimiento del pueblo, repartir aquello de lo que disponía, sentir compasión por sus semejantes, sufrir con sus hermanos. Dabón y sus hombres deben ser considerados como héroes. Combatieron hambrientos, cumplieron con su deber sufriendo como lo hacían aquellos a los que defendían, compartiendo las penurias, las penas y las alegrías de sus conciudadanos. ¿Crees que aquellos niños que pudieron comer gracias a los soldados, pensarán que Jutland debe morir? ¿Piensas que aquellos campesinos que pudieron recuperar fuerzas para trabajar el campo creen que tu hermano debe ser ejecutado? ¿o, por el contrario, las madres le darán gracias eternamente por la ayuda recibida que permitió salvar a sus pequeños? Es fácil hablar cuando uno está a dos mil leguas del problema, lejos de la guerra, fuera del barro, caliente en palacio, llena la panza de pan y cordero, vino e hidromiel. Es fácil decir que, allá, lejos, en el frío, tus hermanos deben aguantarse, morir por la patria, vigilar que nosotros no tengamos riesgo, morir de hambre por nosotros. ¿Sería eso justo? No, no lo sería. No son los dioses los que nos traen las calamidades, somos nosotros las que las dejamos crecer. Voy a liberar a tu hermano porque es lo justo, porque antepuso su deber para con los seres humanos a su carrera militar, porque antepuso su compasión y su piedad a cualquier otra cosa. No lo hago porque te amo aun cuando sea verdad que te adoro. Sé que él no lo entenderá. Sé que tú no lo entenderás. Sé que los nobles confabularán contra mí. Sé que mis enemigos harán de mí el más odiado y aborrecido de los hombres. Sé que los sabios me otorgarán un apelativo denigrante cuando los dioses me llamen al paraíso. Sé todo esto. Sé que aquí acaba mi fama de buen rey, que mi prestigio y mi reputación mueren salvando a Jutland. Pero es lo justo. Ser justo es serlo cuando es complicado defender la justicia. No podría vivir con mi propio corazón si le ejecutara por hacer lo que yo mismo hubiera hecho. Lo hago porque creo en ello y espero que lo comprendas, tú más que nadie porque con mi decisión también te comprometo a ti.
Altaxa no dijo más. Calló unos segundos, se dio la vuelta, se subió la capucha de su capa y salió.
Los tres sabios percibieron el gélido viento y atisbaron a ver que la nieve caía con fuerza. La luz de las linternas palideció.
Dabón, “El Justo”, fue considerado un gran monarca, un modelo de rey, durante muchos siglos en el reino de Asbregán.
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