Si bien sus novelas no habían alcanzado nunca unas ventas notables, José Manuel Armendáriz había logrado publicar antes de cumplir los cuarenta años cuatro obras que le habían permitido, aunque con estrecheces, vivir dignamente. Luego, su editor se cansó de llamarle y de pedirle que le diera algún manuscrito, extrañado por el silencio del escritor. Porque escribir, escribía. Y mucho, casi frenéticamente.
A sus cincuenta y cuatro años, José Manuel vivía aún con su madre, Flora, una mujer especialmente trabajadora y simpática, ya con casi ochenta años, a la que le hubiera gustado que José Manuel fuese contable, como lo había sido su padre, pero que, con el tiempo, había llegado a apoyar las artísticas ambiciones de su hijo. Durante muchos años había trabajado de administrativa en el Ayuntamiento y había sido muy aficionada al cine, hasta que los achaques comenzaron a dejarla en casa. Por mucho que el amor de madre cegara su objetividad, hacía años que se había dado cuenta que Armendáriz no publicaba, que estaba cada día más delgado y demacrado y que fumaba dos paquetes al día.
- ¿Qué te pasa, hijo? – le preguntaba cada vez que coincidían en la cena.
- Nada, nada… que la musa me ha abandonado, que no encuentro un tema interesante para escribir una buena novela - le mentía. Luego, la abrazaba y la dejaba contenta.
Él dormía poco. Por el día, aprovechaba para pasar la mañana en la cafetería “Luna nueva”, donde frente a un café eterno y un croissant que apenas probaba, se dedicaba a leer los periódicos que prestaba el establecimiento, de esos que vienen atados a un palo para que no se los lleven los clientes. Gracias a que Paco, el dueño, tenía amistad con él desde niño porque, si no, nadie podía permitir la ocupación de una mesa durante horas con tan poco gasto.
Era a partir de media tarde cuando se encerraba en su habitación y comenzaba a escribir. Porque escribir, escribía. Y mucho, casi frenéticamente. En el mueble de la pared se amontonaban miles de hojas mecanografiadas en un orden que él sólo conocía, en lo que parecía ser una larga novela. Pasaba las horas frente al teclado , tomando café y fumando, hasta que el sueño le vencía, casi ya de amanecida. Unas pocas horas en la cama, en las que siempre tenía pesadillas, y volvía a comenzar su rutina con la visita a la “Luna nueva”.
Aquel martes, su madre escuchó el timbre a eso de las cinco. Abrió y se encontró frente a ella a un hombre canoso, entrado en kilos, de cara bonachona y tez demasiado sonrojada para cosa buena.
- Buenas tardes, ¿qué desea? – preguntó la mujer.
- Buenas tardes. Venía a ver a José Manuel. Deduzco que usted es su madre. Encantado, señora – respondió el otro, con modales educados.
- No sé si… - balbuceó ella.
- Perdone, no me he presentado. Soy Anselmo Herrarte, de la Editorial Herrarte. Hace años publicamos varios libros de su hijo.
- ¿Y qué desea?
- Hablar con él sobre un proyecto que deseamos poner en marcha. Negocios.
- Veré si quiere recibirle. Siéntese, por favor.
- Muchísimas gracias. Espero.
Al final del pasillo, Flora golpeó la puerta del cuarto de José Manuel y no espero a recibir respuesta. Entró sin más. Como siempre, lo encontró enfrascado en la escritura, bajo el monótono click click de cada letra impresa y con un cenicero rebosante de colillas a su derecha.
- Tienes visita, hijo. – le anunció, y él pareció no reaccionar, de modo que insistió - Tienes visita.
- ¿Visita? ¿yo? – se volvió hacia su madre.
- Un tal Anselmo, no sé qué. Editor de tus libros, al parecer.
- ¿Anselmo, aquí? – preguntó José Manuel al tanto que se levantaba.
- Sí, así ha dicho que se llama. Parece buena persona.
- No quiero verle – volvió a sentarse.
- ¿Cómo que no quieres verle? Dice que quiere que escribas para ellos y tú necesitas que te publiquen. Bastante disgusto me diste con no ser contable para ser escritor, así que si tú quisiste serlo, ahora tienes que publicar.
José Manuel se sorprendió de la actitud decidida de su madre. Pensaba que con carantoñas y mentirijillas la tenía engañada, pero era evidente que no.
- No sé qué decirle.
- Aún no sabes qué quiere pedirte. Venga, sal y habla con él.
Sumiso, se levantó y mientras su madre le arreglaba el cuello de la camisa, se dirigió al salón.
- Yo te espero en la cocina, para que estéis tranquilos- dijo ella.
Un rato más tarde, escuchó voces y un portazo. Se apresuró a la sala y vio que José Manuel daba vueltas sin ton ni son, visiblemente enojado. Por la ventana, vio al señor Herrarte entrar en su coche con cara de malhumor.
- ¿Qué ha pasado? - preguntó ella.
José Manuel se dejó caer en el sillón y lloró. Lloró como su madre no le había visto hacerlo ni de niño. Se sentó junto a él y le abrazó. Él, apoyó su cabeza en el hombro de ella y continuó sollozando. Flora supo que no era el momento de preguntar, sino de consolar. Pero también supo que había acabado el tiempo de fingir y de averiguar qué le ocurría a su hijo.
Dejó pasar un mes. José Manuel había recobrado la rutina y parecía calmado. Había tenido unos días muy malos tras la visita del editor pero, luego, todo había regresado a la normalidad. De Herrarte no sabía nada. Era una tarde tranquila y habían cenado pescado al horno y un postre de chocolate. Se lo preguntó de sopetón:
- Hijo, dime qué te pasa. Ya no aguanto más. No soy boba aunque tú creas que sí. Dime qué te está sucediendo. Son años ya. – le dijo mirándole muy fijamente a los ojos y tomando su mano entre las suyas.
José Manuel no se esperaba aquello y no reaccionó. Se quedó callado, esperando que el tiempo borrara la pregunta, que su madre se olvidara de todo, que llegase un aire que arrastrara el momento tan incómodo.
- No vamos a dormir hasta que me lo cuentes.
- No hay nada que contar. Estoy bien- repuso él.
- Y una mierda, José Ramón – él la vio determinada a saber la verdad, algo inusual en Flora, es más, en cualquier anciana de la edad de su madre.
- Sólo que me ha abandonado la inspiración.
Escribes más que nunca, más que nunca. ¿Crees que no veo cómo lo haces? ¿Crees que se me ha olvidado leer? Tengo el hígado fastidiado y el corazón cualquier día me falla, pero la cabeza, gracias a Dios, la tengo bien. Que no es poco, mira cómo están todas mis amigas. Así que aquí vamos a estar hasta que me lo cuentes.
Pasó una hora hasta que él se decidió a contárselo. Flora no se movió de allí, pegada a él, agarrándole la mano todo el tiempo y mirándole, sin decir nada con los labios pero hablándole con el tacto, y la vista y el afecto.
- Estoy amenazado – dijo, por fin, con voz muy queda, el escritor.
- ¿Amenazado? – ella alzó la voz, alarmada.
- Sí.
- ¿Por quién? ¿Por ese Herrarte? ¡Será hijo de mala madre! – la mujer se levantó y comenzó a dar vueltas.
- No, no, no…. Qué va… Herrarte es un bonachón y le debo mucho. No sé cómo me aguanta todavía.
- Entonces, ¿quién?
- Por un personaje.
Flora se sentó, desconcertada. Quizá sí le pesaban los años, quizá sí tenía su mente cansada aunque ella pensara que estaba estupendamente. No le entendía.
- ¿Un personaje ¿ ¿Qué quieres decir?
- Un personaje de mi última novela.
Ella le abrazó, sin entenderle, y él supo que le debía una explicación, contarle por lo que llevaba pasando ya muchos años.
- ¿De verdad quieres que te lo explique?
- Para eso estamos. No voy a morirme sin saber qué le pasa a mi hijo, ¿no?
Pasaron unos minutos. Afuera, había comenzado a llover. Un ligero sirimiri que hacía que los automóviles crearan una especie de suave silbido en sus recorridos por la calle.
- Ya sabes que Herrarte me publicó cuatro novelas hace más de diez años. No es que fueran el éxito del año pero se vendieron bien e, incluso, de una se lanzó una segunda edición.
- Me acuerdo. Me sentí muy orgullosa de tu éxito – apretó su mano aún más.
- Creo que había cumplido los cuarenta y uno cuando Herrarte me propuso escribir una quinta novela. Por aquel entonces, estaba de moda la novela negra, ya sabes, esas historias de maleantes y policías, así que decidimos que escribiría una de un policía de barrio que se ve envuelto en ciertos casos de corrupción industrial. Un par de asesinatos para comenzar y, luego, a descubrir quién es el asesino.
- ¿Como Agatha Christie? – preguntó ella.
- Más o menos. El caso es que comencé con la novela y no iba mal. Creé un caso en que una empresa robaba una patente de otra y, para cubrir el robo, ordenaba un par de asesinatos de directivos. Ahí es donde entraba el comisario Briscos, que había imaginado para la ocasión.
- Qué triste todo- dijo la madre.- Tendrías que escribir de cosas alegres.
- Sigo. Llevaba ya escritos varios capítulos y llegó un momento en que la historia me pedía matar a uno de los malos, un director de la empresa infractora. Así, podía liar más la manta, hacer que el lector se sorprendiera y tener tema para doscientas páginas más. Ya sabes que una novela tiene que ser gorda.
- Claro, para pagar veinte euros, la cosa va a peso.
- Esta es mi madre – José Manuel, sonrió. Él no lo hubiera expresado mejor.- Así, que pensado y escrito. Lo recuerdo bien. Era una noche de invierno, nevaba fuera y tú ya estabas acostada. Había descrito en dos o tres páginas el escenario, un callejón oscuro cerca del puerto, una farola solitaria, unos camiones llenos de pertrechos para descargar y una taberna muy a lo lejos. Onésimo, que así se llamaba el directivo de mi invención, se había citado con su cómplice en la taberna y caminaba a lo largo de la solitaria calle. Era el momento de cargármelo, de que apareciera el asesino y le pegara los dos tiros.
- Qué lúgubre eres, hijo. Nunca me gustaron las películas de muertos. Bueno, las del oeste, sí, aunque también mataban a muchos. Pero era otra cosa, cara a cara, con “Gari Cúper” tan majo… tu padre le tenía celos…
- Entonces, de repente, se abrió la ventana. Pensé que era una corriente de aire y me levanté a cerrarla pero me costó mucho, extrañamente porque no hacía viento y los copos de nieve caían lentos y verticales. Al fin, lo logré, pero me quedé muerto de miedo cuando, al voltearme, vi una figura frente a mí. Cómo había entrado, no lo sé. Quién era, no lo sabía. Qué quería, menos.
- Déjate de cuentos, hijo. Estamos hablando en serio – protestó Flora.
- Hablo en serio. Sé que es difícil de creer, que pensaras que estoy loco pero te cuento la verdad, al menos lo que yo creí ver. Déjame seguir.
- Me asustas, hijo- se le ensombreció el rostro pero le dejó continuar.
- ¿Quién es usted? , grité al espectro – que no parecía fantasma alguno, al contrario estaba bien alimentado y bien vestido-, y él me contestó, con educación, que su nombre era Onésimo Sánchez, o sea justo el nombre que yo había dado a mi personaje. Pensé por un instante que era una broma pero el tipo se sentó al tiempo que sacaba un revólver del bolsillo de su abrigo. Mi miedo, como podrás imaginarte, era inmenso.
- Estás bromeando, ¿verdad hijo?
- En absoluto. Me hizo sentar y, con calma y sin alzar la voz en ningún momento, me explicó que era él, el personaje creado por mí, que aunque los escritores no lo sepamos, todos los personajes toman vida en una realidad paralela, en un mundo al costado del nuestro, que todo ser imaginado vive de algún modo.
- Deja de decir tonterías. No me tomes el pelo – Flora veía delirar a su hijo.
- ¿Ves por qué no te lo he contado antes? Sabía que me tomarías por loco. Y quizá lo esté, no lo sé. Pero juro que le vi y hablé con él. Déjame seguir. Me dijo que, como cualquier otro personaje, él también vivía y que, sabiendo de mi interés en asesinarlo aquella misma noche en mi novela, había traspasado las fronteras entre nuestros mundos para impedírmelo. Sí, me indicó, la gran mayoría de los caracteres se acomodan a lo que el escritor indique, a lo que decida sobre sus vidas y haciendas. Pero no todos. Y él era uno de los rebeldes. Al fin y al cabo, me miró con soberbia, la culpa era mía porque era yo, y solamente yo, quién le había creado con esa fuerza de voluntad y esa determinación por ganar y sobrevivir, con esa avaricia desmedida que ahora provocaba que en absoluto estuviera dispuesto a ser asesinado en un callejón del puerto. Por el contrario, quería seguir viviendo y enriqueciéndose, de modo que me conminaba a seguir escribiendo la novela ininterrumpidamente, convirtiéndole a él en el protagonista principal, haciendo que sus empresas fuesen cada vez más poderosas y previendo una segunda saga donde él acabaría siendo presidente del país.
- Creo que debemos visitar a un médico, cariño – ella lo abrazó como si aún fuera un chico pequeño.
- Ya lo hice, ya lo hice. Varias veces. Estoy perfectamente y los escáneres cerebrales muestran que no tengo daño alguno. Los psiquiatras no se explican lo que ellos llaman alucinaciones porque yo, tras tantos años, créeme, he llegado a convencerme de que existen los mundos paralelos, que Onésimo es real y que ese monstruo que yo he engendrado es invencible.
- Pues mátalo. Ponte ahora mismo a la máquina y haz que le peguen un tiro. Si tú lo creas, tú lo descreas.
- Él ya había pensado en eso. Aquella noche, me explicó, me amenazó más bien, que en caso de no seguir sus instrucciones una fatalidad horrible me sucedería. Me reí, me mostré incrédulo de que un fantasma pudiera hacerme daño pero un par de disparos de su revólver contra la lámpara, que se quebró en mil pedazos, me demostraron que de algún modo los mundos pueden interactuar entre sí. Me aseguró que era consciente de que podría matarle en cualquier página y para que esto no sucediera había pagado a otro personaje de una novela de un escritor al que yo jamás conocería, que habitaba en otro lejano país, para que si a él le pasaba algo, es decir si yo hacía que le sucediera cualquier desgracia, vendría a cobrarse su venganza.
- ¡Ay, hijo!
- Así que, tras dudas y visitas a neurólogos, tras nuevas visitas de Onésimo y sufrir pequeños accidentes anunciados por él que se cumplían puntualmente, decidí doblegarme. Claro, no podía contar esto a mi editor, me tomaría por loco. Menos aún a ti. Tampoco podía publicar la nueva historia con ese malnacido, porque lo es aunque sea yo soy quién le he dado a luz, con ese desalmado. Así que llevo años escribiendo páginas y páginas que almaceno en el armario, dando largas y escondiéndome de Herrarte, perdiendo todas mis amistades y haciéndote la vida imposible a ti que eres lo que más quiero. Mientras, Onésimo, en el texto, es cada vez más poderoso y adinerado. Todo le sale bien. No puedo escribir lo contrario porque me visita periódicamente para asegurarse que mi espanto permanece intacto.
- Yo sí que te quiero a ti- le besó- Pero lo que me cuentas no es verdad, José Manuel. Estaré vieja, pero no chocha. Son fabulaciones, desvaríos. – evitó pronunciar la palabra locuras. - No sé, quizá debido a la tensión, a querer escribir una buena novela. Iremos al médico, ¿de acuerdo?
- ¡Que no!, ¡Que ya he ido muchas veces! ¡Que lo que te cuento es verdad! – se alteró mucho, se levantó y golpeó con fuerza la pared- ¿Ves? Tú tampoco me crees, tú tampoco.
Flora supo que era el momento de darle un respiro. Fue a la cocina y preparó dos tés. Los bebieron frente a frente, sonriéndose, sin volver a hablar. Al menos, sabía lo que le atormentaba a su hijo del alma. No tenía la menor idea de cómo ayudarle. Si no fuera tan vieja, pensaba, tendría más recursos. Preguntaría en el Centro de Día si alguien conocía a un buen psicólogo o quizá a la doctora Cabrera, su médico de cabecera, con la que mantenía una buena amistad. Le ayudaría, ayudaría a José Manuel, pero no sería ni fácil no rápido.
No pudo hacerlo. Seis meses después, el corazón de Flora llegó a su último latido. Fue rápido. Un dolor en el pecho, una ambulancia y unas pocas horas en la UCI. José Manuel estuvo a su lado y se despidió de ella con todo el amor de su corazón. Recordaba las últimas palabras de su madre.
- Cuídate, hijo. Cárgate a ese cabrón. – le había dicho justo antes de expirar.
Aquella frase había resonado en la mente de José Manuel durante dos días en los que no había dormido ni había comido. Era imposible que Flora supiera nada pero la intuición de una madre es poderosa. Si había mundos paralelos y personajes odiosos, por qué descartar que ella lo supiera sin saberlo, intuitivamente.
Llegó a casa y puso música de jazz en el estéreo. Dejó la puerta abierta en su habitación y con parsimonia introdujo la hoja en la máquina de escribir. Sonreía. Sonreía con satisfacción, con enorme satisfacción.
- Se acabó lo que se daba, cabrón – murmuró para sí.
Fue en ese instante cuando se le apareció el personaje, como si fuera consciente de lo que iba a ocurrir.
- No lo hagas – dijo. Pero, ahora, en absoluto era el tipo orgulloso, poderoso y engreído del que José Manuel hubiera hablado a su madre. No era el vencedor que describían los textos de la novela nunca acabada.
- Sabes que sí lo haré – José Manuel era ahora el hombre que retaba, el fuerte. Y se reía.
- Sólo buscaba sobrevivir, sólo eso. Como todos – gimoteó Onésimo.
- Mala suerte, imbécil – respondió José Manuel sin ninguna compasión - , qué lástima que exista esa ley que dice que los personajes no pueden hacer mal a su escritor porque entonces no los hubiera creado, porque si me matases no podría haberte creado y tendríamos una paradoja en el tiempo, ¿no te parece?
- Pero sabes que era un farol, que yo nunca hubiera tocado un pelo de tu madre. Sólo quería asustarte. - el personaje sudaba copiosamente.
- Tan farol como lo que yo voy a escribir ahora mismo. Púdrete.
Lo hizo rápido. Un par de párrafos para decorar la ambientación; el final de un callejón oscuro que daba a la dársena, para recordar dónde había comenzado todo; breve glosa del tipo contratado para hacer el trabajo; y un par de disparos en el corazón, certeros y con silenciador. Onésimo caía muerto y su asesino - su justiciero, pensó José Manuel-, lo empujó a patadas al borde del malecón. Cayó a plomo, y se hundió en dos palabras.
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