El Glasgow Bar se encontraba justo a medio camino entre la oficina y su casa. Se trataba de un local propio de solitarios, de gentes que querían emborracharse sin meterse con nadie más que con sí mismos, o de personas que, como él, deseaban retrasar cada día el retorno a su hogar, a un hogar que no lo sentían como tal.
Aunque disponía de una agradable terraza junto a los alisos que asomaban por los alcorques, la mayoría de los clientes preferían la intimidad de su interior, decorado con un estilo irlandés y trasnochado, las copas colgando boca debajo de un raíl que corría a lo largo de la barra, un abigarrado mostrador de madera decorado con textos celtas, unas cuantas sillas altas de escay, diez o doce mesas uniformemente distribuidas por la planta cuadrada del local, un par de percheros decimonónicos y una gran máquina de vinilos. Las paredes estaban llenas de fotos antiguas, todas en blanco y negro. La luz, amarilla, algo tenue, se convertía en cómplice de todos los que no deseaban llamar la atención.
Otra tarde más, como había hecho en los últimos dos años, Ricardo entró en el Glasgow y se sentó en una de las sillas altas junto a la barra. Saludó con un guiño al camarero y le pidió lo de siempre, una copa de brandy. El licor le daba para permanecer una hora mientras acumulaba el valor que cada día precisaba para entrar en una casa en donde no quería estar y de donde salía a la mañana siguiente sin la necesaria ración de cariños y caricias que todos necesitamos.
Utilizaba lo que daba de sí la copa ancha de Duque de Alba en mirar distraídamente a sus colegas de desahogo. Casi nunca hablaban entre ellos, si no era para disculparse o pedir paso. Entrometerse en las nostalgias solitarias y ajenas hubiera sido considerado de muy mal gusto en aquel establecimiento. En las pocas veces en que entraban un grupo de amigos o alguna pareja, todos los parroquianos se encargaban de mostrarles que no eran bienvenidos bien fuera con miradas de mala leche cada vez que una voz sonaba más alta que un susurro, o bien aumentando el volumen de la jukebox Crosley Rocket.
La Crosley era una pieza de museo, con un sonido ruidoso y una colección de discos nunca actualizada, pero absolutamente inseparable del ambiente del Glasgow. Funcionaba casi sin parar. Como si de un ritual se tratara, los clientes se acercaban a ella, con cierta reverencia, dedicaban un minuto a seleccionar la canción, depositaban la moneda y observaban con admiración cómo se ponía en marcha el mecanismo de bielas y manivelas que sacaba el disco de su ranura, lo hacía girar en un arabesco extraño bajo la cubierta de plexiglás y lo colocaba justo debajo de la aguja del giradiscos. Nadie protestaba nunca por la elección. Todos escuchaban la música de los otros con un respeto que provenía de la conciencia de que no eran simples canciones sino el recuerdo de momentos que todos aquellos perdedores valoraban más que nada.
Se fijó en ella el primer día que entró al bar. Era elegante, entre cincuenta y cincuenta y cinco bien llevados, vestía un pantalón gris con la raya muy marcada, zapatos abiertos de medio tacón que dejaban a la vista unos pies deliciosos, una chaqueta jaspeada y un pañuelo alrededor del cuello. Se sentó en una mesa no lejos del ventanal principal, pidió un capuccino y un licor de hierbas, abrió un libro y no levantó la mirada de él durante la más de media hora que permaneció en el local. Uno nunca sabe qué le hace sentirse atraído por alguien pero lo cierto es que aquella noche le vino a la cabeza el recuerdo de la mujer y que, al día siguiente, en el trabajo, se preguntó si habría sido una visita casual o no.
Supo que sería una cliente habitual por la tarde. Ella entró a la misma hora, ocupó una mesa, pidió la misma consumición y continuó con el libro que parecía sesudo. Ricardo se pasó la hora de su brandy mirándola de reojo. No era un asunto sexual aunque la mujer fuese atractiva. Sobre todo, era curiosidad. ¿Por qué estaría allá? ¿No tenía a nadie? ¿O, como él, no quería estar en otro lugar? ¿Por qué había aparecido de pronto? ¿Qué coño leía con tanto interés? ¿Estaría mirándole a él, o a otro, de reojo como él mismo hacía?
Era consciente que lo que más le atraía era el proceso de explorar, de intuir, de hacer cábalas. Como casi siempre, lo desconocido, lo inexplorado, es mejor que lo conocido.
Dejó pasar un mes hasta que supo que la persistencia de aquella mujer- que para entonces ya había cambiado varias veces de atuendo, de libro y de zapatos, pero no de consumición ni horario- en su memoria comenzaba a ser más intensa de lo que correspondía a una simple colega del alcohol. Y, como siempre ocurre en estas ocasiones, comenzó a divagar y enredarse sobre cómo podría ser el futuro, a caer en el cuento de la lechera y a ilusionarse con algo que no existía.
Pasaron por sus manos otras treinta copas de Duque de Alba hasta que se acercó a la Crosley Rocket decidido a saber más. Dedicó un par de minutos a leer los títulos disponibles y, por fin, depositó los dos euros. Se escuchó la voz rota de Rod Stewart y confío en que ella podría comprender la letra en inglés.
When I need you
I just close my eyes and I'm with you
And all that I so want to give you
It's only a heart beat away
Supo que sí, que la mujer entendía el inglés, porque le vio levantar la vista, dejarla suspendida por unos segundos en la máquina de los discos y volver a centrarse en la lectura. En esos breves instantes, pudo observar sus ojos que le parecieron especialmente hermosos, cierta melancolía en su expresión, una pequeña mueca de sonrisa en sus labios - finos y pintados de borgoña- que le hicieron pensar que la canción le recordaba algo bello. Probablemente no se había ni fijado en él, pero la semilla estaba plantada. Y aquella noche volvió a despertarse y a construir castillos en el aire.
No fue un plan premeditado ni una estrategia de asalto calculada. Simplemente, tuvo ganas de escuchar la canción cada día en la Crosley. Algunos días, al inicio, ella pareció indiferente. Pero, a las dos o tres semanas, ella ya no sólo levantaba la vista sino que la fijaba en él. Y él se la mantenía. Y ambos, desconocidos el uno para el otro, jugaban a fingir. Hubiera sido desconsiderado abordarla directamente. Esas cosas no ocurrían en el Glasgow.
No lo había previsto por lo que se quedó atónito e inmóvil cuando una tarde fue ella la que se levantó. Dejó el libro sobre la mesa con un movimiento lento y caminó hacia la máquina. Como él había hecho semanas antes, dedicó varios minutos a leer los títulos y por fin depositó las monedas. La música no era la que la concurrencia esperaba, nada de baladas lentas. Era mucho más rítmica, casi un rap, y algunos parecieron molestarse. Tras unos segundos de asombro, Ricardo escuchó:
It's a pity, you already have a wife
And me done have a man inna mi life
Rude boy, it is a pity
I say, it is a pity, you already have yuh wife
And me have a one man inna mi life
Rude boy, it is a pity
Pidió otro brandy y alargó su presencia en el bar hasta que ella, sin mirarle, salió. Haciéndose el despistado, se acercó a la jukebox como si fuera a echar más monedas. El disco que ella había elegido estaba todavía entre las garras del manipulador. La cantante era Tanya Stephens. Jamás había escuchado nada de ella. Pagó, y se dirigió a su casa.
Conectó el ordenador y buscó en Google.
It's a pity, you already have a wife
and me done have a man inna mi life
Rude boy, it is a pity
I say, it is a pity, you already have yuh wife
And me have a one man inna mi life
Rude boy, it is a pity
I woulda like one of these mornings to wake up and find
Your face on a pillow lying right next to mine
I woulda cut out the partying and the smoking and the rum
And buss a extra wine and make we seal up a son
Well, every time mi fantasize, me see your lips, me see your eyes
Your trigger finger do something a lef the rude girl hypnotized
For you it's just a thing, just another little fling
But for me this is Heaven and the angel them a sing
It's a pity, you already have a wife
And me done have a man inna mi life
Rude boy, it's such a pity, yo
I say, it is such a pity, you already have yuh wife
And me have a one man inna mi life
Rude boy, it is a pity
Demasiado argot para entenderlo bien, la melodía y el ritmo no eran de su estilo, pero leyó la letra muchas veces.
¿Cómo lo sabía? ¿Cómo había podido saberlo si jamás habían hablado? Bueno, pensó, no había que ser muy listo para saber qué tipo de vidas tenían los asiduos al Glasgow. Dios los cría y ellos se juntan.
Al día siguiente, él volvió a elegir a Rod Stewart y, cuando ella levantó la vista, se atrevió a mover el vaso de brandy y sonreír en señal de saludo y entendimiento. Ella le devolvió el gesto con el vasito de licor.
Fue suficiente para que se entendieran. Nunca llegaron a hablarse ni falta que les hizo, pero siguieron acudiendo cada tarde al Glasgow para soñar con lo imposible durante muchos años.