Comenzó a escribir de adolescente, en parte por el influjo
del hermano Efrén, el salesiano que en clase de literatura de sexto les pedía
una redacción cada viernes y, en parte, porque comprobó que sus cuentos y sus
ripios tenían cierta influencia en Nuria, quince años, alumna del María de la
Asunción, al otro lado del barrio. Ahora, ya de viejo, pensaba que la hubiera
amado siempre si es que ella, finalmente, no hubiera preferido tontear con un
imbécil, jugador del equipo de balonmano del colegio qué tenía gran éxito entre las
jovencitas. El caso es que se lio con el otro chicho y a él le quedó la afición
a las letras, en parte por rutina, en parte como despecho pues no fueron pocas
las cuartillas que llenó despotricando contra su perdido amor.
La vida le dio un trabajo que le permitió costearse casa,
coche, vacaciones, muchas cajetillas de tabaco, algún que otro brandy, y unos
cuantos vicios, pero no le fueron concedidos ni esposa ni hijos, algo que le
atormentó bastantes años hasta que, cumplidos ya los cincuenta, simplemente se
olvidó de ello.
A ratos libres había continuado escribiendo toda su vida. Decenas
de relatos, cuatro novelas y dos poemarios que revisaba una y otra vez. Fueron
muchas las veces que intentó publicar cualquiera de sus trabajos y, aparte de
un premio literario de un pequeño pueblo de Castellón dotado con 400 pesetas de
premio, nunca consiguió que su literatura viera la luz. Si de algo podía
vanagloriarse, no obstante, era de su perseverancia. Tras tantos fracasos, cualquier
otro hubiese concluido que o bien no tenía suerte o bien sus escritos no poseían
la calidad suficiente para merecer la atención de una editorial. Él no, él se
había mantenido optimista y enviaba una y otra vez, siempre en muy bien embaladas
carpetas, sus manuscritos a los editores obteniendo, en el mejor de los casos,
una carta de agradecimiento o una políticamente correcta negativa.
Fue el diez de agosto, lo recordaba bien, cuando notó por
primera vez aquel extraño evento. Fiel a su vida, pensó en enviar el original
de su novela “Las dudas del pulpo” (una historia sobre un misógino, experto en
inventar razones que justificaban su escasa empatía social) a una nueva
editorial, “Serrano Hermanos Pub.” de la que no había oído hablar con
anterioridad. Como siempre que lo intentaba, comenzó a releer el texto. Siempre
corregía algún detalle, modificaba alguna frase o adecuaba un párrafo al habla
actual porque con el paso de los años algunas expresiones sonaban en desuso. Hacia
la décima página, donde los diálogos entre dos de los protagonistas comenzaban,
se sobresaltó. Faltaba una línea de cada dos como media, había espacios en
blanco, como si alguien hubiera borrado frases. Tras el sobresalto inicial se
percató de que lo que había desaparecido era el diálogo de uno de los personajes,
en concreto el de Adela. Voló sobre el resto de páginas y en todas las partes
sucedía lo mismo. Adela había desaparecido. Intentó recordar si, en algún
anterior intento de publicación, había comenzado a borrar ese diálogo para sustituirlo
por otro más imaginativo pero se convenció de que nunca había hecho eso y,
además, los espacios estaban pulcramente en blanco, sin borrones ni marcas,
como si nunca hubiesen sido escritos. Pensó, como única solución posible, en un
boicot o una broma pesada pero en aquel apartamento entraban sólo él y la
señora Eugenia, la asistenta que le limpiaba el piso dos días por semana y que,
amén de estar fuera de toda sospecha, no sería capaz siquiera de imaginar este
tipo de chanzas. Era extraño, muy extraño, y lo peor era que no recordaba los diálogos
de Adela. No tenía copias guardadas. Si quería rehacer la novela debería llamar
a alguna de las editoriales y rogarles que le reenviaran la prueba pero
estaba convencido que sería improbable conseguirlo porque destruían
sistemáticamente el material no seleccionado. A medio camino entre el temor y
la rabia, aquella noche apenas durmió.
Durante las semanas siguientes, con paciencia, fue
reescribiendo nuevos diálogos. Sin duda, eran distintos a los originales que apenas
recordaba pero valiéndose de contexto y de las respuestas o preguntas de los
otros personajes, llegó a escribir algo que le pareció aceptable.
Pasadas las navidades, su corazón dio un vuelco. Casi por
casualidad, volvió a tomar la novela y comprobó estupefacto que el diálogo de
Adela había vuelto a desaparecer. Presa del nerviosismo y de la incertidumbre,
tomó de los cajones las otras novelas y los cuentos. En la mayoría de ellos
faltaban diálogos. No era sólo Adela en “Las dudas del pulpo”. Faltaban también
los de Manuel en “Sobre la ciudad que habito”; Rufino y Engracia en “Cuando
fuimos emigrantes” (y hay que decir que en este caso, la ruina era total porque
el diálogo de ambos protagonistas representaba más del sesenta por ciento del
texto); John Gardson en “El rastro de sangre que no existió”, el
thriller del que tan orgulloso estaba, así como los de
muchos caracteres en varios de sus relatos.
Dejó caer el pitillo que llevaba entre sus manos temblorosas
y, al ver que comenzaba a ennegrecer la alfombra, lo apagó con su pie. Aquello
no podía estar ocurriendo. No era él hombre dado a creer en fantasmas o efectos
paranormales. Allí había algún infecto ser (curiosamente, su mente enfocó el rostro
del defensa de balonmano que le había robado a Nuria; lo que son las cosas del
subconsciente) que le estaba gastando una broma o que se estaba vengando por
algo que desconocía. Pensó en llamar a la policía pero, tras unos minutos,
abandonó la idea. Podía imaginar la cara de los agentes al escuchar que un tipo
decía que sus novelas sufrían una especie de poltergeist en sus párrafos. Le tomarían
por loco de remate y, si acaso lograba interponer le denuncia, no sería
investigada. No, debía descubrir el origen de aquella farsa él mismo. Cómo, no
lo sabía. Se sentó en el sillón de la esquina, bajo la lámpara de pie y el
retrato de su bisabuelo Germán y esperó a que las ideas le llegaran, como
cuando quería escribir. Quizá un médico, un psiquiatra, debería ayudarle. -
pensó.
No fueron horas de musas benefactoras y poco se le ocurrió, pero
llegó a la conclusión de que si alguien estaba jugueteando con sus obras debía
hacerlo cuando él no estaba en casa. No parecía que borraran nada, así que
probablemente hacían una copia de sus escritos, la pasaban al ordenador y luego
la editaban para suprimir los diálogos. Sí, era una pesada encerrona de alguien,
aunque no llegaba a imaginar quién pudiera ser tan infame.
Dio comienzo a su plan el último día de enero. Como cada
día, fingió salir a pasear a la hora habitual pero, en vez de hacerlo, volvió a
entrar por el garaje. Se escondió tras el cortinón del balcón y esperó. Sabía
que debía tener paciencia y que aquellas intromisiones debían ser esporádicas.
Aquella mañana nada ocurrió pero él perseveró y repitió la acción cada mañana.
Ocho días después, medio adormilado tras las cortinas,
sintió un movimiento que no supo ubicar. Miró discretamente y no vio nada cerca
de la puerta ni de las ventanas. Escuchó con más atención y el murmullo se
repitió. Alguien hablaba. Era un hombre y aunque lo hacía en muy baja voz,
estaba seguro de que alguien había entrado en la habitación. Tuvo miedo porque
debía tratarse de un profesional que se había colado en la estancia de tan
sigilosa forma.
Afinó el oído intentando entender qué decía aunque le
parecía extraño que un delincuente se pusiera a hablar en medio de un atraco.
Quizá pedía instrucciones por teléfono a otro compinche.
-
No puedo seguir así. Me voy – atinó, por fin, a
escuchar.
En un arranque de valor que le desconcertó porque no era él
precisamente un hombre decidido, salió de detrás de su escondite y se plantó en
medio de la sala. Quedó mudo de asombro. Allí, junto al escritorio, había una
presencia, que más que ser de carne y hueso, parecía uno de esos hologramas que
salen en los cines, un tipo joven vestido a la usanza de los neoyorkinos de los
años cincuenta, sombrero a lo Sinatra y pantalones anchos con vuelta en el
dobladillo.
-
¿Quién eres? – notó que su miedo era compartido
por el ser que, también temblaba.
Pasaron unos largos segundos hasta que aquella cosa, espíritu
o muerto redivivo, contestó:
-
Lo siento. No queríamos hacerte esto. Pero,
compréndelo… tantos años.
En su mente comenzó a abrirse una idea, alocada, imposible,
estrafalaria. Aquel hombre, o cosa, o espectro, o muerto redivivo, se parecía
extraordinariamente a Hugh Anderson, el periodista que ayudaba al detective Gardson
en “El rastro de sangre que no existió”. Sí, lo recordaba bien. El mismo
sombrero, la misma expresión infantil que tan bien había logrado describir en
el capítulo sexto, el mismo traje, su mano en el bolsillo aun cuando la
situación no era para tenerla allá, su dudar pusilánime.
-
¿Anderson? – titubeó.
-
Yo mismo. – el espectro, o cosa, o muerto
redivivo, pareció tranquilizarse al ver que era reconocido.
-
¿Hugh Anderson? ¿Mi personaje?
-
Sí, yo soy. Y aprovecho para darte las gracias
por haberme creado.
Se dio la vuelta esperando que desapareciera aquella cosa, o
muerto redivivo, o espíritu, y que todo fuese un sueño. Quizá habían llenado el
ambiente con alguna sustancia alucinógena. Abrió la ventana en un reflejo
instintivo. Pero allá seguí la cosa.
-
Entiendo que estés desconcertado. Pero es que no
podemos perder más nuestra vida.
-
¿Perder vuestra vida? ¿qué vida? ¡No existes! – le
gritó más por dominar sus nervios que por ira.
-
¿Te
parece que nos sentemos?
Comenzaba a entrar en el juego, como si la cosa fuese una
persona real. Apenas ya veía la luz cenicienta que rodeaba la figura. Se sentó sin
dejar de mirar al espectro.
-
Hemos intentado que no te dieras cuenta pero han
sido tantas las deserciones que, al final, no ha podido ser. Y, no creas, lo
sentimos de veras. Al cabo, tú nos has creado y te debemos gratitud pero
también tenemos derecho a vivir nuestra vida.
-
De locos, esto es de locos- le interrumpió-. Me
estoy volviendo loco. Eso es, he comido algo mal que me afecta al
entendimiento. O, qué se yo, quizá padezco la misma enfermedad que mi abuela
materna, que acabó la pobre en un manicomio.
-
No, no estás loco. Deja que te explique- la
figura se acercó al bar, llenó una copa con brandy y se la dejó en la mesita-,
anda, bebe mientras te explico.
Aceptó sumisamente la propuesta y lo cierto es que el licor
le tranquilizó.
-
Tú has creado tus novelas, han salido de tu
cerebro y nosotros somos, digámoslo así, tus hijos. Sin ti, no seriamos. He de decirte
que todos nosotros te estamos agradecidos y que pensamos que eres un excelente
escritor a pesar de que no hayas, que no hayamos tenido suerte.
Aquellas palabras le agradaron y
le convencieron de que todo eran alucinaciones de su propia mente. Tras tantos años
de rechazo por parte de las editoriales, sólo el mismo podía pensar que era un
buen escritor.
El personaje prosiguió:
-
Sí, los escritores nos creáis a los personajes y
nosotros llegamos al mundo decididos a vivir plenamente la vida que habéis
imaginado para nosotros, sea esta cual sea. De héroe o asesino, bueno o malo,
valiente o cobarde, tanto da, deseamos ser y ejercer como nos habéis pensado.
Yo mismo, por ejemplo, anhelo ser ese periodista tímido y débil que, por el
azar del mundo, vive intensas aventuras junto al inspector Gardson.
-
Cuyos diálogos han desaparecido también- terció,
antes de beber otro sorbo de brandy.
-
Por la misma razón. Porque él estaba también deseando
vivir las aventuras que tú imaginaste.
-
Pero, ¿qué sandeces dices? ¿Cómo va a vivir un
personaje la vida? Tú estás aquí, en esta aburrida ciudad de provincias, no en
el Nueva York de los años cincuenta.
-
Y por eso me atormento. Porque yo nací para ser
neoyorkino, para detener al clan de los Hooffman, para que me hieran en el
hombro mientras ayudo a Gardson. Justo como tú lo imagínate. Justo y exactamente
así. Y, si así no puede ser, lo más parecido posible. Y si no es posible que sea parecido, cualquier historia al menos. Pero, ser.
-
Aire, necesito aire. Aquí hay opio o alguna
droga- se levantó y abrió el ventanal.
-
Los escritores no sois conscientes de ello –
prosiguió la figura- pero los personajes que creáis estamos obligados a vivir
las cuitas para las que hemos sido creados y sólo podemos hacerlo en la mente y
la imaginación de los lectores. Cada vez que alguien lee el texto, cada vez que
nos piensa, que nos ve en su cabeza, vivimos y cumplimos con nuestra tarea en
el mundo y la historia. Y, para eso, debes comprenderlo, tenemos que estar
accesibles a los lectores, estar en las bibliotecas, en las librerías, qué sé
yo, en los ordenadores de mucha gente. Tenemos que ser leídos, imperativamente,
necesariamente.
Comenzaba a caer la tarde y las
ventanas de los edificios comenzaban a pintarse con cuadraditos de luz.
Llovería, la humedad era evidente.
-
¿Pero qué nos ha ocurrido a nosotros? Nunca has
publicado. Ciertamente, no por falta de valía. Ha sido sólo mala suerte o que
no has logrado ningún enchufe en las editoriales porque en esto, como en todo, las
amistades y estar en el sitio adecuado cuentan mucho. Hemos sido pacientes,
hemos esperado durante años, encerrados en esos originales. Cada vez que nos
enviabas a un concurso o a una empresa, nos llenábamos de ilusión, de esperanza
pero, para tu desgracia y nuestro pesar, nunca acabamos de nacer, de salir al
mundo. Nos sentíamos muertos en vida, presos sin barrotes, exiliados en lo
desconocido.
Un día, uno de nosotros ya no
pudo aguantarlo más y escapó. Sería complicado explicarte los detalles técnicos
pero es posible hacerlo, los personajes podemos salirnos del libro que nos contiene, escapar
a otro texto, saltar a la imaginación de otro escritor. Porque, como tú, como
todos, necesitamos vivir. Lamentablemente, al hacerlo, desaparecemos de donde
estábamos. Al igual que sucede con los seres de carne y hueso, no podemos estar en dos
sitios a la vez. Mira Gardson, por ejemplo, ahora ejerce de inspector jefe en
la comisaria de Hollow Square, en un caso de corrupción de funcionarios. Una
novela de un tal Iñaki Otxotorena, una nueva promesa según dicen. Gardson me
asegura que él prefiere “El rastro de sangre que no existió”, más intriga, más
tensión narrativa, pero tiene que vivir, tiene que realizarse como personaje, y
menos da estar encerrado en un libro que no lee nadie.
-
No sé si estoy loco o los locos sois vosotros. –
cerró la ventana, resignado a escuchar toda aquella extravagancia.
-
O Rufino y Engracia. No pudieron emigrar en la
imaginación de tus lectores pero lo han hecho en la obra de otro escritor, un
hondureño afincado en Galicia. Han cumplido con su destino, emigrando a
Argentina en una historia de afrentas familiares y herencias mal repartidas. Y,
a pesar de que hubiesen preferido realizarse en tu “Cuando fuimos emigrantes”,
en esa Francia del sur que tan bien describías, han tenido que quedarse con lo
que la vida les ha dado tras huir de tu novela, porque ya no podían aguantar más ese quedarse
en la nada del anonimato.
-
¿Y tú? – le miró fijamente, con tristeza.
-
Me voy también. A lo desconocido. Créeme cuando
te digo que no tengo nada aún. Me han hablado de una novela de periodistas en
una guerra africana. Un papel secundario, nada semejante al protagonismo que tú
habías creado para mí, pero más vale un cameo en una novela publicada que un
papel estelar en un libro desconocido. ¿Nos entiendes? Al menos, perdónanos y
sabe que te estaremos siempre agradecidos por habernos imaginado.
Se despertó bañado en sudor. El salón estaba como de
costumbre. Se alivió, pensó que todo había sido un sueño pero al ver la copa de
brandy vacía y sus novelas abiertas sobre el escritorio, supo que había sido real.
Se levantó lentamente y observó las páginas. Había ya más zonas en blanco que
escritas.
Sonrió. Se sentía tranquilo, contento. No había conseguido
publicar pero sus personajes vivían y sentían, anhelaban y serían eternos.
Se sirvió otra copa y se acercó a la ventana. Era noche cerrada.
Vio que eran más de las tres de la madrugada y las fachadas de los edificios
estaban oscuras. Abajo, una farola amarillenta alumbraba la esquina. Una mujer le
miraba y se saludó con la mano. Por sus vestidos y su forma de hacerlo, supo
que era Adela. Le saludó y le lanzó un beso, deseándole lo mejor.
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