12/2/19

No te veo hace muchas lunas



Eras buena preparando Gin-Tonics. No sólo eligiendo los ingredientes y, sobre todo, el momento adecuado para proponer compartir uno, sino también en la liturgia de su elaboración. La toma de las copas anchas, de balón, el cómo vertías la tónica – que debía ser azul-, la ginebra y los botánicos, bayas, canela, vainilla, cardamomo, regaliz, qué se yo. Pero donde más te entretenías y mostrabas una destreza especial era en la preparación de la lima. Aunque a mí todos los frutos me parecían iguales, tú los examinabas con atención hasta decidir cuál era más apropiado y, entonces, buscabas el rayador y procedías a cortar el trocito justo, a conseguir el polvillo exacto a espolvorear. Siempre me maravilló tu maestría con las limas, ese lograr el twist grácil y similar a un rizo de cabello suave. Alguna vez me explicaste las diferencias entre las limas de Tahití y las del desierto, las duyas o las de Cantón, sin que yo pudiera entender cuarta de media.
Luego, acabado el ritual, tú lo probabas y me ofrecías un sorbo. Y sí, siempre me parecía estupendo, en su punto, más aún si lo compartía junto a ti. Recuerdo que te tumbabas en el sillón y ponías tus pies y tus piernas desnudas sobre mi regazo y yo, entre sorbo y sorbo, quizá con una película pirateada en la televisión, me dedicaba a lo que más me gustaba, acariciarte y dejar pasar el tiempo a tu lado. 
Eso fue ya hace mucho tiempo pero tu destreza con la lima no se me ha olvidado. Será tonto, ya lo sé, pero siempre tengo preparado todo para que tú puedas preparar un gin-tonic. Aunque sepa que es imposible, aunque sepa que el pasado no regresa, que quizá yo tampoco quiera que vuelva como si fuese un cartero que llama dos veces a destiempo. La tónica y la ginebra aguantan lo suyo sin perecer pero las limas me caducan cada pocas semanas, aunque las mantenga bien guardadas en el frigorífico. Primero, pierden su verdor y luego se van arrugando, achicando, como si representaran una metáfora de la esperanza de verte. Así, hasta que debo tirarlas y siento una extraña sensación de pérdida, de que no ha ocurrido eso que deseaba o no deseaba o yo qué coño sé qué quería.
Pero, siempre, voy al supermercado y recorro el pasillo de frutería buscando las limas dichosas. Las miro, me hablan de alguna manera, y acabo comprando tres o cuatro que guardo en el refrigerador, esperando que, esta vez sí, pueda aprovecharlas junto a ti.
No ocurre, claro. Y, así, transcurre el tiempo, tan anodino y repetitivo como el monótono tic-tac de un reloj de ajedrez.
A veces creo que soy un indio comanche de esos de las películas de John Ford, de esos que cuentan el tiempo por lunas. Yo, lo cuento por limas, que al fin y al cabo una letra poco cambio hace.
Hace ya muchas limas que no te veo.



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