Tras varias horas de calma, los soldados mogoles comenzaron a acercar las catapultas a los muros de Cafa. Tal era la multitud en armas que se acercaba que parecía que un Tumen completo del ejército asiático iba a participar en el asalto. Las llanuras de la península de Gotia brillaban bajo el sol intenso del mediodía. En el mar en calma, algunos barcos genoveses descargaban impedimenta y aprovisionamientos para las tropas cristianas que defendían la ciudadela. A los marinos del Ciceros les hubiera gustado desembarcar y descansar unos días en la ciudad, divertirse en sus tabernas y aliviarse con las mujeres del barrio oeste. La travesía desde Mesina, a través de las islas griegas y el mar Negro era pesada, especialmente el cruce del Bósforo, lugar siempre peligroso. Sin embargo, los capitanes no habían permitido desembarcar por el riesgo de que, en cualquier momento, la ciudad podía caer en manos mogolas. El vital flanco abierto aún al mar podía desaparecer en cualquier momento. Sólo los mercaderes podían entrar y salir de la ciudad junto a unos pocos hombres que manejaban la carga.
Mientras, los arqueros y peones de la horda mogol que se acercaban, tenían órdenes claras
− Si hemos de levantar el asedio, que vayan al infierno con nuestros muertos – había ordenado el mismísimo Kan, Jani Beg.
Una semana antes se habían presentado los primeros casos en las filas de la horda dorada. Altas calenturas, pústulas oscuras, vómitos y una muerte rápida en pocos días. Varías compañías estaban ya diezmadas y los mogoles conocían enfermedades similares, tan frecuentes en las llanuras de Asia. Deberían levantar el campo, dispersarse por las tierras y aires limpios del norte, dejando que la enfermedad se extinguiera por sí sola.
− Lanzaremos nuestros cadáveres por encima de las murallas. Esos genoveses tendrán que respirar sus pestilencias, tocarlos con sus manos, enterrarlos ellos mismos. Será cosa de poco tiempo. – dijo a sus generales.
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Francesco y su media docena de sirvientes acababan de dejar los suministros en el Duomo di Marte, donde se coordinaban las entregas, cuando comenzaron a caer cuerpos del cielo. Los defensores no pudieron sino reír. Si los bárbaros pensaban que con pobres muertos, Cafa iba a rendirse es que no conocían la bravura y valor de los ejércitos de Génova. Al principio, se limitaron a apartarlos y amontonarlos al final de la cuesta de San Pietro. Pero, como comenzaran a oler y su aspecto fuera tan horrendo, cavaron zanjas junto a los muros y, poco a poco, fueron depositando los muertos en ellas. Escaseaba la cal, así que los taparon apenas con tierra.
Francesco, hombre más acostumbrado a las delicadezas de los palacios que a las exigencias de las batallas, hizo que sus hombres aceleraran el traslado de los cofres que debía llevar de regreso a a Mesina, en Sicilia, desde donde se distribuirían a toda Italia. Aún en guerra, el puerto de Cafa no había dejado de ser punto de encuentro de los navíos que llegaban desde los Emiratos Selyúcidas y desde los vecinos Principado de Moldavia y Gran Ducado de Lituania. Las sedas y textiles turcos eran una exquisitez en Génova y las damas de la alta sociedad pagaban fortunas por alguna pieza distintiva.
− ¿Qué os ocurre, Marcelo? – preguntó Francesco al capitán, un marino espigado, avejentado por la salitre, nariz aguileña y dedos huesudos – os veo preocupado.
− Y lo estoy, lo estoy. Esto que me habéis contado de los cadáveres mogoles. Lo vi una vez en un viaje a Eritrea. Los muertos traen muerte, la enfermedad trae enfermedad, los humores malignos se expanden en cuanto caen a tierra.
− No os preocupeis, capitán. Los muertos allá han quedado, en zanjas, bien tapados de tierra. Si, como decís, los muertos contagian la muerte, esta se ha quedado en Cafa. Aquí, estamos en el medio de la mar y no conozco cadáver que sepa nadar – echó a reír con ganas mientras daba una palmada en el hombro de Marcelo.
A los tres días, sin embargo, Francesco comenzó a preguntarse si el capitán no tendría razón. Dos marineros de bajo rango habían, de pronto, comenzado a sentir fiebres, calambres, espasmos y su cuerpo se había llenado de bubones y pústulas, tos asfixiante y una sed que no se les calmaba ni con varios litros de agua. Murieron rápido y se les lanzó por la borda tras un Padrenuestro y un Credo recitados a toda prisa. Más, tres días después, aún a cierta distancia del canal que desemboca en el Mediterráneo, otros tres hombres de la tripulación presentaron síntomas similares. Y, lo peor de todo, las ratas del barco, aparecían muertas entre las mercancías de la bodega. Fuera lo que fuera que aquellos mogoles habían lanzado sobre Cafa, era capaz de matar por igual a hombres y ratas.
Para cuando el Ciceros avistó Mesina, solo quedaban con salud razonable, ocho marineros, el capitán y el propio Francesco. Diecisiete yacían ya en el fondo de las aguas. Estaban todos deseando atracar, salir del barco y huir tierra adentro, dejar aquel bajel maldito que estaba preñado de enfermedad.
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Nicola Dabario, rico mercader genovés, sonrió con satisfacción cuando le avisaron que el Ciceros estaba entrando en el puerto. Esperaba con inquietud ver los tejidos y perfumes que habría traído su maestro de compras, Francesco. Aunque confiaba en él y su buen gusto en elegir las telas estaba fuera de duda, Nicola gustaba de comprobar por él mismo las novedades que llegaban a Mesina y, cómo no, verificar, una a una, las cuentas. Así, moneda a moneda, partiendo de artesano pobre en el barrio Artemisa había llegado a poseer una casa a apenas doscientas yardas del duomo de la catedral. Y – pensó −, lo había logrado a base de trabajo e intuición. Dar al cliente aquello que le sorprende, este era su lema. Había constatado que la vanidad es fuente de negocio. Un noble, una dama, un militar de alto rango, un eclesiástico, eran capaces de pagar sumas importantes por sentirse únicos. Y para proporcionar objetos únicos nada mejor que viajar a Oriente y traerlos uno mismo. Allá, no costaban gran cosa. Acá, una fortuna. Los costes del barco y la tripulación se amortizaban con suma rapidez.
Llegó al puerto justo cuando ya habían descargado todas las mercancías y Francesco estaba firmando los documentos correspondientes.
− Querido Francesco. Qué alegría verte. Veo que traes una buena cantidad de cofres. Magnífico, magnífico. Estoy deseando ver qué has encontrado esta vez. ¿Son sedas de Persia?
− He de deciros algo, señor Nicola.
− Te veo demacrado. ¿Tuvisteis tormentas durante la singladura? Estás pálido.
− He de contaros lo que nos ha ocurrido y mis temores. Mejor sería quemar ahora mismo todos estos baúles del infierno.
− Pero, ¿Qué dices, Francesco? ¿Te has vuelto loco o qué te ocurre? ¿Quemar la mercancía? Las casas más aristocráticas de Roma, Génova y Venecia están esperando estos lujos. Digo más, también en París y Barcelona.
− Dejad que os lo explique, señor. Han muerto muchos marinos.
− Calma, calma, ya me lo contarás. No es la primera vez que mueren hombres en un navío. Es su trabajo, viven de ello, de lidiar con ese riesgo. El mar es peligroso, todos los sabemos. Tienes experiencia para no quedar aturdido por estas desgracias inevitables.
− No es eso, señor.
− Espera, espera. Que recojan todo esto y lo lleven a los almacenes. Tú, ven conmigo y cuéntame lo que te provoca tamaña congoja mientras comemos carne asada y bebemos con un buen vino.
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El sirviente colocó los platos frente a ellos y llenó las copas. Hizo una reverencia y se retiró.
− Bien, ¿qué es lo que tanto te amarga? Debe ser algo importante porque tienes la piel cenicienta y pareces enfermo.
− Es probable que lo esté.
− Ya pasará, ya pasará. Venga, cuéntame.
− Verá, señor Nicola. Mientras estábamos cargando en Mesina, los mogoles continuaban el asedio.
− Sí, lo sé. Llevamos ya un año con esa desgracia que, afortunadamente, no ha afectado al comercio.
− El caso es que los bárbaros comenzaron a lanzar muertos, sus propios muertos, por encima de las murallas para que se estamparan contra los tejados o las calles de Cafa.
− Desesperados y sin municiones han de estar para cometer tamaña estupidez. Así, es seguro que ganaremos la contienda.
− Eso creímos al comienzo, pero el caso es que cuando ya estábamos de regreso, los hombres comenzaron a enfermar, uno tras otras, con síntomas similares y horribles, calenturas, asfixias, tos, vómitos y unos malolientes bubones negros que les cubrían el cuerpo. Sólo diez hemos llegado y, ya me veis, en extremos débiles y preocupados.
− Pues ve a que te vea el doctor. Te recetará alguna pócima. He oído que los vahos de amapola son excelentes para las calenturas. Gracias a Dios, yo no las cojo nunca.
− Es que… − Francesco titubeó antes de proseguir −, estoy convencido que la enfermedad ha viajado con nosotros, en las mercancías que traemos.
− ¿Qué dices? ¡Esas fiebres te están volviendo idiota!
− Los cadáveres mogoles quedaron en Cafa. El barco estaba en el medio del mar Negro y, sin embargo, enfermamos con síntomas similares a los de aquellos asiáticos que enterrábamos. De alguna manera, la enfermedad pasó de ellos a nosotros y lo único que tenemos en común son las mercancías. Pienso que los demonios que nos enferman se posaron sobre las sedas, las esencias, perfumes y joyas, y que de tales elementos pasaron a los marineros. No hay otra explicación posible.
− Una locura. Es una locura, una invención sin sustento alguno. Verdaderamente, debe visitar al galeno lo antes posible.
− Sería mejor quemar ahora todo lo que hemos traído. Esos demonios son muy poderosos. Hasta las ratas morían.
− Vamos, vamos, cálmate. Toma una copa de vino.
− No podéis vender esos tejidos, señor Nicola. El mal pasará de ellos a vuestros clientes y estos sufrirán la misma suerte que los marineros del Ciceros.
− ¡Loco, loco de remate! – Dabario se levantó enfadado. Se le había pasado el apetito. − ¡Perder decenas de miles porque te preocupa que nuestros clientes puedan constiparse!
− Es de cristianos valer por el prójimo.
− Mira, te diré una cosa – Nicola se aproximó a Francesco −, el pensar que estas mercancías son un medio del diablo para propagar malos humores es una estupidez que no voy a aceptar. Pero te diré más. Incluso si así lo fuera, no es mi problema. Mi trabajo es traer sedas y venderlas. Eso hago. Los clientes son muy suyos de lavarlas antes de utilizarlas, de aromatizarlas con jazmín, o de tenerlas dos horas al vapor antes de tejer con ellas. Ese es su problema, no el mío. Hemos corrido riesgos enormes trayendo todas estas exquisiteces en tiempo de guerra. A los demás les toca pagar. ¡Sólo faltaría que hubiéramos de preocuparnos por la salud de cada uno!
− Pero es que son muchos bienes y pueden contagiar a muchos.
− Eso es una suposición que no está basada en nada. Y, como entenderás, no voy a perder una fortuna por suposiciones.
− He visto muy de cerca la muerte, señor Nicola.
− Y te juro que la verás definitivamente sino dejas de propagar bulos, infundir miedo o fabular. ¡Mírame! – le gritó −. Te ordeno que te calles o te demandaré ante el Consejo. Una sola venta que pierda, una sola, y eres hombre muerto. ¿Entendido?
Despidió a Francesco recomendándole que fuese a la consulta del médico Clementi y bajó al almacén.
Uno a uno fue abriendo los baúles, maravillándose de la calidad de los tejidos, la suntuosidad de las sedas, los intrincados dibujos de las alfombras de Oriente, el brillo del marfil africano y la fragancia de los perfumes de Lituania. Como siempre le ocurría, sentía un escalofrío especial a medida que sus manos acariciaban todos aquellos objetos. Iba a ser un buen negocio, pensó. Dar al cliente aquello que le sorprende, es lo que sabía hacer.
Un rato más tarde, de excelente humor, se acercó a su esposa María Giulia y sus manos se le escaparon. Esta, receptiva, le invitó a acostarse temprano.
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Tres semanas después, todo estaba vendido. Los beneficios habían sido excelentes. En la subasta habían pujado compradores de Roma, de Nápoles, de Génova e, incluso, de Viena. Habían subido el precio especialmente con las joyas de Moldavia, tan hábilmente labradas en oro puro. Pronto, todas aquellas maravillas estarían siendo distribuidas en toda Europa.
Nicola se sentó satisfecho en su silla acolchada y comenzó a pensar en la próxima expedición. Dudaba entre volver a ir a Cafa o seguir hacia el sur, hacia la Arabia.
Enfrascado en sus pensamientos estaba cuando entraron María Giulia y Donatella, la hija de ambos, una bella doncella de quince años, pronto casadera.
− ¿Qué tal, queridas? – saludó Nicola.
− La niña se siente mal. Tiene calentura y tose continuamente. Incluso, yo misma tengo temblores. ¿Podrías mandar venir al médico Clementi?
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