19/2/23

El extremo norte del continente norte

 



En la larga fila de hombres que esperaban frente a la oficina del capataz jefe, la gran mayoría provenían del distrito 26, el más peligroso de Ekson. Tipos crueles, asociales, acostumbrados a disciplinas militares y al agobiante calor de la cara diurna del planeta. Miré a mi alrededor escrutando sus rostros, temiendo que alguno de ellos se percatara de que yo era una mujer.  Para aquel trabajo, duro y peligroso, sólo aceptaban varones y si llegaban a descubrir mi engaño, me apalearían sin piedad.

Me pregunté qué diablos estaba yo haciendo en aquella sinuosa línea de miserables y la respuesta me vino en forma de recuerdos tristes; memorias de la guerra que había desolado mi distrito, el 67; difusas imágenes de los campos áridos y contaminados; el ataque de los caminantes del desierto; los incendios que devoraron nuestras ciudades; los ojos de mi padre animándome a marchar cuando ya la vida se le iba por aquella herida abierta en su vientre. Había huido sin rumbo y me embarqué como polizón en el primer carguero que salió para el continente oeste, sin plan alguno que no fuera sobrevivir y alejarme de la destrucción que había acabado con mi hogar. Cuando, tras vagar varias semanas por terrenos yermos, hambrienta y sedienta, hastiada de sobrevivir gracias a la caridad y aún desorientada, vi que reclutaban trabajadores para los tendidos de climatización colgante, no me lo pensé dos veces. Necesitaba un trabajo, comer cada día, una cama donde reposar y la seguridad de un grupo. Todo eso me lo podía ofrecer la Climan-Climan, la gran y única corporación que refrigeraba o calentaba el planeta, según el hemisferio en que uno habitase.

¡Siguiente! – vociferó el supervisor. Me acerqué con la cabeza gacha, confiando en que las vendas que apretaban mis pechos para disimularlos, la suciedad en mi cara y la amplia chaqueta raída que había robado camuflaran mi auténtico género.

El individuo apenas me miró. Se le notaba cansado de pasar el día contratando infelices y sudaba copiosamente. Tomó un formulario y me preguntó:

¿Nombre?
Merkov. – contesté, mintiendo. Mi verdadero nombre era Ladia.
¿Edad? – carraspeó, y se pasó el dorso de la mano por la frente.
Veinticuatro. – procuré entonar con la voz más grave de la que fui capaz.
¿Enfermedades?
Ninguna. −repuse.
Todos decís lo mismo y luego no aguantáis ni diez jornadas. Veintiocho doblones, dos comidas y seis litros de agua al día; cama con el grupo 95, en la cara diurna, una ducha cada semana. ¡Firma! 

No era mucho. Veintiocho monedas era un sueldo de miseria, pero al menos comería, dormiría en una litera y, sobre todo, tendría más agua para mí sola que la mayoría de los habitantes del planeta. Me había tocado en suerte el peor de los hemisferios, en el que los días eran eternamente largos y el calor insoportable. Hubiese sido mejor el contrario, con largas noches estrelladas y heladas, pero no había opción a elegir. Firmé.

Sigue al dirigente de tu cuadrilla – y movió el dedo indicándome la dirección donde esperaba un hombre carnoso, ya de edad avanzada, faz llena de arrugas y manos enormes. 

Caminé hacia él y me detuve junto a los que ya estaban a su alrededor. Estaba inquieta por lo que aquella loca aventura iba a depararme, pero, a la vez, dichosa de alejarme de mi propia soledad y mis tristes memorias.

Otro enclenque de mierda, – dijo el patrón de la cuadrilla al verme– este no dura ni una semana.

Instintivamente, con la ira que me provocó su comentario, miré a sus ojos desafiándole para, dos segundos después, arrepentirme al darme cuenta que ponía en riesgo mi ardid. Por fortuna, se limitó a devolverme la mirada, girar su cabezota y escupir con fuerza hacia el otro lado. Un rato después, nos hizo entrar en nuestro cubículo.

Comed ahora, lo vais a necesitar – dijo con desgana −. Dentro de media hora, os explicamos qué vais a hacer.

Acababa de empezar a trabajar como instaladora de los sistemas colgantes de aire acondicionado que enfriaban los rascacielos de las decadentes ciudades del planeta.

--o0o--

En el colegio, habíamos estudiado que Ekson llegó a ser un astro floreciente y pacífico, con notables avances técnicos, no hacía tanto, quizá sólo unos dos mil años antes. Pero Ekson adolecía de una dolencia innata. Su periodo de rotación era de cuatro años; giraba lentamente, tan despacio que el calor en la cara que enfrentaba su estrella – Imanán −  llegaba a ser insoportable. Durante milenios, mientras Imanán permaneció en la secuencia principal, las condiciones climáticas fueron razonables pero a medida que la estrella fue deviniendo en gigante roja y aumentando de diámetro, sus capas exteriores se acercaron a Ekson, la radiación creció y la vida en el planeta se tornó inclemente, violenta y asfixiante. Días que duraban cuatro años, dos de luz abrasadora y otros dos de noche oscura como el carbón. Pronto, en unas pocas décadas, las máquinas se averiaron, los lubricantes se evaporaron, los sistemas fallaron y la energía se redujo a niveles preindustriales. Grandes áreas continentales se cubrieron de arena y los mares se salinizaron en demasía. La producción de bienes cesó en gran parte de los continentes y millones de seres quedaron encerrados en edificios enormes en los que ya no funcionaban ni los ascensores, ni las luces, ni los electrodomésticos. Poco a poco, ejércitos de tribus nómadas, bárbaras y armadas, fueron sustituyendo a los gobiernos. En algunas zonas, como en mi desaventurado distrito 67, el pillaje y los asaltos acabaron por destruirlo todo. 

La Climan-Climan había sido creación de uno de aquellos señores de la guerra que, habiéndose impuesto a sus adversarios en buena parte del planeta y controlando los únicos pozos de petróleo que quedaban en el mundo, se había propuesto blanquear su pasado dedicándose a actividades menos deshonestas. Acercándose a su vejez, escribía su propia biografía que ansiaba adornar con pretendidas buenas acciones. De tanto en cuando, otorgaba una gratificación extraordinaria a algún trabajador, entregaba una casa a alguna viuda de operario fallecido en accidente, o elevaba el salario en dos míseros doblones para volverlo a reducir unos meses después, con el único objetivo de escribir un capítulo en que se auto loaba con esas magnanimidades. Como se bromeaba entre los trabajadores, había que rezar para cruzarte con el dueño “en un buen capítulo”. El saludo “¿Cómo va el capítulo de hoy?” era muy popular entre los hombres que se cruzaban en los barracones para preguntar cómo marchaba la jornada.

En los grandes rascacielos que antes fueron orgullo de Ekson, la temperatura se elevaba de manera insoportable en los larguísimos días del planeta. Muchas de aquellas casas llegaban a tener hasta diez mil habitantes que deambulaban por las escaleras, arriba y abajo, como hileras de hormigas. Ahorrando cada uno un poco de su salario, lograban poder costear lo que se llamaba el enfriamiento, operación que solía efectuarse a la mitad del día planetario, es decir cuando el edificio se había ya calentado durante todo un año. Con el enfriamiento se alcanzaba a sobrevivir hasta la noche de Ekson, un año después. 

La Climan-Climan había construido unas enormes bombas de calor volantes que colgaban de no menos de cuarenta globos dirigibles por unidad. Cada dispositivo ocupaba un volumen de unos quinientos metros cúbicos y, en su interior, se disponían seis grandes condensadores de gas refrigerante, otros tantos evaporadores, doce ruidosos compresores de émbolos que consumían una cuantiosa cantidad de keroseno y circuitos especiales con válvulas de expansión que precisaban de diez hombres para hacer girar sus manivelas de activación. En la lejanía, aquel artefacto parecía una nave espacial que hubiera llegado de más allá de las estrellas. Mirado de cerca era una aglomeración de mecanismos mal ajustados y oxidados que sólo funcionaba por el esfuerzo denodado de sus operarios.

Una vez situado el enorme dispositivo sobre el rascacielos a enfriar, a una distancia de unos treinta metros sobre él, decenas de hombres se descolgaban desde los dirigibles arrastrando los tubos – de hasta dos metros de diámetro – que conducían el aire frío hacia su destino. Haciendo rápel sobre cuerdas y batallando con la inercia de las tuberías, las encajaban en los ventanales más altos y subían rápidamente antes de que los refrigeradores enviaran su ráfaga de aire congelado, a unos ciento veinte grados por debajo del cero. Era necesario estar de regreso en las carlingas superiores antes de comenzar el proceso porque, de otro modo, al contacto del aire frío con la caliente atmósfera, se formaban gigantescas turbulencias que agitaban las cuerdas como si fueran pavesas llevadas por el aire y los braceros se accidentaban. Tras unas horas de hacer circular este aire acondicionado a través del edificio, los hombres volvían a descolgarse, soltaban los tubos, los izaban con enorme esfuerzo y marchaban al próximo encargo. Un negocio muy próspero para la empresa, aun cuando en cada una de aquellas operaciones resultara herido, y a veces muerto, algún trabajador, bien por ser golpeado por los tubos, quedar congelado instantáneamente o soltarse de las sogas. Sólo alguno que otro era gratificado si coincidía con que el propietario deseaba endulzar su biografía, si era un día de “buen capítulo”. La mayoría eran despedidos por no poder trabajar debido a sus heridas.

Merkov, te apuesto dos doblones a que llego antes que tú – dijo Belter al tiempo que me guiñaba un ojo. Treinta y siete cuerpos colgaban de otras tantas cuerdas en una imagen que se asemejaba a la lluvia cayendo desde las nubes.
Dalos por perdidos – contesté.

Sonó la sirena avisando que iba a procederse a la descarga de aire helado. Teníamos tres minutos para trepar hasta las carlingas intermedias y ponernos a salvo. Por mi tamaño menudo y mi agilidad – no podían imaginar la auténtica razón por la que mi cuerpo era más grácil que la del resto de los hombres – se me daba bien moverme por las cuerdas. Era un trabajo peligroso, pero me gustaba la emoción de cada descenso y me sentía viva, tan viva como jamás había estado antes.

Mierda, Merkov. Me ganas siempre – protestó Belter al llegar arriba−. No me extraña. Con lo delgaducho que estás no tienes que cargar con tu peso cuerda arriba.
Las excusas del perdedor – reí con ganas y le miré con afecto. Abajo, había comenzado la descarga y los pisos superiores, abandonados de vecinos, se cubrían de hielo. Teníamos un par de horas para relajarnos y charlar.

--o0o--

Desde que ambos comenzáramos a trabajar en el grupo 95, nos habíamos convertido en inseparables, quizá porque éramos los únicos que compartíamos edad e intereses. El resto eran hombres maduros, de vuelta de todo, amargados, poco dados a charlar y entregados a la bebida del jorki, un alcohol duro y áspero que se extraía de la maleza.  Nosotros, no. Preferíamos jugar al ajedrez, compartir bromas, hacer apuestas sobre nuestras destrezas, leer novelas de aventuras antiguas y cantar canciones con voces desafinadas pero voluntariosas. Él no parecía sospechar que yo era una mujer, aun cuando me hacía comentarios que alguna vez llegaron a preocuparme.

¿Es que a ti no te crece la barba, Merkov? Joder, pareces una nenaza. Cualquier día, vas a tener un problema con algún bestia de nuestro cubículo. 

 Al principio, se trató sólo de compañerismo, de la amistad natural entre dos jóvenes que no tienen a nadie más, pero pronto comenzamos a compartir nostalgias y sueños. Entre enfriamiento y enfriamiento llegamos a tejer una amistad profunda, una hermandad impropia de aquellos años bárbaros. 

En una ocasión nos dieron cuatro días de permiso. Solía ocurrir cuando los refrigeradores volantes necesitaban mantenimiento. Belter llegó pleno de entusiasmo.

¡No lo vas a creer! – me dijo envuelto en una sonrisa que me hizo enternecer – Me han prestado una Donguer, cien kilovatios. ¡Venga, vamos a la noche!
Eso está lejísimos. 
No tanto. He estudiado el mapa. No estamos lejos del poniente. Podemos llegar en 4 horas. ¡Vamos!¡Vamos! ¡Hace tanto tiempo que no vemos la noche, Merkov! ¡Hace tanto!

Yo había perdido el sentido del tiempo. Los dirigibles nos llevaban de aquí para allá, siempre por el lado diurno de Ekson que era donde se precisaban los enfriamientos. Los climatizadores volantes que calentaban el hemisferio oscuro eran iguales a los nuestros, invirtiendo sólo el ciclo térmico. Los hubiésemos manejado con similar destreza, pero la Compañía nunca intercambiaba operarios entre unas instalaciones y otras, de modo que la noche era para mí un capricho lejano. La oferta era, pues, tentadora. Observar el cielo negro, las estrellas. Ya apenas las recordaba. Titilaban hermosas en el distrito 67, antes de que la guerra lo arrasara todo.

¡Vamos! – dije, y mi rostro se pintó de la misma ilusión que a él le imbuía.

Una Donguer era un vehículo de tres ruedas que alcanzaba los cien kilómetros por hora. Consumía keroseno y nos habían dejado dos bidones, suficientes para ir y regresar. Miré el mapa y, como Belter había afirmado, nuestro deambular por el planeta nos había colocado próximos a la cara oscura, a pocos cientos de kilómetros del terminador. Tomamos algo de comida, varias cantimploras de agua y unos sacos de dormir que colocamos como pudimos en el cofre del vehículo. Belter se montó a los mandos y yo me coloqué detrás, asiéndome a su cintura. Sentí que el corazón se me derretía. Resulta extraordinario comprobar cómo se puede llegar al alma humana tan sólo a través del contacto de un cuerpo. 

Quizá algún día pueda contarte la verdad – murmuré muy bajito, mi rostro contra su espalda.
¿Qué? – contestó él.
¡Qué arranques ya este dichoso trasto! – grité. Y el ruido del motor tapó mis pensamientos.

Llegamos al horizonte oscuro en pocas horas.  La noche. Nos embargaba la emoción tras tanto tiempo sin haberla visto. Desde lejos, un arco iris de colores parecía franquear la puerta a la umbra. El azul se convertía en amarillo, este en anaranjado y finalmente el negro de la oscuridad sin solución de continuidad. Cuando el crepúsculo nos cubrió, Belter detuvo el motor.

Quiero escuchar la noche – dijo con una ingenuidad que le hizo aún más bello.

Nos sentamos allá mismo mientras el giro de Ekson arrastraba el día en dirección opuesta y el cielo se cubría de luceros. Tuve ansías de decirle la verdad, de desnudarle, de desnudarme, de amarlo bajo aquella alfombra de estrellas parpadeantes, pero lo hubiera arruinado todo y me contuve. Comimos y charlamos, conversamos durante muchas horas.

¿Sabes? Algún día me estableceré en el extremo norte del continente norte. – Belter miraba al horizonte mientras hablaba.
¿El extremo norte del continente norte? – la descripción me cautivaba.
Me han contado que, allá, estando tan próximos al polo del planeta y rodeados por el océano, el clima es benigno y crecen los sembrados. Me han dicho que hay ríos rumorosos, fresnos de altas copas, y que vuelan los albatros en el cielo. Basta un corto trayecto para pasar del día a la noche, casi a voluntad.

Yo, que no sabía dónde estaba aquella tierra tan al norte, que no conocía cómo eran los fresnos y que no había visto nunca los pájaros de los que hablaba, sentía un irresistible deseo de acompañarle. 

Parece demasiado bonito – repliqué. – Podría acompañarte si me invitas.
¿Por qué no? – me miró, reflexionó un instante, y prosiguió – Montaremos un negocio de enfriamientos. La Belter & Merkov. Y le haremos competencia a la Climan-Climan
De eso nada – protesté sin mucha convicción −, será la Merkov & Belter.
Hecho – y me mostró su mano extendida que yo choqué con la mía en señal de acuerdo.

Yo, por mi parte, le contaba del distrito 67, de la casa de mis padres, de mi madre que había muerto siendo yo una niña, de la escuela a la que fui, de mis hermanos y mi abuela que tan bien recitaba poemas. Los añoraba mucho. La guerra había asolado el 67. Una noche llegaron los hombres de Enkelrjahn y no preguntaron. Comenzaron a quemarlo todo y a matar a quien corría para escapar. Nadie supo nunca el porqué del ataque. Quizá fuera porque estorbábamos en los planes de sus negocios o en la expansión de sus trapicheos. Sea como sea, arrasaron con todo. Yo logré esconderme, viendo horrorizada cómo apuñalaban a mi padre y a mis hermanos sin que yo tuviera el valor de defenderlos. Cuando todo pasó, me encontré sola (dije “solo” para él, pues tenía cuidado en usar el género apropiado), sin recursos, hambrienta, atemorizada, deseosa de escapar de aquel lugar. Caminé hasta el puerto y me embarqué.  

Nos miramos y ya no dijimos más. No era necesario. Íbamos a disfrutar de la noche y sobraban las horas de desencanto y amargura.

Regresamos al día con desgana. El retorno lo hicimos en silencio bajo el monótono ronroneo del motor de la Donguer. Volver al sol abrasador, al calor y al trabajo nos sumió en una compartida melancolía. Devolvimos el vehículo y nos dirigimos al cubículo. Justo antes de entrar, Belter se detuvo, me miró y me dijo:

Gracias por estas horas. Ha sido un buen capítulo, hoy. Y gracias por ser mi amigo.
Se volvió y entró en la barraca. Yo le seguí, sabiendo que me había enamorado. 

--o0o--

Los meses continuaron, los unos parecidos a los otros. Cada jornada, los dirigibles de helio situaban los refrigeradores sobre la vertical de los rascacielos. Nos descolgábamos, conectábamos los tubos y trepábamos a toda velocidad. Tras unas horas, la operación se repetía. Los compañeros de grupo seguían siendo tan indeseables como antes pero la fuerza de la rutina los hacía soportables. Nuestro sol, Imanán, brillaba igual todas y cada una de las interminables horas, el cielo permanecía en su inalterado azul pálido, el capataz continuaba tratándonos como a esclavos, las válvulas de expansión se seguían atrancando regularmente y todo era repetitivo e igual. Todo menos mi relación con Belter. En apariencia, para él nada había cambiado. Seguíamos haciendo la misma vida, contábamos los mismos chistes, jugábamos las mismas partidas de ajedrez y leíamos las mismas novelas. Pero yo, en lo más íntimo, lo veía todo diferente. Belter no era ya un amigo, un colega, un compañero.  Ahora, cuando comíamos, vigilaba que comiera suficiente, cuando dormíamos velaba sus sueños, cada vez que descendíamos por las sogas, yo vigilaba que no le ocurriera nada. Cuando ascendíamos para librarnos de los riesgos de la conexión del aire frío, yo me aseguraba que él llegaba sano y salvo a la carlinga, con temor de que pudiera sucederle algo.

Quizá no era sólo el amor lo que me había hecho cambiar. Quizá, esa alerta que yo mantenía hacia todos sus movimientos respondía a un presentimiento de que la fatalidad siempre acecha. Un temor que desgraciadamente se hizo realidad el día que nos tocó enfriar el rascacielos JKN-45, en el distrito 92. Como siempre, comenzamos la operación sin contratiempos. Arriba, el gran climatizador vibraba agitado por los motores que movían los compresores. Los hombres estaban ya dispuestos sobre las válvulas y nosotros estábamos finalizando la conexión de los tubos a los ventanales superiores. Aquel día, sin embargo, Belter observó algo extraño en el interior del edificio. Una persona, sin duda un loco, no había descendido a los pisos inferiores y permanecía en el superior. Moriría congelado si no bajaba rápidamente, en cuanto el viento refrigerado le alcanzara.

¡Mierda! – gritó – Hay un tipo en el piso. 
¡No hay tiempo Belter! ¡No hay tiempo! – le grité yo − ¡La sirena ha sonado. Tenemos tres minutos. Tres minutos, Belter!
¡Empieza a subir Merkov, rápido! ¡Yo te sigo en cuanto ese imbécil me vea y le indique que descienda!
¡No, Bertel, no hay tiempo, no hay tiempo! – estaba asustada, pero él no me escuchaba.
¡Sube! – me ordenó, al tiempo que él propinaba patadas al cristal para que aquel chiflado desorientado se percatara del peligro.

Mientras subía por la cuerda pude llegar a ver que Belter desistía finalmente y comenzaba a trepar. Era un buen profesional y podía lograrlo. Quedaban suficientes segundos. Sí, quería pensar que quedaban suficientes. Podía ver la fatiga en su expresión, las venas de sus manos hinchándose en cada acometida, la tensión de sus brazos. Acababa yo de llegar a la carlinga y miré hacia abajo. Los compañeros gritaban a Belter para que se apresurarse, para que se esforzara más. Le faltaban apenas cinco metros para estar a salvo.

Sucedió entonces. El flujo de aire acondicionado, subenfriado a menos de 120º por debajo del cero, infló los tubos y sacudió todo el sistema. Como las leyes de la física imponen, el aire caliente de la atmósfera se vio súbitamente desplazado por el aire recién congelado y un ciclón lo agitó todo. La cuerda de Belter osciló una decena de metros a gran velocidad, se tensó y destensó, recorrió una trayectoria aleatoria, y, aunque él iba bien sujeto, acabó golpeando fuertemente contra uno de los tubos. Escuché el grito de dolor de Belter.

¡Tirad! – grité dando la orden con una decisión que sorprendió al capataz y al resto de la cuadrilla. − ¡Tirad! ¡Subidle de una puta vez!

Al poco, Belter estaba arriba, a salvo, pero malherido. El impacto había sido tan fuerte que posiblemente se la habían roto varios huesos. Respiraba agitadamente y estaba inconsciente. En una barquilla de salvamento le bajaron hasta la tierra. Yo bajé con él. El médico de guardia le revisó sin mucha gana. Al cabo, esto sucedía cada día.

Yo creo que tiene opciones de salir de esta – afirmó tras unos minutos. – Varias costillas rotas, heridas por todo el cuerpo y ha perdido sangre. Ahora mismo, lo más importante es contener la fiebre y que no se le infecte nada.  
Yo le cuidaré – repuse.
¿Sabrás hacerlo? – preguntó el galeno, pero no esperó respuesta. En mi mirada vio que si algo iba a saber hacer en este mundo era cuidar de Belter.

Nos habían dejado una estancia para nosotros. Las literas del cubículo no eran lugar para un herido. Durante horas estuve poniendo paños húmeros sobre la frente de Belter que, a ratos permanecía en calma y a ratos divagaba en sus pesadillas. El calor era insufrible y aquella habitación tenía poca ventilación.  Con un cartón abaniqué el aire hasta que yo misma no pude más. 

Tras varias horas, por fin, pareció que la fiebre bajaba y su sueño se tornó tranquilo. Yo estaba agotada, empapada en sudor y me había quedado adormilada. Necesitaba lavarme y refrescarme. Me acerqué al pequeño lavabo y me quité la camisa. Aflojé y retiré las vendas que siempre llevaba para disimular mis formas, me humedecí el cuerpo con agua y sentí un alivio reconfortante. Luego, me desprendí de los pantalones y repetí la operación con mis piernas. Lo hice con parsimonia, disfrutando de la sensación de frescor que me brindaba el agua fría. 

Fue entonces cuando le escuché a mi espalda:

Sabía que eras un hombre muy raro… pero no tanto. – Estaba erguido sobre el camastro, su torso desnudo, empapado en sudor pero sonriente, con una expresión que delataba su sorpresa y su agrado. 

Me quedé mirándole sin decir palabra. Yo, que había pasado por tantos sinsabores y que había convivido con hombres rudos sin inmutarme, me cubrí los pechos con mis manos, presa de un pudor estúpido. 

¿Puedes creer que lo sospeché cuando visitamos la noche? – adelantó la mano hacia mí.
¿Puedes creer que estuve tentada de contártelo todo?
Ahora que te miro mejor, me gustas mucho, Merkov – seguía sonriendo.
Ladia. Soy Ladia
Ladia – repitió él como si hubiera descubierto un tesoro. Repitió mi nombre varias veces, como si lo masticara, deleitándose en las sílabas, como quien prueba el chocolate por primera vez.

  Me acerqué, desnuda como estaba, a la mano que me había tendido. Se la así con suavidad y me abracé a él.

Aughh! – se quejó, y yo me di cuenta que sus costillas no estaban para hacer lo que ambos deseábamos.


Nos besamos durante largo tiempo. Acaricié su cuerpo intentando no hacerle daño y él se dedicó a tocarme entera. Le traje un vaso de agua y volvimos a besar nuestros labios mojados. Apenas hablamos, no era necesario. El rápel, el refrigerador, los evaporadores, el trabajo, ya nos habían enseñado cómo éramos. La noche que pasamos juntos contándonos cosas ya nos había informado de lo que soñábamos. Ahora, quedaba solo conocer nuestros cuerpos. Belter no paraba de recorrer mi piel, comprobando que Merkov era Ladia.

¿Y ahora qué? – pregunté con temor.
Ahora, nada. Volverás a ser Merkov. Si supieran la verdad, no sé qué podría pasarte. Y yo ahora no puedo moverme. Necesitaré semanas para poder hacerlo.
Pero ya estoy cansada de ser Merkov. Yo quiero ser Ladia y estar contigo.
Y yo contigo. Tenemos una vida por delante. Los días en este maldito planeta pasan lentos, ya lo sabes −sonrió con amargura− y acabaremos cumpliendo nuestros sueños. Quiero un futuro mejor para los dos, no la Climan-Climan. Quiero que escribamos nuestros propios capítulos en la vida, no los del propietario de la compañía.
 
 
--o0o--

Belter tardó tres meses en poder moverse y otros tres en poder regresar al trabajo, aunque con limitaciones. Mientras hubo de permanecer en reposo, al finalizar cada jornada, yo le acompañaba durante unas horas y le relataba cómo había ido la jornada que, ahora, le resultaba angustiosa. Temía que me ocurriera un accidente, que él no estuviera cerca para auxiliarme mientras hacía el rápel, que los hombres del grupo descubrieran que yo era una mujer, que me asaltaran. 

A medida que Belter mejoró de salud aprovechamos aquellas visitas para saciarnos de nosotros, para cumplir nuestros deseos y para saber que habíamos llegado a nuestra estación de destino.  Sin embargo, el placer y el enigma del amor nos trajeron nuevos desasosiegos. El miedo al despido y no poder permanecer el uno junto al otro, el ansia mutua de obtener una vida mejor, la preocupación por sufrir algún percance. Cuando regresó al trabajo, tuvo que hacerlo en otro puesto. No era apto para moverse por las cuerdas y lo adscribieron a las válvulas de expansión, un puesto peor pagado. Fue, en palabras del capataz, un acto de caridad. En realidad, añadió, no necesitaban más gente en las válvulas.

Confórmate con esto. Es el mejor capítulo que podemos darte. – dijo, sin mostrar emoción alguna.

Al séptimo mes del accidente, Belter fue convocado en la oficina del supervisor. Nos temimos lo peor. Era habitual que la compañía despidiera a los trabajadores heridos o a los que ya no podían hacer las tareas más peligrosas.

No te preocupes – me decía−, volveré a trepar por las sogas sin problema.
Sabes que no puedes hacerlo y sobran brutos para manejar las válvulas. 

Le dejé a la entrada de la oficina y le abracé deseando que todo saliera bien.  Regresé al trabajo, donde cumplimos con la tarea de enfriar dos rascacielos antes de volver a la base. Estaba hambrienta, así que me serví un poco de rancho en la mesa del cubículo. Los hombres habían salido y quedé sola. 

Cuando casi estaba terminando el refrigerio escuché un ruido en el exterior. Se aceleró mi corazón y sonreí. Era el inconfundible rugido de una Donguer. Salí al exterior y allí estaba Belter, sonriente y feliz como un niño. 

¿No te despidieron? – pregunté, conteniendo las ansias de abrazarle por miedo a que nos vieran.
No, era día de buenos capítulos hoy. Pero, … me despedí yo. – repuso y me dio un papel.

Era una carta de la Compañía oficializando el pago de una indemnización por accidente según deseo del benefactor – era el adjetivo que estaba escrito - propietario de la Compañía, y multitud de frases leguleyas que no entendí. 

¡¿Diez mil doblones?¡ − exclamé sin creer lo que leía. − ¡Vaya capitulón!
Seguro que sacan algo a cambio pero, ¿sabes?, me da igual. El caso es que me han dado el cheque. 
¿Y esto? – pasé mi mano por el acero de la Donguer.
Una pequeña inversión. De segunda mano, pero suena y corre como si fuera recién estrenada. – Para demostrarlo, aceleró el motor y un bramido de potencia atronó el aire.
¿Y qué piensas hacer con ella? – pregunté con cierto temor.
Quiero irme de viaje. Muy lejos. Pero no podría hacerlo si no vienes conmigo.
¿A dónde?
Al extremo norte del continente norte … – extendió su mano hacia la mía. 
… dónde vuelan los albatros y hay ríos rumorosos. – completé la frase.

Salté sobre el asiento posterior y me abracé a su cintura. 



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