1/3/23

El profesional

 



Uno debe ejercer su trabajo con eficacia y profesionalidad cualquiera que sea la profesión a la que se dedique, se sea taxista o panadero, médico o asesino a sueldo. Julius Whitesener era uno de estos últimos. Hábil con la navaja y la pistola recortada, sus trabajos eran apreciados por su calidad. No dejaba pistas, sus víctimas jamás escapaban y, sobre todo, no hacía preguntas a aquellos que le contrataban. No era barato, eso había que reconocerlo. Sus honorarios variaban entre los cinco mil dólares y los cuarenta mil, dependiendo de la posición del fulano que debía encaminarse al más allá o de la dificultad de acceder a él. Gastos aparte, claro está.

A pesar de su experiencia,  aquella llamada le había turbado sobremanera. Aún temblaba sin saber si todo era una broma o una celada que la policía le estaba preparando. Tenía que pensar con calma y en ese momento no podía hacerlo. Un hombre como él, curtido en las más turbias acciones, se veía ahora falto de recursos ante una situación tan absurda como inquietante.

Intentó dormir pero sólo consiguió dar vueltas en el lecho y recrear con detalle la tarde anterior.

Su último trabajo le había sido encargado por un conocido restaurador que regentaba un restaurante de moda en la calle veintitrés. Una cosa sencilla. Desembarazarse de un competidor con el que mantenía una rivalidad de años. Una niñería, a los ojos de Whitesener que, en el fondo, se sintió desmerecido porque acudieran a él con semejante pendejada. Pero él era un profesional y, fiel a su estilo y a su código, no hizo preguntas, cobró diez mil por adelantado y en dos días los periódicos dieron la noticia de que el otro sujeto había sufrido un fatal accidente cuando correteaba por Central Park. Eso sí, declinó la invitación que su cliente le hizo para cenar gratis en su establecimiento. No era Julius hombre al que gustaran los platos refinados de nombres extravagantes y que no se sabía qué contenían. Y mucho menos, hombre al que gustara quedarse con hambre por muy bellamente presentado que estuviera el plato. 

Así que, aquella tarde, tras haber despachado al desgraciado, prefirió caminar hasta su apartamento. Había ya llegado el otoño y la brisa fría que llegaba de las dársenas del puerto se le colaba por el cuerpo, de modo que alzó el cuello de su chaqueta y aceleró el paso. Al fondo, la silueta de los rascacielos iba llenándose de luces blancas y amarillas mientras que nubes de vapor ascendían hacia la calle a través de los enrejados del suburbano. Una luna menguante, de un blanco marmóreo y triste, iluminaba cúmulos de nubes que amenazaban lluvia. Probablemente, sería una noche de relámpagos, algo habitual en aquella época en Nueva York. Tendría que desconectar el televisor porque las redes eléctricas del país no eran del todo fiables y ya en dos ocasiones, las T-storms le habían fundido el aparato. Algo debido a las interferencias electromagnéticas, le habían explicado con suficiencia, cuando el seguro negó que aquellos percances estuvieran cubiertos por la póliza. El tipo sudoroso de la compañía aseguradora, que se las daba de técnico eléctrico, nunca lo supo pero estuvo a punto de sufrir un lamentable accidente. Faltó una nada para que Julius Whitesener no hiciera con él un trabajito fuera de horas.

El caso es que –lo recordaba bien- aquella tarde llegó a casa, desenchufó el receptor y se preparó un bistec acompañado de un poco de gravy. Una lata de cerveza fría acompañó la cena mientras, fuera, la luna había desaparecido tras una cortina de nimbos cada vez más imponente. A la altura del piso cuarenta y tres, que es donde estaba su apartamento, el viento se vuelve especialmente molesto cuando se empecina en silbar por entre las rendijas de las ventanas y hacer vibrar las persianas. Sólo faltaría- pensó- que la tormenta provocara un corte de luz. Leería algo. Sí, lo haría. Una de esas novelas de John Rendemberg que tanto le gustaban últimamente. Había comprado su último trabajo, “The Killing Dear” en una tiendita de la veintiocho hacía una semana y, con los preparativos del último crimen, se había olvidado de ella.

Acababa de sentarse en la butaca cuando sonó el teléfono. 

- ¿Sí, quién habla?

- ¿El Sr. Whitesener?

- Sí, yo mismo. ¿Quién habla?

- Me llamo Rimmon. Eso debería bastarle. Estoy seguro de que lo entiende, Sr. Whitesener.

- Por supuesto.

- Verá, he oído hablar de su excelente reputación profesional y desearía contratar sus servicios. Le señalo, ya de antemano, que el precio no será ningún problema.

- Me encanta oír eso. Quizá pueda adelantarme algo del asunto aunque, si me interesa, ciertamente deberemos vernos más adelante para aclarar algunos detalles.

- Me temo que eso no va a ser posible, Sr. Whitesener. Me encuentro en un lugar muy alejado, demasiado alejado para que podamos vernos aunque, ciertamente, puede que algún día no muy lejano usted tenga ocasión de visitarme. Creo que deberemos cerrar el trato por teléfono si no le importa.

La petición era, sin duda, inusual. Nunca antes en su carrera, había aceptado un encargo sin encontrarse cara a cara con el cliente. Aquello podía ser una encerrona de la pasma. Necesitaba saber quién era el que llamaba y vigilarle discretamente antes de aceptar trabajo alguno.

- Lo siento, señor….

- Rimmon, me llamo Rimmon.

- … señor Rimmon. Pero dirijo una empresa seria que sólo trabaja con clientes fiables. Entenderá que debo conocer adecuadamente sus objetivos y en qué puedo ayudarle, así como estar seguro de que mis honorarios serán atendidos – Julius usó un tono premeditadamente empresarial al contestar, ante la eventualidad de que su interlocutor lo estuviese grabando todo. Algo que se le antojaba difícil porque él ya se encargaba de que su línea fuese segura y no estuviera pinchada, pero uno nunca podía estar convencido de nada.

- ¿Diez millones de dólares le harán cambiar de opinión?

A Julius le dio un vuelco el corazón y, por primera vez en su vida, se quedó mudo sin saber cómo reaccionar. Si era una trampa, era un cebo muy goloso. Con ese dinero podría retirarse y comprar una granja en las praderas de Montana que era lo que él siempre había deseado. Unos miles de acres por donde cabalgar –claro, que para eso, antes tendría que aprender a montar a caballo- y en donde olvidar su pasado. Porque, en el fondo, siempre se había considerado un romántico a pesar de su trabajo. El dinero te hace respetable y pensó que, incluso, podría encontrar una mujer que le soportara y, por qué no, le diera un hijo. Podía ser una celada, cierto, pero diez millones de dólares merecían el riesgo. Y aquel individuo debía tener un encargo realmente inusual para ofrecer tanto dinero.

- ¿Está usted ahí? – reclamó la voz.

- Sí, sí, Sr. Rimmon. No le oculto que su oferta es atractiva pero debo tomar alguna precaución. Tanto dinero parece indicar que sus intenciones no son del todo, cómo decirlo,… ajustadas a derecho. Y mi empresa es seria… 

Deliberadamente, Julius Whitesener hablaba en un tono ambiguo por lo que pudiera ocurrir. Su interlocutor entendió la farsa y contestó:

- Seguro, seguro. Sólo desearía que usted hiciera las gestiones necesarias para que cierta persona pueda viajar al destino habitual que usted ya conoce y al que tantos viajan gracias a sus servicios.

- Sí, eso sí podemos hacerlo. ¿De quién se trata?

- De usted mismo, Sr. Whitesener. Deseamos que usted se encargue de que usted mismo llegue a ese lugar.

Se sintió perdido. Realmente aquello debía ser una encerrona de la policía. Estaba convencido de que nunca había dejado pista alguna en todos sus trabajos. ¿Cómo era posible que hubieran dado con él? ¿Qué había hecho mal? Sentía temor pero, sobre todo, se sentía ridículo por la forma en que jugaban con él.

- ¡¿Qué diablos?! – vociferó por el auricular- ¿Qué estupidez está diciendo? ¿Quién es usted, son of the bitch?

- Tranquilícese por favor, Mr. Whitesener. No se preocupe. No soy la policía ni está usted siendo vigilado. Comprendo que se sienta desorientado por lo inusual de mi petición pero permítame que le explique. 

- ¿Explicarse? ¡Está usted loco, amigo! Váyase al diablo.

- No puedo irme al diablo, Mr. Whitesener, porque el diablo soy yo mismo.

Julius rio. Súbitamente, una carcajada, mezcla de miedo y de incredulidad, salió de su pecho. Le estaban tomando el pelo de manera descarada y él estaba siguiendo el juego a aquel idiota.

- Váyase a la mierda- dijo. Y colgó.

Pero, aún con el auricular bien situado sobre el aparato, la voz no cesó. Julius seguía escuchando la voz que provenía de aquel teléfono colgado. Algo imposible, fuera de la comprensión. Whitesener no era hombre dado a creer en milagros y  mucho menos en espíritus. No había nada más allá del cuerpo. Lo sabía bien. Ninguna de sus víctimas había vuelto a reclamarle nada y nunca había sentido remordimientos por ninguno de ellos. Eran puros andrajos de carne y huesos. Todos lo somos. Y el que haya mil más o mil menos por este mundo poco importa. Se nace para nada. No hay fin alguno. Sólo deambular hasta que otro andrajo te saque del camino o, lo que es peor, una enfermedad lo haga.

La voz, no obstante, seguía allí y venía de la nada. Pensó por un instante en que la tormenta eléctrica podría estar provocando interferencias pero desechó la idea porque la voz provenía de la nada. Se le ocurrió que alguien hubiese colocado un altavoz en la casa pero aquellas palabras salían de un teléfono que no estaba manipulado. Había bebido sólo una cerveza, así que sabía que no estaba borracho. Desenchufó el cable de la línea pero la voz seguía allá.

- Escúcheme, por favor, Mr. Whitesener. Sé lo aturdido que debe encontrarse en este momento pero, créame, usted sólo puede escuchar mi proposición y aceptarla. Al fin y al cabo usted es un profesional y tiene una reputación que defender.

Julius se quedó sentado frente al teléfono parlanchín sin saber qué decir. Sabía que sus palabras no importaban nada. Sabía que aquel hombre que le interpelaba iba a decirle lo que quería decirle pasara lo que pasara.

- Mr. Whitesener – prosiguió la voz-, como le he dicho ya mi nombre es Rimmon. Aunque tengo muchos otros nombres: Satán, Belcebú, Ahriman, Adramelech, Loki, Mastema…. En fin, no le aburro con todos ellos porque si hay algo que ustedes los humanos han gustado de hacer a lo largo de los tiempos es buscarme nombres. Sea como sea que usted me llame, sepa que soy el diablo. Sí, ese que habita en los infiernos y del que reniegan los predicadores. Aunque usted no lo crea, no soy tan malo como me pintan. Hago mi trabajo. Yo también soy un profesional y mi jefe, no lo dude, es mucho más severo que cualquiera que ustedes puedan tener.

Whitsener permanecía en silencio, entre incrédulo y asustado, sin saber qué decir ante toda aquella estupidez que no controlaba. Fuera, la tormenta había por fin descargado sobre la ciudad. Gotas de lluvia pesadas inundaban las calles y, a rachas, golpeaban con fuerza las ventanas. Los pocos transeúntes que se veían luchaban contra el viento en una batalla siempre perdida que hacía que sus paraguas volaran encabritados. El poco tiempo que transcurría entre la luz del relámpago y el timbal del trueno señalaba que la tempestad estaba situada justo encima. La luz de la lámpara disminuía a ratos, como si los propios rayos no se conformaran con su propia fuerza y absorbieran además la energía de la propia ciudad. En el fondo parecía una tormenta como otra cualquiera de las de Nueva York pero Julius presentía que esta no era una más. Por el contrario, le parecía un escenario diseñado para él y para el interlocutor que, mágicamente, seguía hablando a través de un teléfono desconectado. 

- Sr. Whitesener, sé que está usted ahí. Y sé lo que debe usted estar pensando. Sí, tiene usted razón. Me he permitido aderezar nuestra charla con algunas luces y un escenario impactante. Usted debe comprenderme. Yo también soy un profesional y tengo que defender una historia, una forma de actuar, un estilo. Sé que estos decorados medran el ánimo y ayudan a que mi mensaje sea mejor atendido.

En ese momento, una serie de enormes truenos encadenados hizo vibrar todas las ventanas y la luz se fue de sopetón. Julius quedó a oscuras, con el ánimo desvalido por el temor y sus más firmes convicciones desvencijadas por la tormenta.

- Usted, Julius, no ha sido un individuo modelo. Creo que en esto estaremos de acuerdo. Según mis registros, ha asesinado a noventa y seis personas. Eso si contamos los directamente afligidos por sus acciones porque hay otros trece, entre ellos dos niños, que murieron a consecuencia de las dos bombas que usted colocó en Palm Beach cuando aquel asunto de joyas, ¿lo recuerda usted? Jamás ha sentido remordimiento alguno. No podemos concederle el atenuante de locura pasajera o el de haber cometido los crímenes en un momento de pasión o de enojo. Muy al contrario, usted es un profesional que planifica sus acciones con todo detalle y que no da a su víctima la más mínima opción de defenderse. 

Tras cada operación, si es que me permite llamar así a sus horrendos actos, usted ha comido y bebido con total tranquilidad. Ha dormido sin pesadilla alguna, incluso con la satisfacción del trabajo bien realizado. Jamás ha sentido compasión por los hijos y las viudas. Cuando le encargaron que aquel tal Handermeier – sí, el tipo flaco que vendía pan en el South Park y que se negó a pagar la “protección” – muriera con dolor, usted no tuvo reparo alguno en torturarle y ni se inmutó cuando le arrancó las uñas y le cortó las orejas. ¿Lo recuerda usted, Sr. Whitesener? ¿lo recuerda?

Sí, por supuesto que lo recordaba. Porque se acordaba bien de casi todos sus trabajos. No por remordimiento. En eso, la voz tenía razón. Nunca había sentido pesar alguno por sus víctimas. ¿Por qué habría de haberlo tenido? Eran simples peones de una vida que juega al ajedrez con nosotros. Y en ese juego tenía claro que era mejor ser rey y dama que peón. Eso es lo único que importaba. Llegar lo más lejos en el juego como fuera posible. Y, para eso, siempre hay que acabar con los peones y comérselos. Pero eso no es algo inmoral, como no lo es cuando un alfil se come a un peón. Son simplemente las reglas del juego. Sólo eso. Un juego. Sí, claro que recordaba aquel caso. Era un infeliz. Un tal Rick Handermeier. Hijo de emigrantes alemanes y cabezón hasta la muerte. Compró una pequeñita tienda de pan en el parque. Y tiró los precios. La verdad es que el desgraciado horneaba unas baguettes deliciosas. Eso había que reconocérselo. Se empeñó en que América era la tierra de las oportunidades y de la libertad. Un ingenuo. No, más bien, un cretino. Aquel parque, en realidad todo el barrio, estaba controlado por los que le contrataron. Le avisaron muchas veces y el alemán seguía bajando precios. Nadie podía decir que no se fue comprensivo con él. Hasta tres avisos tuvo. Primero unas pintadas en sus tienda, luego los cristales reventados con un bate de baseball y finalmente un tiro en su rodilla. El estúpido siguió allí sin atender a razones. Y su valor, idiotez en realidad, se estaba contagiando. Otros comerciantes empezaban a pensar por sí mismos. Fue entonces cuando le contrataron. Un trabajo especial porque no sólo había que deshacerse de Handermeier. Había que dar una lección a todos. Y la única lección que los peones de ajedrez entienden es la del terror. Así que hubo que crear aquel espectáculo. Sí, el individuo se achantó cuando llegó el momento pero la suerte estaba ya echada. Gritaba como un cerdo al que degüellan. Tanto valor bajando precios y defendiendo una tienducha que no valía para nada, para esto. Lo de las orejas fue rápido aunque lo dejó todo perdido de sangre. Porque el tipejo sangraba mucho. En su día llegó incluso a pensar que los alemanes tenían más sangre que los americanos, quizá por la enorme cantidad de salchichas que comían. Lo de las uñas fue más complicado pero lo hizo igualmente. El trabajo fue bien pagado y surtió el efecto deseado. Los demás comerciantes se avinieron a aceptar la protección que les era ofrecida y no se les ocurrió tener ideas propias nunca más. Las fotos del cadáver de Handermeir, remitidas a todos ellos por correo ordinario, causaron milagros.

- Sr. Whitesener, usted ha causado mucho mal a lo largo de su vida y sus víctimas reclaman compensaciones. Un tema internacional, además. No porque las personas a las que mató pertenecieran a diferentes países- que también- sino porque unos acabaron arriba donde mi jefe y otros, que no eran mucho mejor que usted, están aquí conmigo, en mi otro reino.  Y todos piden que usted nos acompañe Sr. Whitesener. Una petición justa, diría yo. ¿No se lo parece así?

La cabeza le daba vueltas. Todo aquello era absurdo. Era, sin duda, una broma macabra o, peor aún, la policía que jugaba al gato y al ratón con él. 

- Usted, Julius, ha de venir conmigo tarde o temprano. Entiendo que posiblemente esperara durar aún unos cuantos años más. Hasta yo creía que tendría que aguardar bastante hasta recibirlo. Pero los acontecimientos se han acelerado. El cocinero con el que acabó ayer era una buena persona. Uno de esos tragasantos de misa dominical y caridad continuada. Incluso, parece, ayudaba en su barrio en los comedores públicos. Vamos, que el Jefe se ha cansado de que todo esto siga ocurriendo y ha dado luz verde a que las reclamaciones de sus víctimas se escuchen. Y yo, otro profesional, debo ejercitar dichas quejas.

- Todo esto es ridículo – gritó Julius- , basta de idioteces. ¿Son de la policía, verdad?

Fuera, la tempestad parecía inamovible. Aunque el viento era impetuoso y hacía que la lluvia volara casi horizontalmente, las nubes no se movían de donde estaban. Se daba cuenta de ello porque la tenue luz de una luna escondida dibujaba las mismas siluetas de nubes negras e imponentes minuto tras minuto. Dentro de la casa, la electricidad  seguía sin volver pero en todas las demás ventanas había luz. Quizá eran sólo sus propios fusibles los que habían saltado. No creía en la magia pero todo aquello le tenía conmocionado. Y aquella tormenta era la más larga que recordaba.

- No soy la policía, ya se lo he dicho. Se lo garantizo. Deje de rebelarse contra su destino. Acéptelo. Será más fácil para todos. Pero, amigo Julius,  déjeme que le explique el trabajo. Esto está ya durando demasiado y tengo otros asuntos que atender. Como ya habrá comprendido, la hora de su muerte está llegando y en no mucho tiempo usted estará conmigo para toda la eternidad. Sí, condenado. No voy a mentirle. Usted se lo ha buscado y eso ya no tiene remedio. Pero para que nos visite aquí, antes ha de morir. Y aquí llegamos al corazón de mi llamada. Algunos abogaban porque sufriera como usted hizo sufrir a otros. Físicamente. Eso está bien. Sangre, vísceras, dolor, quebranto de huesos, gritos, ya sabe, todo eso. Pero yo he pensado en algo mejor. Si usted es un profesional que mata a cualquiera, sea quien sea, por encargo, debe usted serlo hasta el final. Y yo le encargo que se asesine a usted mismo. No lo considere un suicidio. Será un asesinato en carne propia, más bien. Tiene dos días para hacerlo. Se le pagará, por supuesto, aunque lamentablemente usted ya no estará ahí para disfrutarlo y, dado que no tiene descendientes ni parientes, ese dinero irá a parar a los comerciantes del South Park y viudas de sus asesinados. Esto último, se lo reconozco, me da náuseas. Demasiado sensiblero. Ridículo. Pero ya sabe que donde manda capitán no manda marinero y el Jefe se ha obcecado con este asunto. Y, cuando se pone así, es mejor no llevarle la contraria. No tiene un carácter fácil, para qué mentirle. En fin, Sr. Whitesener, que usted tiene dos días para acabar consigo mismo. El método se lo dejamos a su libre elección. Como experto en la materia estamos seguros que elegirá lo que más convenga. Pero tiene dos días. Ni un minuto más.

- ¿Y qué ocurre si me niego, si no me mato? – preguntó Julius convencido de que ni por lo más remoto se suicidaría.

- Sí, hemos pensado en esa posibilidad. Sería una pena que usted rompiera con una carrera plena de éxitos, si es que podemos llamarlos así. Yo confío en que recapacite y cumpla con la deontología propia de su profesión. Pero ante la eventualidad de que usted se eche atrás tenemos un plan alternativo.

- ¿Ah, sí? – murmulló incrédulo Julius.

- Si al cabo de cuarenta y ocho horas usted no se ha auto asesinado, usted morirá de cualquier modo. Sólo que de manera un poco más lenta y dolorosa. No podemos, por razones obvias, encargar a otro asesino que le mate pero sí podemos enviarle alguna enfermedad especialmente cruel. De esas cuyo dolor ni la morfina atenúa. Millones de seres inocentes, buenas personas, las sufren. Tal impiedad, al menos, es recompensada con el paraíso cuando al fin dejan de gemir. A usted, Mr. Whitesener, no le será dada esa recompensa. Sufrirá la enfermedad por años y años, postrado, abandonado, lleno de llagas, con unos padecimientos que, se lo aseguro, me asustarían hasta a mí mismo. Usted debe elegir. O actúa como un profesional o nosotros actuaremos. Es lo justo ¿no le parece? Dos días, recuérdelo.

Súbitamente, la luz se restableció, la luna apareció de pronto y la lluvia cesó de caer. El teléfono seguía sobre la mesita, aparentemente intacto. Todo en la habitación estaba igual. Tardó varios minutos en reaccionar. Sudaba y sentía escalofríos. Se tocó la sien y pensó que tenía fiebre. Pero, por el contrario, estaba helado con ese grado de temperatura que sólo tienen los muertos. 

Miró por la ventana. La vida bullía abajo y el suelo estaba seco de lo que dedujo que la lluvia debía haber cesado hacía mucho, aún cuando a él le pareciera que la tormenta no había cesado en ningún momento. Reconectó el televisor justo al punto en que una locutora decía que la T-storm había sido breve, de apenas diez minutos, y que se esperaba una noche templada y apacible. Volvió a enchufar el teléfono y este hizo su click característico. Lo descolgó y comprobó que la línea era normal. Llamó a la operadora para indagar si había habido algún problema con la red o si habían detectado interferencias. Nada de nada. Todo había sido normal y le confirmaron que él no había hecho ni recibido ninguna llamada aquella noche.

Fue hasta el lavabo, abrió el grifo y metió su cabeza bajo el chorro de agua fría. Había tenido una alucinación. Sí, debía haber sido eso. Habría inspirado alguna sustancia sin apercibirse de ello. Y es que en aquellos días, los humos y el aire de Nueva york contenían todo tipo de contaminantes. Ya lo habían dicho más de una vez en las noticias. O quizá todo había sido un sueño, una pesadilla. A veces ocurre. Uno está convencido de que está viviendo una situación real hasta que alguien le despierta. En cualquier caso, todo volvía a estar en orden. Fantasía o alucinación, el espectro había desaparecido. Se sonrió al pensar en su propio miedo, más propio de un niño pequeño que de un hombre adulto acostumbrado a la acción. Se palmeó la cara como abofeteándose cariñosamente y se tranquilizó.

Pero su calma duró pocos minutos. Los pensamientos de una enfermedad dolorosa, postrante, le asaltaban. Siempre había temido eso. Siempre se había prometido a sí mismo que si eso le ocurriera a él, se suicidaría. Y, sin embargo, ahora, el acabar con su vida le provocaba pavor.

Bebió otra cerveza y se acostó. Todo aquello le había enfermado porque seguía tiritando a ratos. Volvió a levantarse y se tomó un comprimido pero por alguna razón no consiguió conciliar el sueño. Dormitó a ratos  y, durante esos instantes, tuvo pesadillas de hospitales, tumores y dolores inmensos. Se vio tirado en una cuneta, con llagas y miembros rotos. Dormía unos minutos y se despertaba sudoroso y alterado, con su corazón latiendo apresuradamente. Se llamaba idiota y se volvía a tumbar para repetir el ciclo. 

Por fin, amaneció y con la luz rosácea del sol la vida pareció ser otra vez la misma. Se sentía cansado y, al mirarse al espejo, se vio desconcertantemente demacrado y grisáceo. Se afeitó y, por primera vez en su vida, se cortó la piel y sangró abundantemente. Se preparó un café pero apenas sorbió un poco porque no podía tragar. Ojala hubiera tenido algún trabajo que realizar, algún tipo al que eliminar, para distraerse, pero no lo tenía. Miró de reojo al teléfono y se congratuló de que estuviese silencioso. Se vistió y salió. No podía permanecer en casa. Le inquietaba. Seguía enfadado consigo mismo porque no era capaz de sobreponerse a la alucinación de la noche anterior. Aún dudaba sobre lo qué había ocurrido y se preguntó si debería acudir a algún doctor. Era reacio a cualquier psiquiatra pero no descartaba el tener que visitar uno. Quizá debería tomar alguna medicación, al menos temporalmente para calmar su estado de ánimo.

Abajo, saludo a Tommy, el cartero, que le preguntó si le pasaba algo porque lo veía muy pálido y ojeroso. Así pues, no era sólo algo que él sintiera. Los demás se percataban de ello.

Compró el diario y caminó hasta el West Ivy Crest Park. Los álamos y los tilos se estaban vistiendo de amarillos y muchas de sus hojas reposaban ya sobre la superficie del lago que serpenteaba por el centro del parque.  Tomó asiento en un banco al pie de un cedro cuya copa evitaba los reflejos del sol. Leyó con desgana las noticias y se fijó sólo en la página del clima. Efectivamente, la tormenta de la noche anterior había sido corta y no muy fuerte. Apenas se habían recogido unas pocas décimas de pulgada de agua. La noche había sido, incluso, calurosa para la época. ¿Todo lo que él había vivido había sido un sueño? Confiaba en que no estuviera volviéndose loco. Un chiflado de esos que va anunciando el fin del mundo o la llegada de los marcianos. Había muchos de estos tipos en la ciudad y vivían de la caridad de los transeúntes. Se asustó que algo así pudiera pasarle a él.  Definitivamente, si no mejoraba en unos días, visitaría al doctor.

Comió en un italiano, en la confluencia de la sesenta con la cuarta. Apenas unos canelones a la Alfredo. Pidió una half order pero, aún así, le sobró más de la mitad. Seguía inapetente y preocupado. Inquieto. De nada concreto. Tuvo que reconocer que estaba asustado. Aquel día lo pasó sentado en bancos de parques. Todo menos volver a casa. 

Julius Whitesener abrió la puerta de su apartamento a las nueve de la noche con temor. Encendió la luz y conectó la televisión. El teléfono, al que ahora ya miraba como si de un fantasma se tratara, estaba allí como siempre lo había estado. Nada era anormal. Todo estaba en su sitio y la atmósfera era incluso agradable. Se tranquilizó y se propuso olvidar todo aquello. Se preparó unos chicken nuggets en el microondas y los comió aunque seguía sin apetito. Tres cervezas acabaron por devolverle a su estado natural. Por fin, se sintió tranquilo y supo que la pesadilla había, por fin, marchado. Ni ir al médico sería necesario. 

No durmió del todo bien y, aún, alguna corta pesadilla en la que el tal Rick Handermeier le reclamaba sus orejas le sobresaltó a media noche. Pero consideró que sólo eran rémoras de lo ocurrido y no le dio tanta trascendencia como en la noche anterior. Por la mañana desayunó copos de avena y unos huevos revueltos. Tomó una buena ducha, un  café caliente y se aseó para visitar a su contable ya que, desde hace algunas semanas, tenía asuntos que tratar con él porque no estaba muy de acuerdo en la rentabilidad que estaba obteniendo de sus ingresos. 

La mañana era azul. Fresca pero agradable, uno de esos días de otoño que invita al amor. Los gansos ya volaban en formación hacia el sur. Le gustaba verlos pasar, surcando el cielo en cuña, incansables, a tan baja altura que pareciera que uno levantara la mano y pudiera tocarlos. Tomó el autobús de la línea quince y para las diez ya estaba en el despacho del contable. Las gestiones le llevaron toda la mañana de modo que, cuando salió, eran ya las dos y tenía hambre. Se entretuvo aún al pasar por una librería y no fue hasta las tres y media cuando paró en Carpenter’s y comió un tenderloin al que acompañó con un Merlot de California. Incluso, ordenó una porción de tarta como postre. 

Por la tarde asistió a una conferencia que la policía daba sobre la delincuencia en el salón de actos del Emerson Club. Y es que cuando uno es un asesino de oficio es necesario estudiar con detenimiento lo que sus contrincantes piensan. Nada mejor que estar al tanto de las ideas de la policía para evitar ser detenido. 

Llegó a casa hacia las siete. Todo estaba en orden. El teléfono seguía en su sitio. Pensó que lo cambiaría. Sabía que era una tontería aquella aprehensión que había desarrollado pero por treinta dólares no merecía la pena tenerlo a la vista y rememorar la pesadilla. Sí, mañana iría al Mall y compraría uno nuevo.

Estaba a punto de prepararse  algo de cenar cuando, de pronto, sonó el teléfono. Dudó en cogerlo y reconoció la serpiente del miedo que volvía a abrazarle.  Dejó que sonara confiando en que quién fuera que llamara se cansara y colgara. Pero no lo hacía. Acumulando valor, y mirando de reojo el cajón donde guardaba dos pistolas, descolgó.

- Whitesener. ¿Quién llama?

- Mr. Whitesener. – reconoció la voz de Rimmon- Recuérdelo, le dimos dos días y ese plazo se cumple dentro de una hora. No quisiera parecer impaciente pero preferiría que, como buen profesional del crimen que es usted, acabara con esto cuanto antes de manera limpia y eficaz. Por favor, no me obligue a tener que hacer yo el trabajo. Mi tiempo es limitado y me enfadaría tener que desperdiciarlo en su caso. Una hora, Sr. Whitesener. Una hora. Cumpla con su profesión. 

Julius, el frío e impasible asesino profesional, se quedó quieto como si le hubieran, de pronto, inyectado una solución paralizante. El teléfono cayó de sus manos y los escalofríos volvieron. Todo era una broma macabra, lo sabía. La policía estaba burlándose de él. O quizá, otro colega, otro criminal bajo pago, había sido contratado para que le hiciera sufrir. Sí, podía ser eso. Bart Michels era muy amigo de estos jueguecitos diabólicos para despistar sus correrías. 

El reloj parecía mover sus agujas más deprisa que de costumbre. Julius hubiera deseado que el tiempo se detuviese. Que no pasara esa hora. Fuera, tras los cristales,  las nubes se iban arremolinando y el viento azotaba con fuerza las persianas. Pero Whitesener se percató de que cuarenta pisos más abajo los árboles no se movían y que la gente paseaba  sin el apresuramiento que da la lluvia cercana. Otra vez la pesadilla, otra vez la alucinación. Quizá es que alguien introducía algún tipo de gas en su domicilio. Pero él no olía ni notaba nada extraño. Se acercó al cajón de las pistolas. Si algo iba a ocurrir, quería tenerlas cerca. Se colocó la cartuchera que llevaba cuando tenía que trabajar e introdujo las dos pistolas de modo que le quedaban a la altura de sus pulmones, una a cada lado. Si algún gracioso aparecía al cumplirse el plazo, recibiría lo que se merecía. Se le pasó por la cabeza el usarlas contra sí mismo y aceptar el destino que le imponía la voz fantasmal pero enseguida ahuyentó aquella locura.

La hora transcurrió rápido. Se tranquilizó al comprobar que nada ocurría aunque la tempestad se había desatado y, al igual que dos noches atrás, los truenos retumbaban justo encima. La televisión perdió la señal y la pantalla se llenó de puntos grises y blancos que bailoteaban mientras emitían un rumor agudo y molesto. La luz de la casa, sin embargo, no se marchó.

Aparentemente nada pasaba pero Julius empezó a experimentar una sed acuciante que la achacó al estado de ansiedad en que se encontraba. Fue a la cocina y bebió un vaso de agua que, sin embargo, no calmó su sed. No podía dejar de moverse de aquí para allá y sentía un calor sofocante, aún cuando su frente estaba helada. Pensó en refrescarse metiendo la cabeza bajo el grifo del lavabo y se dirigió al baño.

Gritó. Gritó con un aullido. Al verse reflejado en el espejo, vio que unas pústulas sangrantes empezaban a salirle por el rostro. Miró sus manos y las vio cubiertas de ampollas. Un dolor súbito y agudo le pinchó en el estómago, a tal punto de que se dejó caer sobre el suelo, buscando una posición fetal protectora que sólo hizo que el daño se incrementara. Sintió que sus jugos gástricos le regurgitaban y una de sus piernas comenzó a temblar sin control alguno. Las ampollas de su piel se iban abriendo y cualquier roce le producía un inusitado dolor. Intenso, como jamás antes lo había sentido. 

Supo lo que ocurría. Lo supo con toda certeza. Y, también supo que si esperaba unos minutos más no sería capaz de utilizar las pistolas que aún colgaban de su pecho. Con dificultad, extrajo una de ellas y la acercó a su mentón.

- Sí, un profesional siempre cumple- balbuceó justo antes de disparar.

La policía llegó alertada por un vecino que había oído el disparo. Encontraron el cadáver perfectamente vestido de un tal Julius Whitesener que, a todas luces, se había suicidado. Estaba bien aseado y no parecía padecer enfermedad alguna según la autopsia. Supieron que tenía bastantes activos financieros y vivía acomodadamente pero atribuyeron la causa del suicidio a alguna locura pasajera. Ya se sabe que estos caballeros adinerados y solos consumen drogas y beben demasiado.

- Bienvenido, Mr. Whitesener – dijo Rimmon- Sabíamos que, finalmente, usted cumpliría con su trabajo. Por cierto, los diez millones de dólares ya han sido distribuidos. Por favor, pase a nuestro pequeño mundo. Le espera una larga eternidad. 





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