A finales de abril, ya amanecía pronto y la claridad matutina, de un azul pálido y lejano, le encontró con una sonrisa en los labios. Este año había decidido acudir a la librería Sonetos, en la calle Infanta Paola, porque le gustaba la pequeña glorieta de la esquina, llena de orquídeas violáceas alrededor de una pequeña fuente de caudal escaso pero suficiente para que los gorriones se congregasen a sus pies. Quizá llevaría un canutillo de papel con migas de pan para sentarse en uno de los bancos y atraer a los pajarillos para que dieran saltitos a su alrededor mientras leía.
Se afeitó con esmero. Sí, habían pasado ya 15 años y a él le dolía cada hueso del cuerpo cuando se levantaba, pero la vejez que llegaba no daba derecho a estar desaliñado, menos en un día como aquel. Desayunó un café con leche y galletas, eligió el traje beige y tuvo tiempo de escuchar la primera tertulia en la radio en que, como todos los días, los unos despellejaban a los otros. ¡Cuánto me cansan!, pensó.
Como cada San Jordi, a las ocho y media puntual llamó al ascensor y bajó a la calle. Le gustaba estar de los primeros en la floristería de Mario, a un par de manzanas, para elegir la rosa cuando aún estaba fresca, junto a otras decenas, en grandes cubos llenos de agua. Una vez, Mario le había dicho que echaban unas cuantas aspirinas al agua y que aquello revitalizaba por unas horas a las flores para hacerlas más atractivas a los clientes. Quizá fuera por ese truco, o quizá por el frescor recién huido de la noche, quizá porque en la mañana todo parece más hermoso, o quizá por casualidad, las rosas matutinas eran más bellas. También, iba pronto porque prefería no encontrar una larga fila de compradores o, aún peor, algún conocido que al verle le preguntara sobre ella. Si de algo no deseaba hablar era de lo que ocurrió.
− Buenos días, un año más, ¿eh? – le saludó Mario.
− Las costumbres son las costumbres.
− Sobre todo si son sanas y saludables. ¿Qué tal estás?
− Bien, bien. – respondió sin saber si era cierto. San Jordi siempre le pesaba más de lo normal en el ánimo.
− Tú eliges.
Lo bueno de comprar la rosa en el puesto de Mario es que no tenía que darle explicaciones. El hombre había sido discreto pero, vamos, habiendo ido a comprar un ramo de claveles rojos y margaritas blancas cada mes, durante quince años, podía suponer que, o se trataba de un amor de los que sólo existen en los libros o se trataba de un amor que era imperecedero porque precisamente la amada había perecido. Y es que el amor que no muere sólo existe si no puede matarse con la rutina de la vida.
Eligió una de tallo no muy largo y pétalos abiertos, de mucha fragancia y con gotitas de rocío blanquecino sobre el carmín. Como no hacía frío supuso que Mario usaba algún otro truco además del de las aspirinas, porque varias veces le había encontrado rociando las rosas con un espray de laca.
Se la preparó entre un bonito celofán y un lacito de barras rojas y amarillas, pagó y se dirigió a la parada del autobús. Tomó la línea 18 y media hora más tarde colocó la flor en el nicho de ella. Quince años ya. Qué rápido – o qué lento, según se mire – pasa el tiempo, pensó. Aprovechaba las visitas al cementerio para recordar anécdotas, revivir sentimientos, ver algunas de las fotos que llevaba en su móvil de cuando estaba viva. Dio gracias al cielo porque se hubiese inventado la fotografía. Le permitía traer a la vida lo que ya se había congelado en el pasado. ¿Cómo harían nuestros tatarabuelos para recordar a los que se habían marchado? La memoria es tan frágil.
Salió del camposanto antes de que comenzara a llegar más gente. La mañana estaba agradable. Hace quince años, ella, ahora, le regalaría un libro pero como eso ya no podía ocurrir, el libro se lo compraba él mismo e imaginaba que venía de sus manos.
Volvió en el bus al centro y bajó en la rambla Ferrán. Caminó tranquiló hasta la librería y entró. Era la primera vez que la visitaba y le agradó lo que vio. Un local con cierto estilo decimonónico, estanterías de madera labrada y una luz suficiente para leer pero no atosigante como si fuese una oficina. Se escuchaba música de jazz al piano y, salpicando los rincones, había macetas con ficus, crotones, crasas y alguna otra planta, con grandes flores rojas, que no reconoció. Había leído en el diario que el edificio fue un día la residencia de un adinerado hombre de negocios que regresó de Cuba tras el desastre de Cervera y que se instaló en la ciudad hasta que, arruinado, se marchó sin dejar más rastro que una apenada amante que acabó casándose con un teniente de artillería. Sea como fuera, la Sonetos le gustaba y volvería a visitarla.
Dejó de lado sus cavilaciones. No estaba allí para admirar la decoración sino para comprar el libro que ella debía regalarle a través de sus propias manos. Observó los carteles con indicaciones y, por lógica, supuso que lo que estaba buscando debía estar en el segundo piso, lejos de los anaqueles con las novedades que se encontraban lo más cerca de la entrada posible. Subió por la escalera del final del pasillo y supo que su intuición había sido acertada. Ante él, una larga hilera de ensayos de filosofía y ciencias políticas. Sin duda, el libro que deseaba estaría catalogado por allá. Caminó hasta el otro extremo sin llegar a verlo y supuso que, simplemente, se le había pasado dada la ingente cantidad de volúmenes expuesta. Rehízo sus pasos y tampoco vio el título. Repitió el paseo adelante y atrás sin éxito. Finalmente, hubo de admitir que su intuición no funcionaba. El libro debía estar abajo, junto a las novedades y las novelas históricas y negras que tanto gustaban hoy en día. Bajó y comenzó a revisar, con paciencia, los estantes.
− ¿Puedo ayudarle, caballero? – escuchó una voz a su espalda.
Se volvió y encontró, frente a sí, a un joven espigado, aún con acné en el rostro, sonriente y algo desaliñado en el peinado.
− No, gracias. Estoy mirando y buscando alguna cosa que me interesa.
− ¿Un regalo para San Jordi?
− Sí, así es. Pero ya me arreglo yo. Gracias, otra vez.
− Como desee. Me disculpará, pero he visto que usted ha recorrido ambos pisos y parecía estar decepcionado por no hallar algo preciso. Ya sabe, tenemos el ordenador allá y con que me diga el título puedo decirle si lo tenemos en nuestra librería sin que deba perder su tiempo… Soy Josema, si me necesita.
Iba a contestarle, otra vez, que no hacía falta pero quizá porque el chaval le cayó simpático, o porque pensó que el chico ganaría una pequeña comisión si vendía algo, o porque estimó que el día no estaba para perderlo en buscar un texto sino en leerlo, cedió y dejó de lado las ganas de mandarlo a tomar viento fresco.
− Bueno, Josema, usted gana – respondió −. Estoy buscando El banquete, de Platón.
El chico quedó sorprendido. A todas luces, no llevaba mucho tiempo en el negocio y, en un día como aquel, esperaba peticiones más convencionales. Las últimas novedades, la ganadora del Nadal, la última de Reverte, la de Aramburu, la de Martínez Pisón, la de Loriga o la de Zerán. Se había preparado todos les best-sellers, las novedades, las recomendaciones de Babelia y el ABC, incluso, para los más delicados, quizá, la poesía de López Parada o del siempre bien vendido Benedetti. Pero, ¿Platón? ¿de dónde salía aquel tipo? No parecía tan viejo ni tenía el aspecto de un catedrático de lengua. Se imaginó a sí mismo que Marisa, la chica con la que llevaba ya varios meses saliendo, le regalara un Platón por San Jordi. ¡Definitivamente, debería replantearse la relación! Sonrió y se recompuso.
− El banquete, de Platón – repitió el título −. Haga el favor de acompañarme al ordenador y lo buscamos.
− Le acompaño.
− ¿No desea una novela reciente? – se animó a importunar al cliente porque las comisiones por vender las novedades eran mayores−, ya sabe en un día como hoy, las novelas sobre el amor son los más solicitados.
− El banquete trata del amor– repuso el hombre sin darle pie a continuar.
El ordenador tardó apenas dos segundos en rastrear la base de datos y devolvió el resultado esperado. Estantería 17, nivel 2.
− Lo tenemos. ¿Desea que se lo traiga?
− Sí, por favor.
− Vuelvo al instante.
El chico se dirigió a paso rápido a buscar el libro pensando que, en realidad, el hombre estaría comprando un libro por otra razón ajena al San Jordi. Al cabo, son las mujeres las que regalan el libro, no ellos.
− Aquí lo tiene, caballero. ¿Quiere revisarlo?
− No, envuélvamelo para regalo…. José María, me dijo, ¿no?
− Sí, sí, Josema. … veamos… son 28,45€
Pagó y salió mientras Josema le observaba con extrañeza desde detrás del vidriado escaparate.
Decidió no quedarse en la glorieta y caminó hasta casa. La brisa atemperaba el calor primaveral y en el cielo comenzaban a formarse nubes densas. Quizá, como habían dicho en el parte radiofónico en la mañana, lloviese por la tarde. Mejor. Gusta leer cuando la lluvia golpea la ventana.
Le dieron la una en el camino, así que, al pasar por el Gino’s entró y pidió algo de pasta con una cerveza con limón. Mientras esperaba que le trajeran la comanda, acarició sin darse cuenta el libro que acababa de comprar y sonrió con condescendencia al pensar en el chaval que se lo había vendido. Al pobre, le faltaba tanto para saber qué es el amor.
Llegó a casa y se sentó en el sillón de la sala. Imaginó que ella entraba, que le saludaba, que le daba un beso – tierno y lento, como deben ser los besos −, que le preguntaba por el trabajo en la oficina y que, finalmente, le daba el libro. Imaginó que el le daba la rosa en mano, que ella se lo agradecía, que buscaba un búcaro, que lo llenaba de agua, que echaba la aspirina como Mario les había dicho que había que hacer, que ponía la rosa en el jarrito y que sus pétalos se abrían para saludar a las más bella de las mujeres.
Rasgó el papel de regalo con cuidado y abrió el volumen. Tomó las gafas y dio la luz que, a ciertas edades, la presbicia es mala consejera y las sombras aparecen por doquier.
Sabía bien qué deseaba leer. Saltó todos los discursos de Erixímaco, Fedro y Pausanias – los leería más tarde − para llegar a Aristófanes.
− Aristófanes. A ti te quería yo tener entre mis manos.
Recordó por un momento a Josema, el vendedor de la tienda. ¿Podría él comprender a Aristófanes con un amor vivido tan corto, tan inexperto? Se recolocó las lentes y comenzó a leer despacio, para no perder el sentido de las palabras del griego.
En otro tiempo la naturaleza humana era muy diferente de lo que es hoy – comenzaba el discurso de Aristófanes.
…todos los hombres tenían formas redondas, la espalda y los costados colocados en círculo, cuatro brazos, cuatro piernas, dos fisonomías, unidas a un cuello circular y perfectamente semejantes, una sola cabeza, que reunía estos dos semblantes opuestos entre sí, dos orejas, dos órganos de la generación, y todo lo demás en esta misma proporción. Marchaban rectos como nosotros, y sin tener necesidad de volverse para tomar el camino que querían. Cuando deseaban caminar ligeros, se apoyaban sucesivamente sobre sus ocho miembros, y avanzaban con rapidez mediante un movimiento circular, como los que hacen la rueda con los pies al aire.
Rio internamente al imaginar a esa especie de pelotas de baloncesto con ojos, piernas, brazos y corazones duplicados, unos al envés de los otros.
… Los cuerpos eran robustos y vigorosos y de corazón animoso, y por esto concibieron la atrevida idea de escalar el cielo, y combatir con los dioses, como dice Homero de Efialtes y de Oto. Júpiter examinó con los dioses el partido que debía tomarse. El negocio no carecía de dificultad; los dioses no querían anonadar a los hombres, como en otro tiempo a los gigantes, fulminando contra ellos sus rayos, porque entonces desaparecerían el culto y los sacrificios que los hombres les ofrecían; pero, por otra parte, no podían sufrir semejante insolencia. En fin, después de largas reflexiones, Júpiter se expresó en estos términos: Creo haber encontrado un medio de conservar los hombres y hacerlos más circunspectos, y consiste en disminuir sus fuerzas. Los separaré en dos; así se harán débiles y tendremos otra ventaja, que será la de aumentar el número de los que nos sirvan; marcharán rectos sosteniéndose en dos piernas sólo, y si después de este castigo conservan su impía audacia y no quieren permanecer en reposo, los dividiré de nuevo, y se verán precisados a marchar sobre un solo pie, como los que bailan sobre odres en la fiesta de Caco. Después de esta declaración, el dios hizo la separación que acababa de resolver.
Dejó de leer por un instante. Castigo divino por intentar ser dioses, poco importa si es comiendo manzanas o combatiendo al Panteón del Capitolio. Siguió leyendo:
… Hecha esta división, cada mitad hacia esfuerzos para encontrar la otra mitad de que había sido separada; y cuando se encontraban ambas, se abrazaban y se unían, llevadas del deseo de entrar en su antigua unidad, con un ardor tal, que abrazadas perecían de hambre e inacción, no queriendo hacer nada la una sin la otra.
− El castigo más terrible – pensó. Él lo sabía por experiencia propia. Le llegó un escalofrío profundo cuando pensó en cómo un cáncer desgarró su mitad.
…. De aquí procede el amor que tenemos naturalmente los unos a los otros; él nos recuerda nuestra naturaleza primitiva y hace esfuerzos para reunir las dos mitades y para restablecernos en nuestra antigua perfección. Cada uno de nosotros no es más que una mitad que ha sido separada de su todo, como se divide una hoja en dos. Estas mitades buscan siempre sus mitades.
Cerró los ojos antes de que se le humedecieran. Le vinieron a la mente, los días felices, los paseos por el parque, las tardes a la orilla del río, entre los fresnos, las comidas en aquel restaurante del que ya eran casi familia, las noches de amor y conversación, la luz de sus ojos, la vida que rebosaba en cada palabra y en cada gesto.
… y si viéndoles perplejos, continuase interpelándoles de esta manera: Lo que queréis, ¿no es estar de tal manera unidos, que ni de día ni de noche estéis el uno sin el otro? Si es esto lo que deseáis, voy a fundiros y mezclaros de tal manera, que no seréis ya dos personas, sino una sola; y que mientras viváis, viváis una vida común como una sola persona, y que cuando hayáis muerto, en la muerte misma os reunáis de manera que no seáis dos personas sino una sola… ninguno de ellos negaría, ni respondería, que deseaba otra cosa, persuadido de que el dios acababa de expresar lo que en todos los momentos estaba en el fondo de su alma; esto es, el deseo de estar unido y confundido con el objeto amado, hasta no formar más que un solo ser con él. La causa de esto es que nuestra naturaleza primitiva era una, y que éramos un todo completo, y se da el nombre de amor al deseo y prosecución de este antiguo estado.
− Uno sólo, contigo – suspiró -. Pleno al quince, Aristófanes. Acierto total.
Dejó el libro en la mesita auxiliar y quedó mirando por la ventana. Como habían anunciado, comenzaba a llover ligeramente y la gente se apresuraba por las calles mojadas.
Lejos de allí, Josema cerraba otra venta con una señora alta, casi en los cuarenta hubiera dicho él, demasiado maquillada para su gusto, estilo casual, falda y chaqueta gris. El amor de Elvira, una novela premiada hacía unos meses que estaba recibiendo muy buenas críticas.
− No se va a arrepentir – decía, Josema. – Es una muy buena elección. Se está vendiendo mucho. Le gustará a su pareja.
− No sé, no sé – la mujer hizo un gesto de duda −, mi marido es un poco raro.
− Seguro que no – Josema le extendió el ticket de compra−. Por aquí sí que pasan tipos raros.
− No será para tanto. – contestó ella.
− Sí, sí. Algunos hasta regalan libros de Platón en días como este…
− Noooo…. ¿Platón? …. ¿En San Jordi?
− Lo que le digo.
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