20/8/13

La magia de tus noches





Esto viene de antiguo, de tiempos tan pretéritos que ya ni se recuerdan en las sagas más arcaicas, se remonta a cuando los hombres vivían en países de fantasía, a cuando los juglares cantaban odas tañendo su laúd, a cuando los druidas buscaban muérdago y las hadas habitaban en los bosques. Sí, cuentan que, entonces, las más hermosas taumaturgas hacían pactos con la noche y las estrellas para enamorar a los hombres, para hacerlos  deleitarse en la pasión y en la fiebre de la sensualidad. Los elegidos no podían sino rendirse a sus hechizos, vivir muriendo de amor, penar anhelando una mirada, o domeñar dragones por lograr una caricia.

Nadie sabe cómo aquellos conocimientos asombrosos se han ido transmitiendo hasta nuestros días pero lo cierto es que algunas pocas mujeres extraordinarias aún dominan el nexo con la noche y el pacto con los sutiles poderes del afecto y la adoración.
 
Yo sé que tú eres una de esas hechiceras seductoras que conoces los arcanos más dulces para convertir las noches en fascinación, y yo sé que no puedo sino rendirme a ti y a tus noches. Yo sé que, mientras me hablas, todos tus poderes se confabulan para organizar el mundo a nuestro alrededor, para hacerlo excepcional en una miríada de detalles y de matices. Una ración de  gambas, un plato de coquinas al ajillo y, como plato principal, atún fresco. Vino blanco en la cubitera y acordes flamencos en la lejanía. La cena, un imán para las confidencias y los guiños cómplices. La terraza, alumbrada con  llamitas de velas que tremolaban con la brisa y farolillos colgados de las vigas. Rumor de olas sosegadas atraídas por una arena repleta de conchas dormidas sobre ellas. Aire henchido de salitre oceánico, de perfume de enebros, del limo marismeño y de plantas aromáticas.  

Hiciste que nos acercáramos a la orilla. Me gusta cuando nuestros pasos se confunden en la arena y dejan de ser dos sendas para convertirse en una única con destino común. Me gusta abrazarte estrechamente en la noche estrellada, bajo un Sagitario gigantesco que se desplegaba de este a oeste, besar tu cabello, aspirar las dos gotas de perfume en tu cuello, apretarte contra mi pecho como si en ello me fuese la vida.

Era una de tus noches, quedaban muchos más conjuros y los utilizaste todos. Bajo la carpa, la fiesta no había terminado.

- Ven, escuchemos – dijiste- y corriste hacia el lugar. Yo te seguí y te tomé de la cintura.

Sonaba, bajo lucecillas rojas y azuladas, Noches de bohemia. Te abracé, me besaste y tus labios desmintieron la letra de la canción. Tus besos no son falsos, tampoco los míos. Luego, en el balcón, continuamos escuchando la música, el vibrar de las cuerdas de la guitarra y el jugueteo de hábiles manos en el cajón. Tú fumabas un cigarrillo sentada frente a mí, las estrellas en lo alto, el sosiego del mundo hecho magia, tu carita preciosa como el encanto principal del cosmos. La noche conjurada junto a tu magia infinita. Sólo quedaba el lecho tierno. Te desnudaste despacio, como a mí me gusta, dándome tiempo a que redescubriera cada curva de tu cuerpo, cada detalle de tu figura.

En algún remoto compendio de encantamientos estaba profetizado que aquella noche yo debía llenarte de caricias mientras me abrazaba a ti. Me dormí haciéndolo, enamorado, comprendiendo que desde antes de que se construyese el mundo ya estaba escrito que aquella noche era nuestra y sólo nuestra. Y la magia se hizo.
 


 

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