19/8/13

Rachmaninov






-        ¿Te apetece algún licor? – preguntó él, cortésmente.
-        No sé, algo dulzón si es que tienes.
-        ¿Un Pedro Ximénez frío?
-        Pero poquito, por favor.
Se levantó y entró en el salón a por la copa y la botella. Regresó a la terraza instantes después con el vino en una mano y una sonrisa cautivadora en su rostro.
El ático de Alejandro era agradable, decorado con gusto, un poco minimalista para el gusto de ella, desordenado moderadamente como se supone que debe ser el piso de un soltero, con un ligero aroma a vainilla que sin duda llegaba desde las velas encerradas en vasos de cristal y un par de acuarelas marinas que encajaban con la ubicación del apartamento. La terraza era inmensa y en el pretil que la rodeaba había maceteros con geranios y petunias que a buen seguro él mandaba cuidar por alguien porque lucían perfectos. Habían cenado en la terraza desde donde se llegaba a escuchar el vago rumor del mar.
-        No pensaba yo que un hombre como tú pudiera preparar una cena tan deliciosa- sonrió ella mientras daba un sorbo del Pedro Ximénez.
-        No te contaré mis secretos- él le guiñó un ojo.
-        Catering, como si lo viera – contestó Adela. No quería que se le envalentonase. Cierto era que la velada estaba resultando un deleite y que, para su sorpresa, Alejandro era un buen conversador, humilde en el trato e interesante en lo cercano. Había esperado un tipo ufano, seguro de ser un conquistador, uno de esos a los que ella le encantaba machacar.
Se habían conocido en el Atrium, un local nuevo donde ofrecían conciertos de todo tipo. A ambos les habían contratado para las tardes, cuando se ofrecían pequeños recitales de música clásica. Alejandro era pianista y Adela tocaba el cello. Cuando se conocieron, no se habían caído bien. Para él, ella era una de esas mujeres volcada en su carrera, poco afectiva, nada coqueta. Para ella, él era un vanidoso, un pianista del montón que se apoyaba en su indudable atractivo para escalar posiciones en el mundillo. Pero las cosas son como son y se habían visto obligados a dar tres conciertos juntos con lo que eso supone de ensayos, de trabajo en común y de conocerse un poco más. Cuando, en el último, interpretaron la sonata de Debussy, los enfervorizados aplausos del público limaron algunas de las reticencias que se tenían entre sí.
-        Me gustaría invitarte a cenar mañana en mi casa- la llamada, muy tempranera, había sobresaltado a Adela que todavía se restregaba los ojos en la cama.
-        Un poco pronto para llamar, ¿no? – protestó ella- ¿A qué se debe esta invitación?
-        ¿Has visto el periódico?
-        Claro que no. Son las siete de la mañana. A las siete de la mañana yo estoy dormida.
-        Te leo- se oyeron ruidos de páginas al otro lado de la línea- El dúo formado por Adela Martínez y Alejandro Núñez nos ofreció una interpretación plena de sensibilidad y alma, uno de esos conciertos que uno no puede sino recordar durante años.
-        ¿Eso dicen? ¿De veras? – se sentó sobre la cama, ya despierta e ilusionada.
-        Eso mismo. Y he pensado que debo darte las gracias y qué mejor que hacerlo que cenando juntos.
Dudó durante unos momentos. Había escuchado cómo era Alejandro. Un destroza corazones, eso era. Que era guapo no lo dudaba, pero en general era jactancioso y se le había subido a la cabeza su éxito. No era mal pianista pero no tan bueno como él mismo pensaba. Además, ella estaba de vuelta de posibles amoríos. Ya le había costado bastante salir del agujero al que cayó cuando rompió con Carlos. Otro pianista. Por Dios, que con uno era suficiente.
-        ¿Qué me dices? – insistió él.
-        No sé…
-        Tenemos que celebrar el éxito. Ya sé que no te caigo muy bien pero lo cortés no quita lo valiente. Cenamos, charlamos un poco, brindamos por nuestro éxito y ya está.
-        De acuerdo. ¿Dónde? – aceptó Adela.
-        En mi casa. En la terraza de mi apartamento. Te gustará.
-        ¿Yo la verdad preferiría un restaurante?
-        Venga, no seas aguafiestas. Te recojo en Atrium a las nueve. – y Adela escuchó el click que anunciaba que él había colgado.
Había picado como una adolescente tonta, pensó. Por un momento, había pensado que era una invitación sincera, de dos profesionales. Pero al elegir su casa estaba claro que pretendía más. La tenía clara. Si esperaba ser una de sus conquistas, la llevaba clara. Ya no podía decir que no iría, pero cenaría y punto.
La cena, con todo, había resultado espléndida y, para su sorpresa, Alejandro había estado encantador. Habían reído y debatido sobre la música impresionista, sobre la política cultural del gobierno, sobre mil cosas y ni él se sobrepasó en ningún momento ni ella tuvo que hacer uso de la pechera de coracero prusiano con la que iba prevenida.
La noche era clara y, a pesar de la difusa luz de la ciudad, se podía ver la Osa Mayor. La temperatura, acabando ya el verano, era aún tibia e invitaba a charlar hasta altas horas.
-        ¿Nos falta música? – dijo él- Vaya dos músicos de pacotilla que no amenizan la velada con algo de buena armonía. Para algo tengo montados estos altavoces aquí fuera.
-        ¿Puedo? – preguntó ella.
-        Por supuesto. Están justo ahí, en la entrada de la terraza.
Adela se levantó y se acercó al mueble que contenía los CDs. Llevaba la copa de vino en una mano y se tomó su tiempo, sacando una a una las cajas y leyendo la obra y la versión. Él la miraba intrigado.
-        ¿Qué vas a elegir?
-        No lo sé todavía- replicó ella- déjame elegir a gusto.
-        Sea, sea… tenemos toda la noche. Mientras los vecinos no protesten
De pronto, ella elevó la voz con un tono de júbilo.
-        ¡Rachmaninov y Previn!
-        ¿Qué?- Alejandro volvió la cabeza.
-        La segunda sinfonía de Rachmaninov dirigida por Previn. Una versión maravillosa.
-        Lo es. Vaya, no imaginaba que tendríamos gustos tan parecidos.
-        ¿Escuchamos el adagio?
-        Por favor – él se levantó y tomando el CD de la mano de Adela, lo introdujo en el estéreo. Pulsó unas cuantas teclas e invitó a la mujer a regresar a la terraza y sentarse frente al cielo oscuro.
No dijeron nada durante el cuarto de hora. No podían. Hay veces que, sin esperarlo, el mundo se confabula para crear el mejor de los escenarios y parecía que aquella noche era uno de esos instantes que luego se recuerdan siempre.
-        ¿Lo volvemos  a escuchar? – pidió ella al terminar.
Alejandro se levantó y programó el aparato para que repitiera el adagio una y otra vez. Se sentó junto a ella y la miró pero Adela no sintió en su mirada aquello que le contaran de él. No había vanidad ni egolatría ni sexo. Había dulzura y sensibilidad, ternura. Vaya lío, pensó, vaya lío. Que no quiero nada con pianistas, se dijo a sí misma, mientras las cuerdas construían un tiempo lento sublime, lírico, tan plácido y melancólico que detenía el tiempo, con el tempo exacto, manteniendo las notas suspendidas en el aire por un eterno momento hasta que caían relajadas en la tónica, un divino clarinete sobrevolando al resto de la orquesta, una versión serena e indisputable. Que no quiero nada con pianistas, se repitió mientras no podía evitar prenderse de sus ojos, preguntarse cómo sería el tacto de aquellas manos grandes, si sería cierto que era hábil en los besos y en las caricias. Vaya, con Rachmaninov y con Previn, aprendices de brujos, hechizadores.
-        Me gusta cómo entran los cellos aquí, justo tras el trino- interrumpió quedamente él, mirándola un instante.
Vaya, con Rachmaninov y Previn. Ella había venido dispuesta a no dejarse engatusar, a dejarle claro que ella no era una más y ahora estaba atrapada en un torbellino de sensaciones. Rendirse, eso era lo que iba a hacer, rendirse dulcemente.
-        Es la una- musitó él.
-        Los del piso de abajo deben estar ya hartos del adagio- sonrió ella.
-        Y no veas lo desabridos que son. Ya me veo en boca de todos en la siguiente reunión de portal.
Permanecieron en silencio. Adela deseaba quedarse, se quedaría si se lo pidiera. Qué complejo es el mundo a veces. Cómo puede cambiar la vida en unas horas. Previn era el culpable.
-        Eres encantadora – Alejandro la tomó de la mano por un instante. Ella no supo qué decir. Se dejó hacer.
-        Ha sido una cena preciosa – y con el tono tierno de su voz, él comprendió que podía pedirle que se quedara. Y ella supo que aceptaría.
-        Sería imperdonable romper el embrujo de Rachmaninov – dijo bajito él, mientras besaba su mano-, … la cadencia debe suspenderse en el tiempo para que se anhele que llegue el acorde y este suene maravilloso.
-        Lo sé.
-        ¿Te pido un taxi?
-        Será lo mejor – contestó Adela.
 

 



2 comentarios:

  1. Bonito relato y precioso adagio.

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  2. Si yo hubiera sido él, creo que hubiera actuado igual. ¡Todo a su tiempo! jejejeje

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