8/2/08

Estudios






Estabas preocupada. Querías hacerlo bien. Se trataba de un desafío vital para ti. Demostrar al mundo que eras capaz de todo, de superar las dificultades y la mala fortuna. No comprendías que no necesitabas hacerlo, que yo te admiraba más que a cualquier héroe de este mundo. Que todos los que te amábamos, lo hacíamos.

La tarde estaba lluviosa. Una de esos atardeceres de invierno, plomizos y ventosos, que, sin embargo, se bañan en una luz misteriosa e íntima, de rayos furtivos de un sol frío que no logra domeñar los cúmulos de nubes cargados de agua.

Habíamos planeado repasar tu proyecto final en el parque, tras dar un paseo pero sentiste frío. Necesitábamos tranquilidad. Yo, en mi papel de severo profesor – un maestro que sin embargo no sabía nada, que sólo interpretaba un papel-; tú en el de doctorando temeroso del tribunal.

Acabamos en el restop de la autopista. No encontramos nada mejor. Aún era muy pronto para que los viajeros llenaran el enorme restaurante buscando cenar un plato combinado o un bocadillo apresurado. Nos sentamos al fondo, muy lejos de las pocas personas que se sentaban frente al ventanal. Pediste un café.

Comenzaste tu presentación, recitándola como si ya estuvieses ante los catedráticos, concentrada en lo que hacías. Esperabas de mí que la criticara, que buscara errores, que fuese severo para que pudieras mejorar tu charla.

Cuando terminaste, sólo pude exclamar ¡bravo! Te sonreí y te besé. Preguntaste ¿qué tal? y sólo pude contestar que si no te calificaban con matrícula de honor serían unos redomados cafres.







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