Sí, las calles son las mismas, ajetreadas; el mismo aire tibio del final de verano, con algunos nubarrones que quizá descarguen lluvia a media noche. Como entonces, las terrazas llenas de parejas que cenan charlando, o dándose la mano; las fuentes chispeando entre la luz amarillenta de las farolas; gorriones rezagados junto a la estatua de bronce. Continúa en la esquina el músico callejero que toca un tango en un violín viejo; brillan las mismas estrellas, huérfanas de oscuridad intensa, mientras vibran inquietas entre el aire caliente que asciende desde la ciudad cansada. Miro aquí y allá y creo verte en algún reflejo, o quizá te descubro en una voz que se parece a la tuya o en un gesto que se me antoja familiar. Llego a la cafetería e, ingenuo, idiota perdido, miro en cada mesa por si aún estás esperándome para hablar de nuestras cosas, como entonces. Y cuando no te veo, me engaño pensando que sólo te has rezagado por el tráfico o por alguna tarea tardía. Todo es similar, casi exacto, y sin embargo es todo tan absolutamente distinto sin ti. Lo comprendo cuando cuando llego a la habitación, la de nuestra primera noche, y el mundo se derrumba al caer en la cuenta de que no amaneceré abrazado a tu pecho.
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