Estabas cansada. Te habías levantado muy temprano para ir a la oficina. Aquella casi hora de trayecto hasta el trabajo, día sí y día también, minaba tu resistencia. Así que no quisiste salir a cenar. Mejor quedarnos en el hotel, dijiste. Hacía mucho frío. Aún estaban colgados los adornos de la navidad y las calles brillaban bajo las guirnaldas de colores. Las farolas pintaban de amarillo los charcos y el asfalto húmedo por el sirimiri intermitente. Estabas guapa con tu abrigo claro, tu bufanda al cuello y tus botas de mercadillo. Te abracé, metiste tu mano en mi bolsillo y caminamos despacio hasta el súper. Jamón del bueno y botellita de cava. Eso, elegiste. Dijiste que no tenías apetito para más.
Pusimos el cartelito de no molesten en la puerta. Y echamos el pestillo de cadeneta. Seguía lloviendo pero la habitación estaba cálida de temperatura y de sentimientos. Estábamos seguros que el cosmos sólo existía para nosotros. Te desvestiste y te pusiste sólo la chaqueta del pijama. Dejaste que acariciara tus muslos. Te acurrucaste en el silloncito y abrimos el jamón sobre la mesita. Insististe en descorchar la botella con un pum audible. Reíste cuando el corcho salió disparado contra el vestidor. Los dos vasos del minibar nos sirvieron para brindar con los brazos entrelazados, como en las películas. Casi no hablamos pero no dejamos de mirarnos y sonreírnos. Bastaba eso. Te amaba. Me amabas. Bastaba eso. Hicimos el amor y dormiste abrazada a mí. Aún te amo.
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