Recuerdo que compartimos un bocadillo de filete a la plancha
con pimientos verdes. Estabas ya muy cansada y tenías la respiración
entrecortada pero seguías trabajando y ni por asomo podía decirte que lo
dejaras, que cuidaras de ti misma, que el trabajo ya no importaba. Al revés, el
trabajo, el sentirte útil, el demostrarte que superabas los obstáculos, te
daban aliento para continuar la lucha.
Nos sentamos en aquel restaurante de carretera que proporcionaba WI-FI gratis si hacías alguna
consumición. Pedimos el bocadillo y una botella de litro de Vichy. Estabas
hermosa con tu abrigo beige pálido. Comimos despacio, sentados juntos en el
banco corrido que se alineaba junto a la mesa de plástico. Había oscurecido y
la tarde del otoño tardío estaba lluviosa y tristona. Estábamos solos. Abrimos
mi ordenador sobre la mesa y mientras yo tecleaba tú acariciabas mis dedos con
los tuyos.
Había que traducir aquella carta que tu jefe quería enviar
urgentemente pero ni él mismo sabía lo que quería expresar, así que entre
bocado y bocado dedujimos juntos su objetivo, el mensaje de la misiva y la
tradujimos al inglés. Me hiciste cambiar varias veces la expresión que, para
eso, hablabas mejor que yo el inglés. Fuimos
precisos y el director de la empresa quedó encantado cuando te contestó una
hora más tarde. Tú, a pesar de tu estado, no hubieras aceptado nada menor que
la perfección.
Tras enviar el e-mail, me agarraste del brazo y nos quedamos
allá, sentados por largo tiempo. Ya no tenías fuerzas para seguir hablando.
Vaciamos la botella de agua compartiendo el vaso, compartiendo la vida y la
fatalidad que no dejaba de acercarse.
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