Ni un solo día he dejado de recordarte. Y, no, no es que me
esfuerce en ello ni tenga voluntad de hacerlo para demostrar lo que no tengo
que demostrar. Simplemente, ocurre. Vienes a mi mente, varias veces al día, por
pequeñas cosas cotidianas. Llegas y
endulzas mi alma. Te siento dentro y me da por hablarte, por reír contigo sin
que se muevan mis labios, por preguntarte cosas, por pedirte ayuda, por rogarte
que vuelvas enseguida. Es increíble cómo estás presente en la vida, en el
mundo, en el aroma de los campos, en la lluvia o en la tierra húmeda. Soy
escéptico sobre la vida del más allá y no creo nada en videntes y charlatanes. Mi
mente se rige por ecuaciones, mi profesión por cálculos, mi raciocinio por
algoritmos. Pero, cuando pienso en lo que nos ocurre, siento que nunca te has
marchado ni que nunca lo harás y que existe un cosmos que ni concibo. Quizá
haya una energía, un canal que no conocemos, otra dimensión con sus propias
constantes fundamentales y ecuaciones fantásticas. Como nuestros tatarabuelos
se sorprendían de que existiera la invisible electricidad, o se mofaban de las
ondas electromagnéticas que llenan el aire, o consideraban fábulas alocadas los
efectos cuánticos, así me sorprendo yo de cómo te comunicas cada día
conmigo.
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