Me quieren y quiero nuevamente,
lo sabes, y el analgésico del amor hace que a veces piense que la herida ya ha
cicatrizado, que aunque te recuerde cada día – es así, ni un solo día has dejado
de llegar a mi memoria- la vida se renueva y el futuro por fin se sobrepone al
pasado. Entonces, te visito y todo se vuelca en un instante. Brotan, sin que yo
los llame, sangre, dolor y duelo. Las lágrimas se agolpan imparables en mis
ojos y la congoja se enrosca en mi garganta. El tsunami de la rabia cósmica
por la injusticia del mundo, por la indiferencia divina, por mi impotencia ante
el destino, por no ser capaz de ayudarte, me inunda y me derrumba. Y, ¿sabes?, entonces, abofeteado por el
sentimiento, hundido en el barro de la miseria que crea la falta de tus
caricias, me revuelvo furioso, me siento vivo, me siento valeroso, me siento
fuerte para seguir. Es irónico. Es con tu presencia doliente y cercana como
puedo afrontar el mundo, sabiendo que tú me hiciste como soy, que tú me
enseñaste a sentir, que eres el baremo del bien y del mal. Es postrado y
derrotado cuando me alcanzan las más sobrehumanas fuerzas de combatir la vida y
devolverle el golpe que nos asestó. La venganza es un buen motivo para
sobrevivir. Y yo deseo vengarme de la tierra y del cielo. A partir de tu dolor,
del nuestro, es como puedo valorar el querer, un abrazo, un beso, el rumor del
mar. La pena, la angustia y la nostalgia me recuerdan lo maravilloso de que ahora me amen, lo que fuiste, lo que
eres, lo que pudo ser, lo efímero del bien, lo implacable del mal, lo que
modelaste en mí, y reavivan la esperanza en que te alcanzaré en tu vuelo, en
este mundo o en otro mundo, en cualquier mundo, o en el recuerdo si es que sólo
eso es posible. Quiero sentir tu dolor siempre. No traicionaré jamás tu ausencia.
Seré feliz, sí, quizá, pero será con la llaga abierta que yo mismo rasgaré con
mis manos si quiere sanar.
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