30/6/08

El tesoro


Con seis años recién cumplidos aún no sabía leer pero cogía libros de su madre e, imitándola, simulaba que los leía. Inventaba historias de piratas y de duendes que llegaban volando. Imaginaba un circo lleno de elefantes gigantes y fieros leones que eran dominados por un domador que, por una casualidad, se llamaba Pedro, como él. Su madre reía cuando le veía coger un libro, cuanto más grande mejor porque a Pedrito le encantaban los libros pesados y de muchas páginas, y con solemnidad pasaba las hojas “leyendo” una historia que su precoz imaginación le dictaba en su interior.

Vivía en una casa junto a la playa, de modo que los castillos de arena eran una especialidad hábilmente desarrollada. Le gustaba crearlos con muchas almenas, con puentes y ríos que pasaban por debajo de ellos, con montañas desde las que imaginaba que llegaban malvados ogros. Cada día, batallaba con la marea creciente intentando formar una muralla lo suficientemente alta con sus manitas para ver, al final, que las olas vencían-como cada día- y chapotear en las piscina que se formaba en el hoyo que había hecho.

Aquella tarde, cuando ya su castillo había sido devorado por la marea, jugaba a lanzar piedritas lo más lejos posible. Fue entonces cuando vio la botella. Llegaba flotando y pasaron unos minutos hasta que las olas, pequeñas pero tenaces, la depositaron finalmente sobre la arena. Había un papel dentro. La desbocada imaginación de Pedro le susurró que aquello era un mensaje de los piratas que habitaban en las islas Mauleón. Conocía ese nombre de haberlo visto en una película de dibujos animados a la que, no hacía mucho, había ido con su madre. Era una peli de piratas malos, muy malos. Y en ella lanzaban una botella con instrucciones para que sus compinches encontraran un gran tesoro. Pedro estaba seguro de que era la misma. La abrió y no vio mensaje alguno dentro de ella pero la botella tenía pegado un papel escrito con dibujos y letras. El mensaje, esta vez, no estaba dentro sino fuera. Así de ingeniosos son, a veces, los piratas.

Cogió la botella y corrió a su casa, anunciando a plena voz que había encontrado el mensaje de los piratas para hallar el tesoro. Uno auténtico. Un gran tesoro.

Su madre le reprendió por traerla. Se podía haber cortado con el cristal si se hubiera roto aquella botella, con una etiqueta en la que estaba escrito “Aceite Valerio, un tesoro para su paladar”.

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