Baltasar perdió su trabajo cuando su empresa decidió que, a sus cincuenta años, era demasiado viejo para encajar en una organización dinámica y moderna. Poco importó su experiencia y sus ganas de hacer. Ni el que, realmente, su escaso sueldo no suponía ninguna carga importante a la compañía. El estigma de la edad pareció ser decisivo. Un año después, sin recursos y tras haberse presentado a doscientas entrevistas, se dio cuenta que no volvería a encontrar trabajo. Intentó auto emplearse pero no lo logró. Y la sombra de la miseria le fue arropando poco a poco. Dos años después, comía en la iglesia de los Carmelitas donde servían una sopa clara pero caliente y algunas croquetas. Pronto no pudo pagar el alquiler de la casa donde siempre había vivido y el dueño del piso le echó, eso sí, con muy buenas palabras y con cara de que estaba muy apenado. La primera noche que durmió a la intemperie fue en el parque. Más tarde, encontró un hueco en la garita de un cajero automático de las afueras lo que fue un gran alivio cuando el frío del invierno llegó.
Baltasar lo había perdido todo excepto su dignidad. Cada día luchaba por no perderla. Procuraba mantenerse aseado. De las limosnas que conseguía siempre reservaba un euro para ducharse cada dos o tres días en los baños públicos de la ciudad donde, además de agua por quince minutos –más bien fría que caliente- le daban un pedazo de jabón que aprovechaba para lavar la segunda muda de las dos que tenía. Su mayor bien era una maquinilla de afeitar con la que lograba parecer lo que no era. Tanto que bastantes veces se preguntaba si no sería mejor aparentar una mayor pobreza porque muchos transeúntes, al verlo limpio y afeitado, no se conmovían los suficiente para dejarle unas monedas. Aunque, en todos, veía su mirada de recelo, de desprecio o de indiferencia. Una vez, le patearon. Sin motivo alguno. Mientras lo hacían le insultaban y se reían. Le curaron en urgencias pero no le ingresaron porque no tenía seguro. Le costó varios meses recuperarse. Aún así mantuvo alta su dignidad. Algún día devolvería el golpe.Como parte de su batalla por su autoestima pedía siempre lo justo para comer o para lo que necesitaba acuciantemente. Lo escribía en un papel, sin faltas de ortografía. “Por favor, necesito diez euros para comer”, “por favor, requiero veinte euros para comprar una camisa y un pantalón”. Muchos se reían y le espetaban a la cara que seguro que lo pedía para alcohol o prostitutas. Él mantenía la cabeza alta. Su honor intacto. Algún día, devolvería el golpe.
Aquel día necesitaba tres euros para la ducha y lavar su ropa. Así lo pedía. Justo tres euros. Dos señoras, peripuestas, que llegaban al portal donde estaba Baltasar sentado, se fijaron en él e hicieron un mohín de asco. Aún así, una de ellas le dijo a la otra : “en esta ciudad hay cada vez más maleantes. Dale algo para que se largue de aquí. Me da miedo tener a tipos así en el portal”. Y la otra, con desdén, dejó caer un billete de cinco euros en la bandejita. Sin mirar al mendigo abrió la puerta y entró.
- Un momento, señora – oyó a su espalda. Las mujeres se sobresaltaron.
- Ten cuidado, Petra – exclamó una de ellas.
- Agradezco mucho su ayuda señora – dijo lentamente Baltasar- . De todo corazón. Pero sólo necesito tres euros y usted ha sido tan gentil de darme cinco. Permita que le devuelva el cambio.
Y dicho esto, Baltasar le alargó la mano con los dos euros que sobraban. La señora, pálida, sin decir nada y con el rostro de no entender el orgullo de aquel desgraciado mendigo, alargó la mano y tomó las monedas.
Baltasar volvió a dar las gracias y se marchó. Las mujeres no lo vieron pero en su cara estalló la sonrisa del que acaba de obrar digna y honestamente. Y sintió que el mundo le pertenecía porque no se había perdido a sí mismo.
Baltasar lo había perdido todo excepto su dignidad. Cada día luchaba por no perderla. Procuraba mantenerse aseado. De las limosnas que conseguía siempre reservaba un euro para ducharse cada dos o tres días en los baños públicos de la ciudad donde, además de agua por quince minutos –más bien fría que caliente- le daban un pedazo de jabón que aprovechaba para lavar la segunda muda de las dos que tenía. Su mayor bien era una maquinilla de afeitar con la que lograba parecer lo que no era. Tanto que bastantes veces se preguntaba si no sería mejor aparentar una mayor pobreza porque muchos transeúntes, al verlo limpio y afeitado, no se conmovían los suficiente para dejarle unas monedas. Aunque, en todos, veía su mirada de recelo, de desprecio o de indiferencia. Una vez, le patearon. Sin motivo alguno. Mientras lo hacían le insultaban y se reían. Le curaron en urgencias pero no le ingresaron porque no tenía seguro. Le costó varios meses recuperarse. Aún así mantuvo alta su dignidad. Algún día devolvería el golpe.Como parte de su batalla por su autoestima pedía siempre lo justo para comer o para lo que necesitaba acuciantemente. Lo escribía en un papel, sin faltas de ortografía. “Por favor, necesito diez euros para comer”, “por favor, requiero veinte euros para comprar una camisa y un pantalón”. Muchos se reían y le espetaban a la cara que seguro que lo pedía para alcohol o prostitutas. Él mantenía la cabeza alta. Su honor intacto. Algún día, devolvería el golpe.
Aquel día necesitaba tres euros para la ducha y lavar su ropa. Así lo pedía. Justo tres euros. Dos señoras, peripuestas, que llegaban al portal donde estaba Baltasar sentado, se fijaron en él e hicieron un mohín de asco. Aún así, una de ellas le dijo a la otra : “en esta ciudad hay cada vez más maleantes. Dale algo para que se largue de aquí. Me da miedo tener a tipos así en el portal”. Y la otra, con desdén, dejó caer un billete de cinco euros en la bandejita. Sin mirar al mendigo abrió la puerta y entró.
- Un momento, señora – oyó a su espalda. Las mujeres se sobresaltaron.
- Ten cuidado, Petra – exclamó una de ellas.
- Agradezco mucho su ayuda señora – dijo lentamente Baltasar- . De todo corazón. Pero sólo necesito tres euros y usted ha sido tan gentil de darme cinco. Permita que le devuelva el cambio.
Y dicho esto, Baltasar le alargó la mano con los dos euros que sobraban. La señora, pálida, sin decir nada y con el rostro de no entender el orgullo de aquel desgraciado mendigo, alargó la mano y tomó las monedas.
Baltasar volvió a dar las gracias y se marchó. Las mujeres no lo vieron pero en su cara estalló la sonrisa del que acaba de obrar digna y honestamente. Y sintió que el mundo le pertenecía porque no se había perdido a sí mismo.
imposible tneer dignidad si estás en la calle
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