28/7/08

El hombre en la sombra

Madrid, 20 de Abril del 1662 de Nuestro Señor.

Mi buen y amado Príncipe.

Si este escrito llega a vuestras manos, sabed que he muerto sin haber logrado ajusticiar al rey Phelipe que tantas amarguras llevó a nuestras tierras, a mi padre y a vuestra merced. Tened la certeza que hice todos mis esfuerzos por serviros y vengar la muerte de mis allegados y de tantos amigos que resistieron el ataque a Barcelona y el pillaje de las tropas imperiales.

Como nuestra hermandad ordena, he guardado el anonimato durante todos estos años y ni siquiera vos me habéis conocido jamás. Tanto mejor así porque la astucia y el disfraz son los amigos mejores de la venganza. Mi misión – ajusticiar al rey Phelipe- ha permanecido siempre agazapada en mi mente y en mi corazón. He vestido mi odio con las mejores sedas de la cortesía y la amabilidad buscando siempre la oportunidad, acechando a un hombre que, en su orgullosa estupidez, ni siquiera pensó que la muerte estuvo danzando a su lado tantos años. Fingiendo amistad con todos nuestros enemigos logré infiltrarme hasta el entorno más allegado del rey y de su familia, jugué con la infanta Margarita, cabalgué con Méndez de Haro, doña Mariana de Austria me hizo confidencias que ni a su esposo el rey hizo jamás, y llegué a compartir mesa con ese don Diego Velázquez al que tanta amistad ha profesado siempre el monarca. Incluso, la arpía de doña Marcela, tan íntima del Conde Duque, me agasajó con dulces y halagos en más de una ocasión.

Durante todos estos años, he orado cada día a nuestro Señor para que me permitiera alcanzar mi objetivo. He vuelto a ver cada noche a mi padre y a mi esposa Adela, moribundos sobre la muralla de Barcelona. La sangre, y la vida con ella, se les escapaba por aquellas heridas que la metralla de los arcabuceros castellanos les habían hecho en el pecho. Lo recuerdo bien. Era el final de año del 1651 y el asedio a que nos sometieron duraba ya meses. Pasábamos hambre pero no por ello Adela había perdido ni una brizna de la belleza que siempre me enamoró. La angustia de la cercana muerte y el dolor de sus heridas navegaban por sus ojos que permanecían clavados en mí, diciéndome sin palabras que la vengara. Y mi padre, mi buen padre, muriendo a su lado, alcanzado por el mismo fuego que mataba a mi esposa. Los tenía en mis brazos, viéndoles marchar a una muerte provocada por las armas que debieron ser amigas y no asesinas de hermanos de patria. Aquella tarde, mi señor, juré a mi padre que les vengaría a ellos y que os serviría; que pelearía con toda mi alma y toda mi inteligencia para derrocar a este soberano cruel y poneros a vos en su lugar.

Nosotros éramos fieles vasallos del rey Phelipe. Y, sin embargo, nos traicionó esclavizándonos con impuestos y levas de hombres cuyo único fin era pagar las derrotas que, una tras otra, iba acumulando ese monarca ciego. Nuestro reino, otrora tan poderoso, se va deshaciendo por su culpa. El duque de Braganza es ya Juan IV de Portugal; el marqués de Ayamonte y el duque de Medina Sidonia debieron rebelarse para intentar acabar con el descontento que la política de la corte había generado en toda Andalucía; Nápoles y Sicilia están en motines constantes; nuestros Tercios, hasta no ha mucho invencibles, fueron destrozados en Rocroi; las Provincias Unidas son independientes desde que Phelipe firmara la vergonzante paz en Westfalia. El Rosellón, tierra nuestra desde siempre, cedido a los franceses. Cerdaña perdida. Artois en manos francesas. Y, si no se buscaba el tirano suficientes problemas con los países vecinos, debió atacarnos en nuestra propia tierra. Sus mercenarios pasaron – vos, lo recordaréis- por Cataluña, camino de la batalla con el francés, cometiendo tales desmanes que más pareciesen enemigos acérrimos que compatriotas.

Sí, mi señor, mi reverenciado padre estaba en lo cierto cuando eligió serviros. Y yo también he honrado la justicia cuando os he seguido y cuando juré a mi padre el hacerlo. Aquel día, con mi Adela ya muerta, mi padre me contó de su compromiso con vos. De su trabajo por lograr que fueseis rey. Me pidió, y yo juré sobre su cuerpo, que proseguiría su labor y que nadie sabría nada hasta que hubiese matado a Phelipe. En el secreto estaba la única posibilidad de éxito. Sólo ocultándome de los espías de la corte cabía albergar alguna esperanza.
Sin embargo, mi Príncipe, he de pediros perdón porque no he conseguido acabar con él. Es un rey necio pero bien protegido. Sabéis que ha sido hombre desconfiado, siempre bien guardado por soldados y matarifes de confianza. Hubiera sido un suicidio acercarse a él con un puñal. Intenté en varias ocasiones envenenar su comida pero sus cocineros preparaban cada día decenas de platos de los que sólo alguno llegaba a la mesa de Phelipe. Diez años he perseverado en mis afanes de muerte, siempre animado por el odio que el perverso tirano me inspiraba. Pero todo ha sido en vano y ruego a vuestra merced que perdone mi fracaso. Juro que hubiese firmado mi eterna condena en el infierno por el pecado de asesinato si con ello hubiera dado fin al reinado del tirano.

Como era expreso deseo de mi padre, mi última voluntad es que conozcáis quién fue éste vuestro fiel servidor. Maquiné, hace unos años, para que el tal don Diego me retratara en uno de sus cuadros. En ese que llaman “La señora Emperatriz con sus damas y una enana” y que colgado se halla en el despacho del rey. Podréis verme a la derecha, un poco en la penumbra, junto a la bruja de Doña Marcela, que casi me sale urticaria por tenerla al lado. Cuando veáis la pintura – que, he de reconocer, que don Diego es diestro con los pinceles- veréis al hombre que durante todos estos años os ha servido en la lejanía. Sin duda atisbaréis una mueca de desprecio y la ira en mis ojos. No es así mi natural. Pero es que, el odiado Phelipe estaba mirándonos mientras posábamos. Don Diego, siempre tan fiel a la escena, llegó a esbozarle en el espejo que pintó al fondo del cuadro. Buen artista he de reconocer que es el sevillano. Pero Dios no le ha otorgado, entre sus virtudes, la de la modestia. Ya veréis que se representó a sí mismo en la zona más iluminada. El muy pedante retrató su figura con veinte años menos de los que en realidad tenía. Aunque lo veáis altivo y elegante en la pintura, tened por seguro que estaba ya entrado en carnes, su rostro bien arrugado por la vejez y malhumorado porque las niñas no se quedaban quietas. En verdad os digo que deseé durante toda la jornada que el mastín que teníamos a nuestros pies se volviera loco y la emprendiera a mordiscos con don Diego, con la vieja de doña Marcela y con el rey Phelipe. Mas tal alegría no hubo lugar y tuve que aguantar allá a todos ellos por largas horas.

Cuando el triunfo os llegue, mi señor, os ruego que honréis la memoria de mi padre, la de mi esposa y la mía propia. No deseo títulos ni homenajes pero sí os pido que la historia sepa que mi familia y yo contribuimos a vuestro éxito que, estoy seguro, llegará tarde o temprano. Que los que tan fielmente os hemos servido, tengamos por fin un rostro en los años venideros. Aunque sea una imagen pintada por mis enemigos.

Muero sin ver el éxito en mi existencia pero con el honor de haberlo intentado.

Siempre servidor vuestro.

2 comentarios:

  1. ME GUSTO MUCHO, ES MAS...ME PUDE HASTA IMAGINAR LA HISTORIA...

    GRACIAS POR EL BUEN RATO,
    ROCIO

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  2. Gracias. Me alegro que te haya gustado.

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