Pero creo que estoy divagando. Estaba relatando cómo era mi casa cuando yo era un niño y los ambientes virtuales que me envolvieron en aquella época y los cuales han marcado mis gustos y mi carácter para siempre. Suena extraño decir, ahora, “siempre” cuando sé que mi final no está lejos.
Cuando cumplí los seis años empecé a asistir a la escuela central de Qeeyivi. En nuestro sistema educativo de aquella época, los infantes eran estimulados precozmente de modo que las matemáticas eran ya una materia rigurosa a esa edad. Hoy no es así y estudios posteriores demostraron que una excesiva precocidad matemática eliminaba algunas potencialidades artísticas, de modo que los niños actuales no son diestros en las ciencias hasta que llegan a los quince años. Pero, en mi niñez, la ciencia era mucho más importante. Cada día, me teletransportaban al recinto donde nos agrupaban en clases de unos 20 individuos. Por supuesto, la enseñanza podía efectuarse sin necesidad de presencia física a través de la red virtual planteraria pero – al igual que hoy en día- es obligatorio convivir y socializar para una correcta evolución de nuestras funciones cerebrales. Según supe después, el número de veinte alumnos por tutor es una cifra establecida tan antiguamente, mucho antes de nuestra era, que parece ser realmente un buen número.
Nuestra formación era, y sigue siendo, eminentemente experimental. He leído en crónicas antiguas que los seres humanos prehistóricos aprehendían conocimientos mediante la memorización. Mal método a todas luces. Lo que se memoriza se olvida con rapidez. Lo que se practica se comprende con mayor profundidad.
De modo que en mi escuela, casi todo era experimental. Si estudiábamos el concepto del número circunferencial, aquel que relaciona el diámetro de un círculo con su perímetro, lo hacíamos dibujando en nuestras pantallas computantes polígonos de cada vez más lados hasta que comprendíamos que el valor tendía a 3.1416 aunque nunca llegaba a él. Cuando indagábamos, ya con más edad, en los conjuntos matemáticos autorreplicantes, observábamos al microscopio la naturaleza fractal de algunos vegetales.
Cuando cumplí los seis años empecé a asistir a la escuela central de Qeeyivi. En nuestro sistema educativo de aquella época, los infantes eran estimulados precozmente de modo que las matemáticas eran ya una materia rigurosa a esa edad. Hoy no es así y estudios posteriores demostraron que una excesiva precocidad matemática eliminaba algunas potencialidades artísticas, de modo que los niños actuales no son diestros en las ciencias hasta que llegan a los quince años. Pero, en mi niñez, la ciencia era mucho más importante. Cada día, me teletransportaban al recinto donde nos agrupaban en clases de unos 20 individuos. Por supuesto, la enseñanza podía efectuarse sin necesidad de presencia física a través de la red virtual planteraria pero – al igual que hoy en día- es obligatorio convivir y socializar para una correcta evolución de nuestras funciones cerebrales. Según supe después, el número de veinte alumnos por tutor es una cifra establecida tan antiguamente, mucho antes de nuestra era, que parece ser realmente un buen número.
Nuestra formación era, y sigue siendo, eminentemente experimental. He leído en crónicas antiguas que los seres humanos prehistóricos aprehendían conocimientos mediante la memorización. Mal método a todas luces. Lo que se memoriza se olvida con rapidez. Lo que se practica se comprende con mayor profundidad.
De modo que en mi escuela, casi todo era experimental. Si estudiábamos el concepto del número circunferencial, aquel que relaciona el diámetro de un círculo con su perímetro, lo hacíamos dibujando en nuestras pantallas computantes polígonos de cada vez más lados hasta que comprendíamos que el valor tendía a 3.1416 aunque nunca llegaba a él. Cuando indagábamos, ya con más edad, en los conjuntos matemáticos autorreplicantes, observábamos al microscopio la naturaleza fractal de algunos vegetales.
que siga!
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