Quintín recordaba los veranos en la playa. Eso le daba fuerzas. Su médico le había recomendado que tuviese pensamientos positivos como el mejor remedio para superar la enfermedad y él, obediente, se esforzaba en cumplir con los consejos. Tras hurgar pacientemente entre los cachivaches que se almacenaban en el desván de su memoria, había concluido que lo que más le animaba era recordar los meses que pasaba con su abuelo en la costa.
Eran tiempos de penuria y para un niño de once o doce años, que eran los que él tenía por entonces, el poder veranear en la playa era una especie de regalo imprevisto e inmerecido. La casa, pequeña, era a la vez morada y almacén de aperos de pesca ya que el abuelo Amadeo salía cada tarde en su botecito de remos con su dos cañas y su red. Un par de horas pacientes le servían tanto para asegurarse la cena como para pensar y repensar sus memorias que eran cada vez más preciadas desde que la abuela se marchó. Un sombrero de paja no bastaba para proteger su rostro del persistente cincelado del sol. Quintín siempre se asombró de las arrugas que, a modo de valles y caminos profundos, pintaban el rostro de su abuelo y muchas veces llegó a preguntarle si le dolían aquellas heridas mientras Amadeo reía de buena gana con la ocurrencia.
Los días de verano siempre eran felices. Por la mañana, para cuando Quintín se desperezaba entre las sabanas del camastro, su abuelo había ya preparado el desayuno y un aroma a café con leche lo impregnaba todo. El aseo diario se hacía en el mar con un chapuzón al que, de tanto en cuanto, el viejo obligaba a aderezar con una pastilla de jabón blanco y duro que a Quintín siempre le recordaba a un ladrillo de los que veía tirados por las obras. Luego, caminaban hasta el pueblo. Unos días para comprar algo de comida. Los más simplemente para que Amadeo pudiera jugar a los naipes con sus amigos de siempre. Allá aprendió Quintín, con sólo observar en silencio, sus innegables dotes en el mus y el tute que le habían acompañado toda su vida. Aprendió también el valor de la convivencia, de las risas entre amigos y del vasito de vino vaciado con lentos sorbitos.
Cuando regresaban, el abuelo prendía un fuego sobre un lecho de piedras y maderos y allá, con la brisa del mar haciendo revolotear millares de briznas encendidas, asaba uno de los peces que había pescado la tarde anterior. A Quintín siempre le pareció delicioso todo lo que asaban en verano. Amadeo hacía girar la pieza ensartada en un palo con suavidad, a la distancia justa para que estuviera delicioso. Muchos inviernos, su madre se desesperaba cuando –ya en la ciudad- no quería comerse el pescado que le servía. Era entonces cuando ella le amenazaba con mandarle todo el año a la casa de la playa, lo cual a Quintín le parecía más un regalo que un castigo. Y es que los peces del verano eran muy diferentes, no venían envueltos en viejos papeles de periódico y olían a salitre y a viento de mar.
Las tardes eran lo mejor. Ambos iban al extremo sur de la playa donde la arena era más fina. Se acercaban a la orilla, donde la marea había dejado la suficiente humedad para que la arena pudiera modelarse. Y allá, cada tarde, y todas las tardes con formas distintas, Amadeo y Quintín construían castillos. Su abuelo era un experto arquitecto de castillos en la playa. Al igual que otros tienen destreza pintando o cantando, Amadeo estaba dotado de unos dedos hábiles en manejar la arena. De joven, contaban, había incluso participado en un concurso de figuras de arena en Laredo. Ya no esculpía estatuas humanas pero seguía siendo un artista creando castillos. Unos tenían torres almenadas. Otros, grutas y pasadizos que tenían que ser creados con mucho cuidado porque al más mínimo error, caían derrumbados. Algunos tenían una bóveda oculta en la que el niño metía un pequeño tesoro. Los más grandes tenían paredes elevadas y se erguían sobre una montaña repleta de pequeños arbolillos hechos también de arena. Quintín siempre hacía un foso alrededor del palacio y con una pequeña lata de sardinas iba pacientemente trayendo agua desde el mar y llenándolo para que los enemigos imaginarios de sus juegos nunca pudieran cruzarlo. Las tardes en que sabían que la marea subiría pronto, cavaban un canal desde la orilla hasta el castillo y eran las olas crecientes las que llenaban de agua los pozos y los riachuelos que antes habían labrado en la arena. Esos días, a Quintín le gustaba formar un muro alto, casi tan alto como él, por delante del castillo. Poco a poco, la mar iba ganando terreno. Las olas besaban suavemente al principio el malecón. Después, lo batían violentamente y finalmente siempre vencían y arrasaban el castillo con una fuerza descomunal. En la carita de Quintín podía verse un mohín de tristeza y desilusión cuando el esfuerzo de toda la tarde quedaba sepultado bajo el océano. Era entonces, cuando su abuelo le decía:
- No te preocupes, chico. Los castillos siempre pueden volver a construirse. Cada vez que nos derrumban uno, siempre hay otra tarde donde volver a construir otro.
Esas palabras de su abuelo le ayudaban cada tarde a pelear contra la enfermedad que le consumía.
Eran tiempos de penuria y para un niño de once o doce años, que eran los que él tenía por entonces, el poder veranear en la playa era una especie de regalo imprevisto e inmerecido. La casa, pequeña, era a la vez morada y almacén de aperos de pesca ya que el abuelo Amadeo salía cada tarde en su botecito de remos con su dos cañas y su red. Un par de horas pacientes le servían tanto para asegurarse la cena como para pensar y repensar sus memorias que eran cada vez más preciadas desde que la abuela se marchó. Un sombrero de paja no bastaba para proteger su rostro del persistente cincelado del sol. Quintín siempre se asombró de las arrugas que, a modo de valles y caminos profundos, pintaban el rostro de su abuelo y muchas veces llegó a preguntarle si le dolían aquellas heridas mientras Amadeo reía de buena gana con la ocurrencia.
Los días de verano siempre eran felices. Por la mañana, para cuando Quintín se desperezaba entre las sabanas del camastro, su abuelo había ya preparado el desayuno y un aroma a café con leche lo impregnaba todo. El aseo diario se hacía en el mar con un chapuzón al que, de tanto en cuanto, el viejo obligaba a aderezar con una pastilla de jabón blanco y duro que a Quintín siempre le recordaba a un ladrillo de los que veía tirados por las obras. Luego, caminaban hasta el pueblo. Unos días para comprar algo de comida. Los más simplemente para que Amadeo pudiera jugar a los naipes con sus amigos de siempre. Allá aprendió Quintín, con sólo observar en silencio, sus innegables dotes en el mus y el tute que le habían acompañado toda su vida. Aprendió también el valor de la convivencia, de las risas entre amigos y del vasito de vino vaciado con lentos sorbitos.
Cuando regresaban, el abuelo prendía un fuego sobre un lecho de piedras y maderos y allá, con la brisa del mar haciendo revolotear millares de briznas encendidas, asaba uno de los peces que había pescado la tarde anterior. A Quintín siempre le pareció delicioso todo lo que asaban en verano. Amadeo hacía girar la pieza ensartada en un palo con suavidad, a la distancia justa para que estuviera delicioso. Muchos inviernos, su madre se desesperaba cuando –ya en la ciudad- no quería comerse el pescado que le servía. Era entonces cuando ella le amenazaba con mandarle todo el año a la casa de la playa, lo cual a Quintín le parecía más un regalo que un castigo. Y es que los peces del verano eran muy diferentes, no venían envueltos en viejos papeles de periódico y olían a salitre y a viento de mar.
Las tardes eran lo mejor. Ambos iban al extremo sur de la playa donde la arena era más fina. Se acercaban a la orilla, donde la marea había dejado la suficiente humedad para que la arena pudiera modelarse. Y allá, cada tarde, y todas las tardes con formas distintas, Amadeo y Quintín construían castillos. Su abuelo era un experto arquitecto de castillos en la playa. Al igual que otros tienen destreza pintando o cantando, Amadeo estaba dotado de unos dedos hábiles en manejar la arena. De joven, contaban, había incluso participado en un concurso de figuras de arena en Laredo. Ya no esculpía estatuas humanas pero seguía siendo un artista creando castillos. Unos tenían torres almenadas. Otros, grutas y pasadizos que tenían que ser creados con mucho cuidado porque al más mínimo error, caían derrumbados. Algunos tenían una bóveda oculta en la que el niño metía un pequeño tesoro. Los más grandes tenían paredes elevadas y se erguían sobre una montaña repleta de pequeños arbolillos hechos también de arena. Quintín siempre hacía un foso alrededor del palacio y con una pequeña lata de sardinas iba pacientemente trayendo agua desde el mar y llenándolo para que los enemigos imaginarios de sus juegos nunca pudieran cruzarlo. Las tardes en que sabían que la marea subiría pronto, cavaban un canal desde la orilla hasta el castillo y eran las olas crecientes las que llenaban de agua los pozos y los riachuelos que antes habían labrado en la arena. Esos días, a Quintín le gustaba formar un muro alto, casi tan alto como él, por delante del castillo. Poco a poco, la mar iba ganando terreno. Las olas besaban suavemente al principio el malecón. Después, lo batían violentamente y finalmente siempre vencían y arrasaban el castillo con una fuerza descomunal. En la carita de Quintín podía verse un mohín de tristeza y desilusión cuando el esfuerzo de toda la tarde quedaba sepultado bajo el océano. Era entonces, cuando su abuelo le decía:
- No te preocupes, chico. Los castillos siempre pueden volver a construirse. Cada vez que nos derrumban uno, siempre hay otra tarde donde volver a construir otro.
Esas palabras de su abuelo le ayudaban cada tarde a pelear contra la enfermedad que le consumía.
me ha traido muy buenos recuerdos. Yo también hacía castillos con mi padre.
ResponderEliminarAna