Se aburría de sus maridos. No podía evitarlo. En todas las ocasiones, se había enamorado honestamente, con pasión, confiando en que aquella vez fuera la definitiva. Pero aquel sentimiento se le evaporaba tras unos pocos días de rutina, baño compartido y almohadas disputadas. No escarmentaba con la experiencia. Bien se dice que el ser humano es el único de los animales que tropieza dos veces en la misma piedra. Ella había ya tropezado cinco veces.
Cada amor era nuevo y distinto. La experiencia anterior era barrida por un huracán de sensaciones y hormonas exultantes que anulaban cualquier capacidad de análisis que ella pudiera tener. Tras su tercer matrimonio se había obligado a escribir un diario en donde relataba anticipadamente lo que sabía que iba a ocurrir: peleas, aburrimiento, encontrarse con que el amado rostro de unos meses atrás era un pesado insoportable… y, no obstante, había pasado por ello una cuarta y una quinta vez. El último, un tal Amadeo, le duró un poco más. Incluso, cuando habían pasado ya doce meses llegó a ocurrírsele la idea de que podría morir al lado de aquel hombre y de que su historia con él podría durar para siempre. Malsano pensamiento que se la pasó a los trece meses, sólo uno después, cuando una tarde de primavera soleada le vio roncar en la tumbona que tenían en la terraza. Súbitamente, se preguntó cómo un espécimen tan horripilante podía haber estado ocupando sus pensamientos durante tan largo periodo. Estaba allá, emitiendo aquellos gruñidos, con una panza que no era lo plana que ella creía haber visto hasta entonces y que subía y bajaba acompasadamente como si la de una foca polar se tratara. La boca semiabierta, con un hilillo de baba que le bajaba hasta el cuello. Los brazos colgando a ambos lados. Los pies descalzos y cayendo a un lado, como los de un monigote de trapo. Se le veía feliz al individuo – ya no podía pensar en él como su marido- en aquella innoble condición. Tenía que hacer algo y sabía qué era lo que debía hacer. Lo mismo que hizo en las cuatro ocasiones anteriores.
Y es que, en el fondo, ella era una romántica.
Aquella tarde preparó la cena y sacó de su bolso aquella botellita que siempre guardaba con ella. Era muy eficaz. No tenía sabor y los efectos eran rápidos. Colocó unas flores y unas velas encendidas con olor a vainilla que era el que a él más le gustaba. Y es que ella era detallista hasta en esos momentos, los últimos momentos. Se visitó con aquel traje largo negro, escotado, y le llamó a cenar con un beso. Si había que hacerlo, no tenía por qué ser desagradable.
La sopa de crema estuvo deliciosa y el vino, blanco y fresco, les hizo mirarse con ternura. Él comió poco tenderloin pero era suficiente. Ella vio como se disculpaba por aquel inoportuno dolor de estómago. Pensó que sería innecesario esperar a los últimos estertores que, en cualquier caso, serían breves, de modo que llamó ya al doctor con aquel tono de esposa angustiada que ve como su marido, de pronto, se pone muy enfermo.
Se preocupó de que en el funeral hubiera muchos ramos y de que asistiera gran cantidad de amigos y conocidos. Lloró desconsoladamente y recibió el pésame y los abrazos de los más allegados. Algunos se extrañaron de que deseara enterrarlo en el cementerio de Santa Marcelina, junto al acantilado que daba al océano. Dijo que era la última voluntad del finado aunque, sobre todo, se debía a una razón económica. Ella era muy sentimental y gustaba de poner flores en la tumba y de mantener vivo el recuerdo del amante que se fue. Era más fácil y barato tener a los cinco juntitos en un mismo sitio.
Cada amor era nuevo y distinto. La experiencia anterior era barrida por un huracán de sensaciones y hormonas exultantes que anulaban cualquier capacidad de análisis que ella pudiera tener. Tras su tercer matrimonio se había obligado a escribir un diario en donde relataba anticipadamente lo que sabía que iba a ocurrir: peleas, aburrimiento, encontrarse con que el amado rostro de unos meses atrás era un pesado insoportable… y, no obstante, había pasado por ello una cuarta y una quinta vez. El último, un tal Amadeo, le duró un poco más. Incluso, cuando habían pasado ya doce meses llegó a ocurrírsele la idea de que podría morir al lado de aquel hombre y de que su historia con él podría durar para siempre. Malsano pensamiento que se la pasó a los trece meses, sólo uno después, cuando una tarde de primavera soleada le vio roncar en la tumbona que tenían en la terraza. Súbitamente, se preguntó cómo un espécimen tan horripilante podía haber estado ocupando sus pensamientos durante tan largo periodo. Estaba allá, emitiendo aquellos gruñidos, con una panza que no era lo plana que ella creía haber visto hasta entonces y que subía y bajaba acompasadamente como si la de una foca polar se tratara. La boca semiabierta, con un hilillo de baba que le bajaba hasta el cuello. Los brazos colgando a ambos lados. Los pies descalzos y cayendo a un lado, como los de un monigote de trapo. Se le veía feliz al individuo – ya no podía pensar en él como su marido- en aquella innoble condición. Tenía que hacer algo y sabía qué era lo que debía hacer. Lo mismo que hizo en las cuatro ocasiones anteriores.
Y es que, en el fondo, ella era una romántica.
Aquella tarde preparó la cena y sacó de su bolso aquella botellita que siempre guardaba con ella. Era muy eficaz. No tenía sabor y los efectos eran rápidos. Colocó unas flores y unas velas encendidas con olor a vainilla que era el que a él más le gustaba. Y es que ella era detallista hasta en esos momentos, los últimos momentos. Se visitó con aquel traje largo negro, escotado, y le llamó a cenar con un beso. Si había que hacerlo, no tenía por qué ser desagradable.
La sopa de crema estuvo deliciosa y el vino, blanco y fresco, les hizo mirarse con ternura. Él comió poco tenderloin pero era suficiente. Ella vio como se disculpaba por aquel inoportuno dolor de estómago. Pensó que sería innecesario esperar a los últimos estertores que, en cualquier caso, serían breves, de modo que llamó ya al doctor con aquel tono de esposa angustiada que ve como su marido, de pronto, se pone muy enfermo.
Se preocupó de que en el funeral hubiera muchos ramos y de que asistiera gran cantidad de amigos y conocidos. Lloró desconsoladamente y recibió el pésame y los abrazos de los más allegados. Algunos se extrañaron de que deseara enterrarlo en el cementerio de Santa Marcelina, junto al acantilado que daba al océano. Dijo que era la última voluntad del finado aunque, sobre todo, se debía a una razón económica. Ella era muy sentimental y gustaba de poner flores en la tumba y de mantener vivo el recuerdo del amante que se fue. Era más fácil y barato tener a los cinco juntitos en un mismo sitio.
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