La mañana que Umberto Vieyra aceptó el encargo sólo pensó en los pesos que aquel individuo, vestido con traje y zapatos blancos, le ofrecía. No podía despreciar una oferta así. Marcos era lo suficientemente mayor para hacerlo. Al fin y al cabo, pensó Umberto, tenía ya diez años y era hora de que corriese los riesgos de la vida.
- Esperamos que nos entregues la caja esta tarde. ¿Estamos de acuerdo, entonces? Que el chico la recoja junto a la verja y la lleve a dónde te he indicado – le había dicho el desconocido mientras le entregaba, por adelantado, doscientos pesos. Una fortuna.
Era mediados de Junio y sólo una tenue y semitransparente calima en el horizonte impedía que el día fuera realmente radiante. Todo invitaba a dar un paseo y a dejarse acariciar por el sol del solsticio, pero allí no había avenidas, ni parques, ni estanques, ni bancos en los que sentarse a leer un libro o a esperar que los gorriones se acercaran a uno. Sólo había una montaña de tierra polvorienta y triste, conformada por capas de basura, residuos y desperdicios, de una extensión casi tan grande como la de la ciudad que los producía. El calor de la naciente mañana había ya despertado a un millar de moscas que revolotearon en torno a Umberto cuando regresaba, con el paso cansino que siempre le acompañaba desde que lo perdió todo, hacia su chabola. Los volquetes que descargaban la basura estarían ya llegando al cerro y era preciso apresurarse para competir, como cada día, por conseguir más latas y más botes que el resto de los habitantes del basurero.
La ley del lugar era estricta. El que llegaba primero tenía derecho a escarbar en el mejor lugar, justo donde los camiones aliviaban sus panzas. Los que llegaban tarde debían conformarse con rebuscar en los desperdicios antiguos donde ya quedaba poco metal y abundaban las carnes, frutas y comida en descomposición, los zapatos rotos y los fangos que se formaban por la fermentación.
Las labores de la familia estaban bien distribuidas. En cuanto los furgones descargaban, Marquitos peleaba con otros chicos para hacerse con cuantas más piezas de metal mejor. Por cada treinta kilogramos de aluminio, recibían diez pesos, lo mismo que les pagaban por veinte kilos de cobre o cincuenta de hierro. No era fácil reunir aquellas cantidades pero el niño era hábil. Bajito y delgaducho, vestido con una camiseta ajada y un pantalón remendado, con un pelo siempre largo y arremolinado, unos ojos marrones y unas manos de largos deditos, se las arreglaba para ser el primero en revolver la basura y tomar, una a una, las latas de refresco, los cables arrancados, los aparatos electrónicos desvencijados y los envases de hojalata. Estos, con sus bordes cortantes, eran los más difíciles de agarrar y, en ocasiones, Marquitos volvía con profundos cortes en sus manitas que su madre limpiaba con besos cariñosos, lo único que tenía para hacerlo. El niño sabía que del metal dependían su comida y su existencia y, con los años, había llegado a concederle un extraordinario valor. Para él, cualquier fragmento metálico era mucho más importante que el mismo alimento. Cualquier artefacto era un tesoro en el que, abiertas sus entrañas, se encontraban arandelas, tornillos, contactos de cobre y engranes de hierro. Sabía que cuando conseguía reunir una buena cantidad era felicitado y que, por el contrario, cuando no alcanzaba a tenerla, recibía unos azotes de su padre. Su sueño era hacerse más grande para poder cargar con las lavadoras o los refrigeradores estropeados que a veces llegaban al basurero y que, ahora, aún no podía acarrear.
Su hermano menor, Juan, tenía como misión recolectar comida. Era increíble la cantidad de viandas que las gentes de la ciudad tiraban a la basura. Las latas de sardinas o atún sin abrir eran un valioso tesoro. No sólo significaban una buena cena sino que, además, el recipiente servía para alcanzar la cantidad de metal requerida diariamente. Los tarros de yogur y las cajas de leche sin abrir eran codiciados botines. Alguna vez, Juan encontraba trozos de pescado congelados que debían haber sido desechados esa misma mañana y que llegaban al vertedero, aún helados y en buenas condiciones. O hallaba bolsas, bien cerradas, con pan o verduras dentro. Como si el destino maquinara para que algunas personas, inconscientemente, embalaran sus desperdicios a fin de que ellos pudiesen encontrarlos. Cuando eso ocurría llenaban los estómagos. Cuando no, pasaban hambre.
La familia Vieyra no siempre había vivido allá. Marquitos no lo recordaba pero su padre había tenido un trabajo y una casa en las afueras de la ciudad. La fábrica cerró, no encontró ocupación durante más de un año, dejó de pagar el alquiler y fue desahuciado. Perdió su vida y su dignidad. Con lo poco que su esposa y él pudieron arrastrar en tres maletas deambularon un par de días por las calles, hambrientos, hasta acabar en el vertedero. No eran los únicos. Para su sorpresa, otros muchos ya estaban allá. Vivían en los aledaños y, cada vez que los volquetes llegaban, entraban al basural y buscaban metal. Las casas eran todas similares. Paredes de tablas o maderos sustentadas por neumáticos viejos, rematadas por una plancha de hojalata que, si había suerte, estaba sin agujerear. Lo peor eran las ratas que no respetaban nada y, en la época de lluvias, las riadas que lo enlodaban todo.
La chabola de Umberto tenía ciertas comodidades. Una vez, consiguieron recuperar un colchón que el camión arrojó en la zona norte. Tenía un par de muelles rotos y olía mal, pero ya estaban acostumbrados y era mucho mejor que dormir en el suelo. También, tenían un hornillo destartalado que, de vez en cuando, conseguían prender con alguna lata de colonia o alcohol que aparecía entre los desechos. Una lámpara esperaba paciente a que, algún día, hubiera electricidad y, mientras tanto, prestaba servicios de perchero. Una mesa y dos sillas, arregladas por Umberto, completaban sus posesiones. Una cortina vieja hacía de puerta y el umbral estaba adornado tiernamente por unas flores descoloridas que, a fuerza de muchos cuidados de la madre, medraban en aquella tierra llena de gases y cal.
El basural les proveía, también, de ropa la cual abundaba aunque solía estar agujereada y era preciso lavarla muy bien en el río. Los juguetes que encontraban los malvendían en el mercadillo de cada jueves. No se quejaban. Aceptaban su situación con la serenidad que otorga el haber perdido hace mucho la esperanza y no esperar ya cielo o infierno alguno.
Umberto llegó a la casa justo en el momento en que el chico mayor salía con su gran bolsa de plástico que más tarde debería traer, cargada sobre su espalda arqueada, repleta de latas, botes, cables, bronces y recipientes de todo tipo.
- Hoy no, chico – le dijo, con voz cortante-. Hoy tienes que hacer otra cosa.
Marcos sabía que no era buena idea contradecir a su padre. Eso acababa siempre en una bofetada, así que era mucho mejor callar y obedecer. Le explicó que debía ir hasta la verja de la frontera, a un lugar donde había un gran cartel con dibujos de televisores y allá, un hombre vestido de azul le daría una caja metálica cerrada. El niño la debería llevar hasta la calle Independencia, no muy lejos del vertedero, donde debía dejarla en un garaje abandonado, justo en la última esquina. Sólo eso. Aunque eso era mucho porque, en ese trayecto, debía pasar por delante de la prefectura de la policía. Nunca sospecharían de un chaval sucio y descalzo, de un busca latas que llevaba una más para revenderla. Y el crío no necesitaba saber qué la cocaína que iba dentro era muy pura.
Mientras tres volquetes llegaban al vertedero y unas decenas de niños y adultos comenzaban a abrir las grandes bolsas que descargaban, Marcos se encaminó hacia la verja. Cuando dejó atrás el basural sintió un poco de miedo. Donde él vivía todo le era familiar. Había una cierta organización. Entre los montones de escombros se abrían espacios a modo de calles. Unos grandes, como avenidas, y otros pequeños como callejas. Marcos los conocía todos y sabía cuáles eran peligrosos y cuáles no. Sin embargo, fuera, en la ciudad limpia, se sentía perdido. Conocía las calles y su padre le había llevado algunas veces por allá a pedir limosna pero, aún así, experimentaba un gran desasosiego. Mientras que en el Dompe conocía a casi todos y nadie le miraba mal, aquí fuera sólo veía expresiones de miedo, de hostilidad o de desprecio. Se percató de que debía oler mal porque algunas gentes se tapaban la nariz y se reían a su paso. Nunca antes había sido tan consciente de que su olor era diferente al de los limpios de afuera. En el basurero todos respiran lo mismo y, cuando el hedor se vuelve compañero habitual, llega a ser familiarmente agradable.
Cuando alcanzó la verja vio al tipo vestido de azul enseguida. Le entregó la caja de aluminio y le dijo que la llevara rápido a su destino o se llevaría una buena azotaina. Por la expresión de su rostro supo que lo decía muy en serio.
Marcos quedó prendado de la caja. Para un chiquillo que valoraba tanto el metal, era una maravillosa obra de arte. Tan grande casi como él mismo era, no obstante, ligera. Debía estar vacía. Seguro que a su padre le pagarían bien por el metal de aquel arcón pero era una pena que no contuviera más aún. Una pena. Estos mayores a veces no piensan bien las cosas. Disponer de un recipiente tan estupendo y no aprovecharlo para ganar más plata no era un buen negocio. ¿Por qué hacer aquel largo trayecto para conseguir tan poco dinero?
Marcos tuvo una idea brillante. Al cruzar por el vertedero, pararía y recogería todo el hierro que pudiera contener aquella gran caja. Así, cuando la entregara, su peso sería muchísimo mayor y estaba seguro que su padre podría obtener incluso treinta pesos, más que lo que podían cobrar en varios días de trabajo. El niño estaba feliz. Ahora sí que le felicitarían en casa. Nada más entrar en el basurero se detuvo y la abrió. Contenía polvo. Un polvo blanco. Qué tontería más grande. Tener una caja llena de polvo, por el que no pagan nada, cuando podía estar llena de acero, cable de cobre o virutas de latón.
Durante un rato, se divirtió lanzando puñados de polvo al aire, viendo cómo la brisa los modelaba en nubes caprichosas y cómo se creaban dibujos misteriosos al caer entre la basura. Jugó a ver cuán alto podía lanzar el polvo con sus manitas; a ver cuán lejos podía mandarlo; a crear círculos y a dejar estelas blancas tras de sí. Imagino mil juegos con aquel polvo que tan bien revoloteaba en la brisa del atardecer. De pronto, se percató de que le esperaban. Comenzó a recoger envases. Tuvo suerte porque halló una bolsa entera con tubitos metálicos que algún día habían sido medicamentos. Se alegró de su buena fortuna y casi llenó media caja con ellos. Unas decenas de latas de conserva, unas cuantas de limonada y un par de palanganas esmaltadas sirvieron para acabar de llenarla bien repleta, tanto que le costó volverla a cerrar. Marcos sabía que había hecho un buen trabajo. Ahora sí que la caja pesaba mucho y valía sus buenos pesos.
El chiquillo tuvo que esforzarse en arrastrar el pesado bulto hasta la calle Independencia. Encontró el garaje, entornó la puerta y, tal como le había indicado su padre, depositó el bulto en una esquina poco visible. Cerró y se marchó. Estaba dichoso. Era un gran trabajador y de mayor sería el mejor de los buscadores de metal. No entendió porqué su padre, sin decirle ni una palabra, le arreó aquella gran paliza en cuanto asomó por la puerta ni porqué, dos días después, unos desconocidos le asesinaron de dos balazos.
me ha sobrecogido, sobre todo porque sé que esto pasa
ResponderEliminarJosé antonio