La reunión del Consejo comenzaba a las once, de modo que no tuvo que madrugar. En realidad, Antonio Alonso de la Vega, presidente del banco, nunca lo hacía. Más que por pereza, ya que a su edad el sueño se acorta, por no tener qué hacer en el despacho. Desayunó tranquilamente un chocolate con churros que le sirvió Carlota, la chica que les atendía ya desde hacía varios años, y leyó los periódicos que, siempre a primera hora, le traía Justo, el chófer.
Las noticias eran las mismas en todos los titulares. El desplome total de los mercados financieros iba siendo ya irresoluble y, hoy una gran corporación, mañana una gran Caja, iban cerrando sus puertas mientras los Gobiernos, cada vez más agobiados y tensando sus presupuestos hasta límites irracionales, cubrían como podían los cráteres que dejaban las batallas perdidas. Hoy, les tocaba a ellos. Aparte de los ocho miembros que formaban el Comité de gobierno nadie lo sabía aún. Cierto que algunos rumores sobre una pobre situación patrimonial del banco se habían filtrado por algún parqué pero en aquellos tiempos en que todo eran malos rumores, no se les había prestado mucha importancia. Mucho mejor para ellos.
Veinte días antes, los ocho consejeros y una docena de directivos de confianza habían vendido todas sus acciones. El precio obtenido en aquel mercado que colapsaba no había sido bueno pero suficiente para vivir espléndidamente por varias generaciones. Si, a ello, se unían las propiedades que habían adquirido durante las buenas épocas el resultante era un patrimonio más que suficiente para reiniciar nuevos negocios cuando la tormenta pasara. Por supuesto, todos los movimientos patrimoniales se habían hecho con discreción, lo cual por otro lado no era muy necesario ya que las fortunas estaban bien distribuidas entre empresas intermedias, países exóticos y personas de la familia que tenían apellido distinto a los propios. Antonio Alonso de la Vega no sentía remordimiento alguno. Primero, porque él había hecho todo lo que honestamente había podido para llevar a la entidad por el buen camino. Pero él no podía prever las guerras con los árabes, la escasez de petróleo, el parón de la economía china tras los Juegos o que, de pronto, los incautos compradores de casas cedieran en su loco empeño de ser propietarios a toda costa. El desenlace había sido inevitable pero no por su mala gestión. De hecho, creía que el vulgo medio debía estar agradecido al banco por el esfuerzo crediticio que había hecho. Porque, verdaderamente, habían corrido riesgos que ahora se veían como alocados e irresponsables. Pero, ¿no había sido para que decenas de millares de desafortunados hubieran soñado con comprar una vivienda? Estaba convencido que si hubieran sido más obstinados en mantener las garantías exigidas a los hipotecados, se les hubiera criticado por no dejar que la masa del pueblo accediera a los niveles de bienestar que la boyante economía propiciaba y hubieran sido acusados de quedarse con todas las ganancias. Era consciente de que, en su posición, siempre iba a ser censurado de modo que era mejor velar algo por su propio interés.
Justo le condujo en el Audi 8 de empresa hasta la central. EL otoño había ya cruzado su ecuador y las hojas amarillentas cubrían las aceras en una metáfora de lo que estaba ocurriendo con el mundo. Vio algunas filas de personas que esperaban frente a las oficinas de desempleados pero ni se percató de la infinidad de mendigos que pedían unas monedas a lo largo de la avenida.
Entró en la sala de juntas cuando ya los demás consejeros le esperaban. Se saludaron con el afecto que dan los años de trabajo juntos, la ventura compartida y los enredos cómplices. La reunión fue cordial y breve. Estaba claro lo que era preciso hacer y el bufete jurídico ya había preparado todos los documentos para la presentación de la suspensión de pagos. Todo estrictamente legal. Sería un juez el que repartiría lo que el banco valía entre los acreedores que, en su mayoría, eran pequeños accionistas y ahorradores. Las grandes cuentas habían sido también previamente advertidas, una acción que consideraron adecuada para garantizar las buenas relaciones en el futuro, cuando todo aquello hubiera concluido y hubiera que reiniciar negocios atractivos para todos. Entonces, se precisaría otra vez el dinero y era preciso ponerlo a buen recaudo. Una medida que alguno podría ver como deshonesta pero que, en realidad, era la que dictaba el buen gobierno de la economía a largo plazo.
Tras firmar todos los papeles, brindaron con una copa de cava por el futuro y, como Antonio Alonso de la Vega dijo en sus palabras de despedida, “nuestro saber, nuestro patrimonio y nuestra capacidad de trabajo tendrán nuevas oportunidades en un futuro que no es lejano”.
A las doce, estaba convocado el Comité Nacional de trabajadores de la Empresa. En él estaban representados los empleados y los sindicatos. Algo conocían ya de las “pequeñas” dificultades por las que la empresa transitaba, no ajenas a las turbulencias generales de la economía mundial. Aún así, y como muestra de la confianza que la dirección tenía en el Banco, un buen paquete de acciones había sido repartido entre los miembros del comité durante los últimos meses. Acciones que, aún habiendo bajado considerablemente en cotización por la mala marcha de la bolsa, todavía suponían un buen dinero para todos ellos.
Antonio Alonso de la Vega explicó brevemente la situación y dejó que, durante diez minutos, los del Comité mostraran su estupor, sus quejas, sus amenazas y su frustración. Siempre era lo mismo. Después, cuando lo consideró oportuno, resaltó que la noticia no se haría pública hasta el siguiente lunes y pidió discreción para no desatar el caos y el pánico. Estaba convencido, les dijo, que todos estaban en el mismo barco y de que, dentro de la mala situación, todos intentarían que la zozobra fuese lo menos dolorosa posible. El presidente pidió al Comité Nacional que informara a los comités locales y les pidiera la misma devoción y fidelidad que hasta ahora habían tenido. Les animó a que prepararan lo mejor posible los eventos que, a partir del lunes, - y recalcó la fecha- deberían acaecer: cierres de sucursales, listas de parados, potenciales disputas con ahorradores que desearan que les abonaran un dinero que ya no existía, etc.
La reunión acabó en una hora más con un lacónico silencio. Todos los presentes sabían lo que debían de hacer en los cinco días que restaban. Al cabo, si es irremediable que el barco se hunda, es mejor que se salven algunos que ninguno.
El lunes, como estaba previsto, la noticia saltó a todas las portadas de los periódicos. Miles de personas hicieron cola ante las sucursales buscando al menos un pequeño reembolso de sus ahorros y se encolerizaron con los empleados que les informaban de que no había ni un solo euro y que sólo podían ofrecerles una hoja de reclamaciones que deberían presentar ante el juez.
Los consejeros no necesitaron hacer cola. Los miembros del Comité Nacional, de los comités locales y del sindicato bancario tampoco.
Las noticias eran las mismas en todos los titulares. El desplome total de los mercados financieros iba siendo ya irresoluble y, hoy una gran corporación, mañana una gran Caja, iban cerrando sus puertas mientras los Gobiernos, cada vez más agobiados y tensando sus presupuestos hasta límites irracionales, cubrían como podían los cráteres que dejaban las batallas perdidas. Hoy, les tocaba a ellos. Aparte de los ocho miembros que formaban el Comité de gobierno nadie lo sabía aún. Cierto que algunos rumores sobre una pobre situación patrimonial del banco se habían filtrado por algún parqué pero en aquellos tiempos en que todo eran malos rumores, no se les había prestado mucha importancia. Mucho mejor para ellos.
Veinte días antes, los ocho consejeros y una docena de directivos de confianza habían vendido todas sus acciones. El precio obtenido en aquel mercado que colapsaba no había sido bueno pero suficiente para vivir espléndidamente por varias generaciones. Si, a ello, se unían las propiedades que habían adquirido durante las buenas épocas el resultante era un patrimonio más que suficiente para reiniciar nuevos negocios cuando la tormenta pasara. Por supuesto, todos los movimientos patrimoniales se habían hecho con discreción, lo cual por otro lado no era muy necesario ya que las fortunas estaban bien distribuidas entre empresas intermedias, países exóticos y personas de la familia que tenían apellido distinto a los propios. Antonio Alonso de la Vega no sentía remordimiento alguno. Primero, porque él había hecho todo lo que honestamente había podido para llevar a la entidad por el buen camino. Pero él no podía prever las guerras con los árabes, la escasez de petróleo, el parón de la economía china tras los Juegos o que, de pronto, los incautos compradores de casas cedieran en su loco empeño de ser propietarios a toda costa. El desenlace había sido inevitable pero no por su mala gestión. De hecho, creía que el vulgo medio debía estar agradecido al banco por el esfuerzo crediticio que había hecho. Porque, verdaderamente, habían corrido riesgos que ahora se veían como alocados e irresponsables. Pero, ¿no había sido para que decenas de millares de desafortunados hubieran soñado con comprar una vivienda? Estaba convencido que si hubieran sido más obstinados en mantener las garantías exigidas a los hipotecados, se les hubiera criticado por no dejar que la masa del pueblo accediera a los niveles de bienestar que la boyante economía propiciaba y hubieran sido acusados de quedarse con todas las ganancias. Era consciente de que, en su posición, siempre iba a ser censurado de modo que era mejor velar algo por su propio interés.
Justo le condujo en el Audi 8 de empresa hasta la central. EL otoño había ya cruzado su ecuador y las hojas amarillentas cubrían las aceras en una metáfora de lo que estaba ocurriendo con el mundo. Vio algunas filas de personas que esperaban frente a las oficinas de desempleados pero ni se percató de la infinidad de mendigos que pedían unas monedas a lo largo de la avenida.
Entró en la sala de juntas cuando ya los demás consejeros le esperaban. Se saludaron con el afecto que dan los años de trabajo juntos, la ventura compartida y los enredos cómplices. La reunión fue cordial y breve. Estaba claro lo que era preciso hacer y el bufete jurídico ya había preparado todos los documentos para la presentación de la suspensión de pagos. Todo estrictamente legal. Sería un juez el que repartiría lo que el banco valía entre los acreedores que, en su mayoría, eran pequeños accionistas y ahorradores. Las grandes cuentas habían sido también previamente advertidas, una acción que consideraron adecuada para garantizar las buenas relaciones en el futuro, cuando todo aquello hubiera concluido y hubiera que reiniciar negocios atractivos para todos. Entonces, se precisaría otra vez el dinero y era preciso ponerlo a buen recaudo. Una medida que alguno podría ver como deshonesta pero que, en realidad, era la que dictaba el buen gobierno de la economía a largo plazo.
Tras firmar todos los papeles, brindaron con una copa de cava por el futuro y, como Antonio Alonso de la Vega dijo en sus palabras de despedida, “nuestro saber, nuestro patrimonio y nuestra capacidad de trabajo tendrán nuevas oportunidades en un futuro que no es lejano”.
A las doce, estaba convocado el Comité Nacional de trabajadores de la Empresa. En él estaban representados los empleados y los sindicatos. Algo conocían ya de las “pequeñas” dificultades por las que la empresa transitaba, no ajenas a las turbulencias generales de la economía mundial. Aún así, y como muestra de la confianza que la dirección tenía en el Banco, un buen paquete de acciones había sido repartido entre los miembros del comité durante los últimos meses. Acciones que, aún habiendo bajado considerablemente en cotización por la mala marcha de la bolsa, todavía suponían un buen dinero para todos ellos.
Antonio Alonso de la Vega explicó brevemente la situación y dejó que, durante diez minutos, los del Comité mostraran su estupor, sus quejas, sus amenazas y su frustración. Siempre era lo mismo. Después, cuando lo consideró oportuno, resaltó que la noticia no se haría pública hasta el siguiente lunes y pidió discreción para no desatar el caos y el pánico. Estaba convencido, les dijo, que todos estaban en el mismo barco y de que, dentro de la mala situación, todos intentarían que la zozobra fuese lo menos dolorosa posible. El presidente pidió al Comité Nacional que informara a los comités locales y les pidiera la misma devoción y fidelidad que hasta ahora habían tenido. Les animó a que prepararan lo mejor posible los eventos que, a partir del lunes, - y recalcó la fecha- deberían acaecer: cierres de sucursales, listas de parados, potenciales disputas con ahorradores que desearan que les abonaran un dinero que ya no existía, etc.
La reunión acabó en una hora más con un lacónico silencio. Todos los presentes sabían lo que debían de hacer en los cinco días que restaban. Al cabo, si es irremediable que el barco se hunda, es mejor que se salven algunos que ninguno.
El lunes, como estaba previsto, la noticia saltó a todas las portadas de los periódicos. Miles de personas hicieron cola ante las sucursales buscando al menos un pequeño reembolso de sus ahorros y se encolerizaron con los empleados que les informaban de que no había ni un solo euro y que sólo podían ofrecerles una hoja de reclamaciones que deberían presentar ante el juez.
Los consejeros no necesitaron hacer cola. Los miembros del Comité Nacional, de los comités locales y del sindicato bancario tampoco.
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