Por un lado, asistimos a la creación de obras de literatura digital y, por otro, asistimos a la utilización de medios digitales aplicados a la literatura convencional. Es lo que, en ocasiones, se diferencia como literatura digital y digitalizada. La primera es la que sólo (y este adverbio es la clave) podría construirse y leerse con medios digitales (véase al respecto, por ejemplo, este artículo , este, este o este). No quiero referirme a ella en este post sino a la digitalizada, a la utilización de instrumentos electrónicos para escribir, imprimir, memorizar, publicar, analizar o distribuir textos convencionales.
Son muchos los campos donde la aportación de la técnica informática es muy beneficiosa. No creo que muchos escritores hoy en día sigan utilizando la pluma (lo que, aunque puede ser un placer, dificulta la corrección y ralentiza la creación). La maquetación de libros y periódicos es fundamentalmente digital. Las bases de datos literarias (bien sea de textos en formatos ya digitales o libros tradicionales escaneados) aporta enormes ventajas de clasificación, búsqueda y análisis aún cuando existan aún problemas técnicos derivados de la menor durabilidad de los soportes electrónicos o magnéticos. La edición de textos por ordenador ofrece, sin duda, ventajas claras en cuanto a rapidez, calidad, menor coste, disponibilidad inmediata de los contenidos y mayor productividad.
Dicho todo esto, es evidente que la era digital aporta numerosas ventajas positivas para el desarrollo de la creación y el consumo de literatura. ¿Por qué, entonces, el título de este post?
El lado oscuro llega desde dos circunstancias.
La primera es la falta de modestia inherente a la mayoría de los seres humanos. Cuando un individuo escribe un texto piensa, por lo general, que es bueno, literariamente correcto – incluso excelente- y que merece ser leído por otras personas. Aunque existen seres humanos que escriben sólo para ellos (los diarios son un ejemplo evidente) o para que sean leídos por sólo otras personas muy determinadas (las cartas), en general hay una tendencia a desear ser apreciado por el máximo número de lectores posible. No sólo eso, sino que existe el deseo natural de ser ensalzado por ello. En algunos casos, se da asimismo el ánimo de vivir de lo escrito.
La segunda circunstancia es que la publicación de literatura es, en especial hoy en día, más un negocio que un arte. Y, como en todo negocio, el objetivo fundamental es obtener beneficios. Si estos se logran con buenas o malas obras es un asunto secundario si las ventas suben. Este hecho no es privativo de la literatura. Ocurre en todas las actividades comerciales y en todas las artes. No hay más que ver, por ejemplo, el nivel de calidad de mucha de la televisión que consumimos donde casi puede establecerse una relación biunívoca entre la chabacanería y el nivel de audiencia.
Confluyen por tanto, las ansias de millones de escritores diletantes que buscan(/mos) publicar sus obras y ser admirados por sus conciudadanos y la avaricia – llamémosla así debido a que se priorizan los beneficios a la bondad del texto- de algunos editores que ven una clara rentabilidad en esta moderna forma de edición. Surge, en este contexto, un negocio nuevo y atractivo – y, digámoslo, perfectamente lícito- cual es el de las empresas que facilitan la publicación de libros (bien sea en formato electrónico o en formato papel), a un coste muy bajo (conseguible por el uso de medios informáticos) y sufragado en muchos casos por el propio autor. Este “invierte” en que su propia obra sea conocida y el editor logra unos réditos, bien sea por hacerle el trabajo de impresión digital (con o sin encuadernación) o bien por facilitarle un canal de venta bajo pago de una comisión. El bajo coste que la impresión digital garantiza hace que todos “puedan permitirse el lujo”.
Es curioso observar que la “digitalidad” no aporta un nuevo campo de juego. Al contrario, el sueño de la gran mayoría de “autoeditores” es ver su obra impresa en papel. Eso sí, con un coste muy bajo que permita “autocomprar” la realización de esa tirada.
En este ámbito, han surgido muchas empresas que hacen posible publicar en muy breve plazo de tiempo, a demanda, aquellos libros que el autor desea con una calidad que nada tiene que envidiar a la de los libros tradicionales. Hasta aquí nada que criticar. Al contrario. Se da satisfacción a todas las partes y se liberaliza un nicho antes reservado a pocos.
El problema surge del hecho que, en general, lo que parece tener menos importancia en toda la cadena es la calidad de la obra que va a publicarse. La calidad de la literatura editada. No es extraño – y alarmante- que Robert Young, director de Lulu, empresa ligada a Amazon, y una de las compañías líderes en autoedición reconozca en el New York Times (http://www.nytimes.com/2009/01/28/books/28selfpub.html?pagewanted=2&_r=3&pa... ) que “We have easily published the largest collection of bad poetry in the history of mankind.” (Hemos publicado la mayor colección de mala poesía en la historia de la humanidad). Que algo así sea dicho desde el propio sector es muy significativo.
Y, sin embargo, la empresa sigue editando cualquier petición, como no podía ser de otra manera ya que su primer fundamento es la de hacer negocio y satisfacer una demanda, independientemente de si ello ayuda al arte.
Es así, también, entendible que la gran mayoría de estas obras tengan una vida muy breve. De muchísimas de ellas apenas se venden unas decenas de ejemplares para amigos o familiares y las que llegan al millar suelen ser regalos de empresas que editan un volumen para un uso particular. Entran más en el ámbito del regalo a medida que en el de la literatura.
En honor a la verdad hay que admitir que la falta de calidad se da igualmente con la impresión tradicional. No todo lo que llega a las librerías debería haberlo hecho y no todo lo que se queda en los filtros de los editores y los críticos, debería morir sin llegar al Olimpo de las estanterías. Pero es con la edición digital cuando el nivel de obras mediocres publicadas se ha disparado. No existe ya la garantía de que la obra que llega a publicarse haya pasado por una dura criba y una rigurosa selección – a veces, injusta- , pero selección al fin. No existe más esa competencia darwinista por la que sólo los mejores sobreviven. En los textos técnicos o científicos, incluso, desaparece la revisión por pares (peer review) que, con todas sus limitaciones, es hoy por hoy una garantía de corrección.
Volviendo al título de esta entrada, podría decirse que en todo momento hay malas células que crecen en el organismo pero, mediante los propios mecanismos del cuerpo, son controladas. Llega un momento, sin embrago, en que crecen más rápido que lo que los sistemas defensivos pueden soportar y se genera un tumor que mata el organismo.
Ese momento puede estar llegando en la literatura. Y, como cualquier ser vivo, la literatura no puede permitirse albergar una ingente cantidad de células malignas en su interior. Necesita depurarse, buscar la excelencia, hacer cirugía de todo lo que no sirve.
En el cómo se va a ejercitar ese autocontrol reside saber si en el futuro, la aportación de la autoedición digital al arte será, en su conjunto, positiva o negativa.
es necesario determinar qué es la literatura y centrarnos en lo que es fundamental a la misma. Se habla mucho de libros digitales pero nada de literatura
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