Muchos años después, la criada Sofía de los Ángeles aún se recriminaba a sí misma por no haber sido más cuidadosa aquella tarde de primavera. Debió haberlo intuido pero no lo hizo. Quizá fuera por la seductora brisa con aroma de romero y eucalipto que todo lo impregnaba, o quizá por los inquietos brillos que el sol dibujaba entre las hojas de las majaguas, pero el hecho es que se despistó el tiempo suficiente, quizá dos o tres segundos, para no haber discernido con inteligencia la calaña del forastero. El caso es que, fuese por lo que fuese, se culpaba de ser la causante de toda aquella desgracia.
Jimena tenía dieciocho años. Hija del hacendado Don Servando, un hombre avaricioso pero afable, era feliz en el mundo. Fortuna no faltaba a la familia y habiendo muerto la madre durante el parto de Jimena, su padre consentía con todo aquello que la muchacha deseaba. Aún así, era hombre de religión e ideas conservadoras de modo que decidió disponer de una criada que cuidara de la chica y que vigilara su temperamento y sus amistades. No eran tiempos como para que una señorita de directa descendencia de marqueses en España, tuviese contratiempos con indianos y gentes que sólo buscarían su dinero. Sofía de los Ángeles, viuda, descarada en ocasiones, pero con un gran corazón, fue la seleccionada entre más de diez candidatas que Don Servando entrevistó una a una.
- Cuídela como si fuera su propia hija- le había dicho- No quiero que la vida la envenene antes de tiempo.
Durante cuatro años nada de importancia ocurrió. La vida en Santa María del Martirio discurría plácida. De tanto en cuanto llegaban noticias lejanas de la revolución que, según decían, se extendía por los Andes, en las sierras nevadas, mucho más allá del río Sécure. Alguna vez, portugueses que llegaban del este contaban historias de minas de oro que se descubrían en las riberas rápidas del Paraguá y de miles de desarrapados que, con sólo una pala y un cedazo, soñaban cada noche con ser ricos al día siguiente. Un otoño especialmente lluvioso, una caravana de frailes cruzó la pequeña ciudad de camino hacia el Brasil. Marchaban con la esperanza de servir al Señor salvando almas, aunque los pobres infelices que no entendían por qué habrían de salvarse se opusieran en su infinita ceguera. Con todo, Santa María era, si así puede decirse, aburrida. Los inviernos eran fríos aunque sólo una vez había nevado. Jimena apenas lo recordaba pero creía entrever, entre las memorias veladas de su niñez, a su padre haciendo bolas blancas que luego ella lanzaba contra los criados. Los veranos eran bochornosos y húmedos. La vida se paralizaba porque el caminar, el ir a la escuela o el trabajar suponían demasiado esfuerzo. La primavera era la estación que más gustaba a la niña y a todos los habitantes de la pequeña ciudad. Sobre todo, a finales de mayo, cuando se celebraban las fiestas patronales y se engalanaban las calles con banderitas y faroles de papel de seda. Entonces, salían los mozos de ronda con las bandurrias y los bandoneones y los convites se extendían entre unos y otros. Cada día veinticinco, justo a las ocho de la tarde, se celebraba el baile anual donde las jóvenes anhelaban que justamente aquel muchacho que las encandilaba se atreviera a pedirles baile. Jimena, demasiado niña a ojos de todos, jugaba a esconder los farolillos encendidos, bebía limonada de menta y, cuando la noche caía, se tumbaba en el porche de la casa y contaba todas aquellas estrellas que le hacían guiños desde lo alto. Y, sobre todo, soñaba con viajar a la Europa que se describía en los libros del colegio. Visitar Madrid. Conocer las avenidas anchas con altos tilos, pasear por los jardines de Sabatini y ver el palacio que su padre tantas veces le había descrito desde aquella vez que fue llamado a palacio. Quería saber qué era la ópera porque, hasta entonces, sólo la había oído en el renqueante gramófono de la casa. Deseaba ver con sus propios ojos el mar porque no llegaba a creer lo que su maestra les había explicado. Que la costa de enfrente no podía verse en el horizonte y que se necesitaban semanas para cruzar aquella inmensidad de agua. Convertir sus lecturas en realidades. Porque Jimena era una lectora pertinaz que había ya leído la mayor parte de la amplia biblioteca de la familia, incluso aquellos libros que estaban en la estantería prohibida.
El día de primavera que todo comenzó, Sofía de los Ángeles le vio venir. Era justamente un veinticinco de mayo y las calles estaban repletas de parejas que paseaban despacio, de calesas que transitaban por las calles estrechas que daban a la alameda y criadas que hacían las últimas compras para preparar las copiosas cenas anteriores al baile. Estaban todos en el jardín, cerca de la pérgola cubierta de campánulas violáceas y petunias que habían florecido tempraneras. Las criadas colocaban el mantel de lino en la gran mesa en la que más tarde todos cenarían y Ambrosio, el mulato cubano que llevaba en la finca desde siempre, colocaba las velitas en cada farolillo y colgaba guirnaldas de colores entre los gomeros y las majaguas. Olía ya la sopa de papa que borboteaba en el caldero y los lomos de res llevaban ya varias horas en las brasas, asándose lentamente. Tenían unos cuarenta invitados y todo debía estar perfecto.
Apareció por el camino del norte y se dirigió despacio hacia la casa. Llevaba un sombrero de ala ancha y botas con espuelas. Se acercó y pidió de beber. Llevaba varias horas caminando y marchaba, según dijo, hacia los Andes. Era joven, quizá veintitantos, y una barba cuidada poblaba sus mejillas. Su pelo, acaracolado, era rubio y sus facciones eran agradables. Sofía de los Ángeles lo miró un instante y le cayó simpático. Incluso, le pareció atractivo. Aquello debió ser decisivo para que confiara en él y ordenó que le dieran limonada y le dejaran bañarse en la alberca de los establos. Era una mujer caritativa y aquel joven parecía de fiar. Muchas veces, durante los años venideros, se arrepentiría de aquella decisión.
Se oía el runrún de los insectos y las luces de colores que enmarcaban la mesa difuminaban el estrellado cielo. Algunos aplaudieron cuando sirvieron la tarta de fresones y merengue. En ese mismo instante, la orquestina se arrancó con el vals y cinco o seis parejas abrieron el baile.
Jimena comió un buen pedazo de pastel y se quedó encandilada con una estrella fugaz que cruzó por el firmamento. Sólo ella pareció darse cuenta de la luz errante. Había demasiada iluminación en el jardín para ver los astros, así que decidió dirigirse a los establos donde los animales dormían en la oscuridad de la noche. Sofía de los Ángeles la vio marchar pero no se preocupó. Sabía que la chiquilla gustaba de soñar bajo las estrellas y a menudo lo hacía junto a las caballerizas. Ni se acordó del forastero.
La gasa blanquecina de la galaxia cruzaba la bóveda de lado a lado. Jimena arrancó un poco de romero y lo olió mientras se tumbaba, como lo hacía siempre, boca arriba en la hierba recién cortada. Estaba soñando con sus viajes y sus aventuras cuando la luz de la cuadra le llamó la atención. La puerta estaba abierta y una luz encendida súbitamente iluminó el dintel. El joven estaba allá, desnudo su torso, sentado apoyado en la pared y mirando las mismas estrellas que ella observaba. Seguramente sería el azar pero lo cierto es que sus miradas se cruzaron y ambos mantuvieron los ojos el uno en el otro. Pasaron cinco o seis minutos hasta que él se levantó y se acercó a la muchacha. Sin decir palabra alguna, se sentó junto a ella. Su pecho desnudo la confundió, un olor acaramelado la embriagó y su corazón pareció agitarse sin control.
- Hola, me llamo Isaac- dijo, y la sonrisa con la que acompañó aquella sencilla presentación le pareció a Jimena la más bella pintura que nunca hubiese visto.
- ¿Te gustan mirar las estrellas? – le preguntó la chica – Yo vengo muy a menudo. ¿has visto como cayó una hace poco?
- La vi- contestó- y pensé en un deseo.
- ¿Cuál?- preguntó expresiva ella con una curiosidad vivaracha que a él le pareció fascinante.
- Eso es un secreto- sonrió-, si te lo dijera no se cumpliría.
Había visto antes cuerpos de hombres. Los braceros que su padre contrataba se quitaban la camisa a menudo cuando el sol del mediodía apretaba. Tampoco le era extraño el sexo porque muchas veces había visto a los animales encelados y, algunas noches, necesitaba que sus dedos calmaran su ansia. Sin embargo, aquella noche, todo era distinto. Se sentía excitada, con su pulso acelerado, le costaba apartar la vista de Isaac, el cuerpo del joven era como un imán para su vista y deseaba tocar su piel y sentirla en su tacto.
Él le propuso caminar y ella le contó del lago, un kilómetro más allá. Apenas hablaron mientras caminaron pero no dejaron de mirarse y explorarse con la imaginación. A pesar de la distancia, se escuchaba aún la tenue melodía de la orquesta y, de vez en cuando, podían escuchar cantos y risas. Se sentaron junto a la orilla. La brisa rizaba las aguas y formaba una cordillera de montañitas acuosas que se elevaban y derrumbaban zigzagueando.
Jimena nunca recordaría cómo ocurrió pero de pronto sintió sus labios en los de él y aquello le gustó. Más de lo que nunca hubiese imaginado. Se entregó a aquel beso y experimentó, por vez primera en sus dieciocho años, el placer de otra lengua, el estremecimiento de las manos de Isaac en sus pechos, sintió cómo se humedecía al igual que le ocurría de tanto en cuanto en su alcoba y supo, por instinto, qué sería lo que ocurriría a continuación.
Él la desnudó con torpeza pero a ella le pareció que era el mejor de los amantes. Apretó su rostro contra su sexo, dejó que la saboreara, que la recorriera, que la inundara, que la penetrara y, a su vez, acarició sus muslos, sus hombros, el vello de su torso. Se sintió voluptuosa como las mujeres de las que había leído en aquel libro encuadernado en terciopelo que su padre guardaba en secreto. Otra estrella fugaz voló por encima y ella pidió que aquel momento no terminara nunca.
Se despertaron sobresaltados, aún abrazados el uno al otro, cuando oyeron gritos. Alguien decía su nombre - ¡Jimena!¡Jimena!- y reconoció las voces angustiadas de Sofía de los Ángeles y de su padre. Fue ella la que reaccionó. De pronto se sentía mujer. Una mujer completa, sensata y madura. Había sentido el mar, la inmensidad del océano que no conocía aún entre la pasión de Isaac y los besos encendidos.
- Debes huir, debes huir- le apresuró, y el joven supo que le matarían si llegaban a encontrarlos.
Se dieron un beso. Jimena fue consciente de que era el último que daba. Vio correr a Isaac hasta que desapareció en el bosque de toborochis, en la otra orilla del lago.
Sofía de los Ángeles fue consciente de lo que había ocurrido en cuanto la vio. Medio desnuda, se envolvía con el vestido a modo de sábana. Quedaron como paralizados cuando la vieron. Don Servando la miraba, desconcertado, sin reconocer a su niñita en aquella desvergonzada. Sostuvo la mirada de todos ellos con un sosiego del que ella misma se sorprendió.
Sofía de los Ángeles tomó la cesta y comprobó que estaba todo. El tarro de miel, los panecillos y, sobre todo, el libro que cada mes debía ser distinto. Tomó su chal y se dirigió al convento. Lucía el sol. Llamó y preguntó por Sor Jimena.
me ha gustado muchisimo esta historia. Está muy bien escrita, muy bien descrita. Entras en aquel paisaje.
ResponderEliminarM.