Cuando el cielo se emborrascaba, Juan José se sentía extrañamente a gusto. Mientras los compañeros se santiguaban o maldecían por su mala suerte, el se apretaba el arnés y, en proa, miraba cómo la pared gris de lluvia y viento se acercaba. En esos momentos, se difuminaba el horizonte y no se apreciaba a ciencia cierta dónde comenzaban las nubes arremolinadas y dónde acababa la mar encrespada. Todo era uno. Una masa cenicienta que asustaba a la mayoría de los marinos, mas no a Juan José.
Dejó que el viento fuerte le azotara la cara. Aún no llovía pero el océano se había despertado de su letargo y las olas golpeaban el casco con rudeza. Le gustaba cuando el mar saltaba bravío por encima de la borda y le mojaba. Los otros marineros sabían que estaba loco, o al menos lo creían firmemente cuando le veían atado, sólo por un cabo, al pequeño bauprés. Ni el capitán lograba que, en aquellos momentos, desistiera de su insensatez. Alguna vez había pensado seriamente en despedirle pero era un buen elemento, duro en el trabajo e infatigable en la tarea. Aquello le salvaba.
El mar se abría bajo la proa del mercante, como si los infiernos quisieran tragárselo. El navío orzaba y se desplomaba sobre el abismo abierto por el oleaje para, poco después, subir nuevamente en un vaivén nervioso. Juan José permanecía en proa, tambaleándose con cada sacudida, fijos los ojos en la mar y en la tormenta, como si hubiera entrado en un trance hipnótico. Algunas cajas se movieron en la bodega. Los amarres habrían probablemente cedido y se arrastraban quejumbrosas sobre el suelo de acero, emitiendo un sonido que, al juntarse con el ulular del viento, se asemejaba a un quejido lejano.
El capitán y el piloto seguían en el puente, con muy baja visibilidad debido a la lluvia que golpeaba con fuerza el vidrio de la cabina. El radar les indicaba que aún pasaría una buena media hora hasta que atravesaran lo que quedaba de tempestad. El resto de la tripulación permanecía abajo, en los camastros porque cuando estas cosas pasan en el mar, lo único que uno puede hacer es tumbarse y esperar a que el destino decida si hace brillar nuevamente el sol o te manda al purgatorio de los náufragos.
Hicieron sonar la bocina. Profunda y grave, triste como aquella tarde de tormenta. El piloto creyó ver algo en un momento en que el limpia parabrisas logró evacuar parte del agua que se arrejuntaba en el cristal.
- ¿Qué hace ese loco? – murmuró, y poco después se volvió hacia el capitán con los ojos asustados de quién cree haber visto a la muerte, si es que eso es posible.
La proa se hundió una vez más y Juan José recordó que ella no volvería. Un día, mucho antes de su enfermedad, le había dicho que sólo temía perderla, tener que amanecer algún día sin sus besos, echar de menos su vientre y sus muslos, sus pechos y sus caricias. Ella se había reído y le había dicho que mucho peor era el mar. Que temiese al mar y a sus pecios. Juan José la había abrazado y le había dicho que no, que el mar guarda bien a sus muertos. Que sólo temía no tenerla a ella. Que nunca le dejara. Que prefería descansar entre sirenas y caballitos de mar a estar lejos de sus brazos. Que sin ella, no apreciaría la belleza del sol acostándose sobre el mar tranquilo, ni la brisa juguetona de la mañana ni las estrellas inquietas de las noches del Atlántico. Que, sin ella, sólo podría consolarse entre nubes de tormenta y marejadas arboladas.
La proa se alzó y se desplomó una vez más sobre las aguas. Se reconoció solo. Ella no volvería. Y creyó ver, entre la espuma de las olas oscuras, un castillo de coral y un fondo de conchas suaves como las que ella gustaba de coleccionar. Seguro que estaba allá, caminado con sus pies descalzos y recogiendo sólo aquellas que eran perfectas. Como ella misma lo era.
Soltó el arnés, la llamó y se dirigió a su encuentro.
Dejó que el viento fuerte le azotara la cara. Aún no llovía pero el océano se había despertado de su letargo y las olas golpeaban el casco con rudeza. Le gustaba cuando el mar saltaba bravío por encima de la borda y le mojaba. Los otros marineros sabían que estaba loco, o al menos lo creían firmemente cuando le veían atado, sólo por un cabo, al pequeño bauprés. Ni el capitán lograba que, en aquellos momentos, desistiera de su insensatez. Alguna vez había pensado seriamente en despedirle pero era un buen elemento, duro en el trabajo e infatigable en la tarea. Aquello le salvaba.
El mar se abría bajo la proa del mercante, como si los infiernos quisieran tragárselo. El navío orzaba y se desplomaba sobre el abismo abierto por el oleaje para, poco después, subir nuevamente en un vaivén nervioso. Juan José permanecía en proa, tambaleándose con cada sacudida, fijos los ojos en la mar y en la tormenta, como si hubiera entrado en un trance hipnótico. Algunas cajas se movieron en la bodega. Los amarres habrían probablemente cedido y se arrastraban quejumbrosas sobre el suelo de acero, emitiendo un sonido que, al juntarse con el ulular del viento, se asemejaba a un quejido lejano.
El capitán y el piloto seguían en el puente, con muy baja visibilidad debido a la lluvia que golpeaba con fuerza el vidrio de la cabina. El radar les indicaba que aún pasaría una buena media hora hasta que atravesaran lo que quedaba de tempestad. El resto de la tripulación permanecía abajo, en los camastros porque cuando estas cosas pasan en el mar, lo único que uno puede hacer es tumbarse y esperar a que el destino decida si hace brillar nuevamente el sol o te manda al purgatorio de los náufragos.
Hicieron sonar la bocina. Profunda y grave, triste como aquella tarde de tormenta. El piloto creyó ver algo en un momento en que el limpia parabrisas logró evacuar parte del agua que se arrejuntaba en el cristal.
- ¿Qué hace ese loco? – murmuró, y poco después se volvió hacia el capitán con los ojos asustados de quién cree haber visto a la muerte, si es que eso es posible.
La proa se hundió una vez más y Juan José recordó que ella no volvería. Un día, mucho antes de su enfermedad, le había dicho que sólo temía perderla, tener que amanecer algún día sin sus besos, echar de menos su vientre y sus muslos, sus pechos y sus caricias. Ella se había reído y le había dicho que mucho peor era el mar. Que temiese al mar y a sus pecios. Juan José la había abrazado y le había dicho que no, que el mar guarda bien a sus muertos. Que sólo temía no tenerla a ella. Que nunca le dejara. Que prefería descansar entre sirenas y caballitos de mar a estar lejos de sus brazos. Que sin ella, no apreciaría la belleza del sol acostándose sobre el mar tranquilo, ni la brisa juguetona de la mañana ni las estrellas inquietas de las noches del Atlántico. Que, sin ella, sólo podría consolarse entre nubes de tormenta y marejadas arboladas.
La proa se alzó y se desplomó una vez más sobre las aguas. Se reconoció solo. Ella no volvería. Y creyó ver, entre la espuma de las olas oscuras, un castillo de coral y un fondo de conchas suaves como las que ella gustaba de coleccionar. Seguro que estaba allá, caminado con sus pies descalzos y recogiendo sólo aquellas que eran perfectas. Como ella misma lo era.
Soltó el arnés, la llamó y se dirigió a su encuentro.
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