Era de París y no había trabajado nunca. La sola idea de tener que dedicar sus horas a un oficio le producía diarrea o sinusitis o, si el trabajo era pesado, incluso acné a sus cuarenta y tres. Él paseaba, tomaba el sol en Montsouris y asistía a las reuniones del ateneo Clement con distinguido aire. Mostrando que ni había currado nunca ni lo haría jamás. Un parisino que se precie no tiene empleo ni come nunca en su casa. Casi, casi, como uno de Bilbao. Es una impronta de calidad, como el perfume que se vende en el Boulevard Haussmann o el champán que sirven en el Moulin.
El destino le había sonreído con un apuesto porte y una resistencia en el lecho que era casi legendaria, lo que se había granjeado el afecto y benevolencia de varias damas benefactoras que tampoco habían trabajado nunca. Ni comido nunca en sus casas ni, en este caso, dormido casi nunca en sus camas. Unas veces vestía de rigurosa etiqueta y otras casual pero siempre se le veía con un purito -habano y rolado en muslo joven- en los labios, a veces apagado, a veces humeante. Zapatos a juego con el cinturón y pañuelo al cuello en muchas ocasiones. Reloj no llevaba porque decía que un hombre que se presenta ante una mujer con reloj es un descortés ya que un caballero nunca mira la hora cuando está en buena compañía. Cada noche triunfaba. Por lo general, cortaba las dos orejas y el rabo y la presidenta del festejo de turno solía obsequiarlo con un sobrero gratis que él despachaba con garbo y orgullo capitalino. Amén de un sobrecito que, desde que existía el euro, cada vez era más delgadito. Una tarde, sentado ante un café de profundo aroma, miró a derecha e izquierda y vio a miles de gentes que se apresuraban hacia o desde el trabajo, intentando atrapar un suburbano que se escapaba o un autobús siempre lleno. Pensó que el único parisino auténtico que quedaba era él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario