22/11/09

El sorteo



La mayoría de sus vecinos pensaba que Julio era un viejo cascarrabias, irritable y algo asocial. Los estudiantes que tenían alquilado el piso del sexto se habían, incluso, reído de la forma en que vestía. Viejo sucio, le habían llamado los muy idiotas. Viejo, podía ser. De sucio, nada. Claro, ellos no podían entender lo difícil que era subsistir con los quinientos euros de pensión que le habían quedado. Casi no le daba para comer. Alguna noche, cuando la oscuridad se aliaba con la nostalgia de los tiempos pasados, había llorado. Pero eso ocurría sólo cuando volvían a su memoria, cada vez más floja, las imágenes de María, su compañera por veinte años. Ya no estaba con él. Había marchado al cielo con el frío del invierno pasado. Y, encima, debía ya tres meses de alquiler. Sólo faltaba que le desahuciaran. Estaba jodido, vamos. Jodido y solo. No era extraño que se rieran de él. Ahora, eso sí, a Julio no le achantaban los convecinos. Si ellos le miraban raro, él les sostenía la mirada con orgullo. Si se avergonzaban de tenerle en el portal, él les desafiaba. En fin, que el viejo no se hacía querer y no gozaba de buena fama en la vecindad.


Quizá por eso se sorprendió tanto cuando Marta, la vecina del rellano, llamó a su puerta el lunes por la mañana. La observó por la mirilla y estuvo a punto de no abrir pero, como insistió varias veces con el timbre, acabó entornando la puerta. La mujer le sonreía y realmente parecía que necesitaba alguna cosa. Abrió y le preguntó qué deseaba.

- Hola, don Julio – hacía mucho tiempo que no le llamaban así- ¿puedo robarle un minuto?

Julio refunfuñó pero le dijo que la escuchaba. Ella le explicó que trabajaba como limpiadora en unas oficinas comerciales y que su sueldo no era muy alto – qué le iba a contar a él, musitó el viejo -. Y que, para sacar un dinerillo, las compañeras habían montado una rifa. Querían hacer un viaje en vacaciones. Que si podía comprarle un numerito por un euro. Que podía ganar 6.000 euros por sólo uno. Que le haría un gran favor porque tenía que vender todos aquellos boletos y no sabía cómo. Que era la única que aún no los había colocado todos.

Julio estuvo a punto de darle con la puerta en las narices. La muy descarada, pensó. Pero ella le sonreía con una expresión que le recordaba tanto, tanto, a la de María. E insistía. Una pelma. La hubiese mandado a paseo pero, sí, se parecía a su esposa. Mucho. Demasiado. Quizá por eso se ablandó. El caso es que acabó entrando en la cocina, tomó una moneda y le aceptó un número- el 2.104- que ella le entregó entre miles de gracias. Nada más cerrar la puerta se llamó a sí mismo idiota y sintió el rubor de quien se siente engañado. No quiso hacerse mala sangre y trató de olvidar el incidente, prometiéndose a sí mismo no picar nunca más.

Julio creyó que la mujer estaba jugando con él cuando, al día siguiente, volvió a sentir el timbre y la vio frente a la puerta. Seguía convencido que se había aprovechado de él con la rifa y pensó que usaría esta nueva oportunidad para decirle cuatro cosas. Abrió con cara de malas pulgas y decidido a cantarle las cuarenta. No estaba bien engañar a pobres jubilados.

- ¡Don Julio!- gritó ella a la par que se le lanzaba al cuello y le estampaba dos besos en la cara.

El anciano quedó paralizado preguntándose si habría alguna de esas cámaras de televisión ocultas que graban a inocentes víctimas.

- ¡Ha ganado!¡Ha ganado!¡Hemos ganado! – gritaba ella con alegre entusiasmo.

Cuando se calmó, le entregó un cheque por 6.000 euros. Le explicó que una vez realizado el sorteo le había tocado justamente a él. Y que a ella también le había tocado un pico. Qué vaya casualidad, por Dios. Que era feliz por haber sido ella la que entregara el premio. Que se alegraba mucho por él. Que podía retirar el dinero en el banco hoy mismo. Que qué suerte tenían ambos. Que lo disfrutara. Que a ver si repartía algo con los demás vecinos. Se la veía tan contenta.

Marta marchó y Julio se sentó, con el cheque en sus manos, atónito ante lo ocurrido. Le costó una hora darse cuenta de la dicha que le asaltaba, de que podía pagar sus deudas, de que se permitiría gastar unos billetes en adornar con claveles la tumba de María, en que quizá haría caso a los niñatos y se compraría un traje nuevo.

Bajó a la sucursal del banco. No estaba lejos. Casi todos los vecinos tenían sus cuentas en él. Más por cercanía que por otra cosa. Y, además, el empleado les conocía a todos y era simpático. Entró y presentó el cheque. Le explicó al cajero que había ganado el dinero en un sorteo. Que por una vez en la vida, la suerte le acompañaba. Se emocionó cuando le pusieron en la mano los sesenta billetes de cien euros.

- Mire por dónde- le dijo Julio al cajero- cómo cambia la vida. Ayer sin un duro y hoy soy casi rico. Bueno, yo y Marta, mi vecina.

- ¿Se refiere usted a Marta García?- preguntó el banquero, más por cortesía que por interés.

- Sí, la misma. Tengo entendido que también ella ha ganado algo.

- No, amigo, no lo creo. De hecho tiene bastantes deudas. Hoy mismo ha solicitado un préstamo de 6.000 euros que le va a costar bastante pagar.



3 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho el relato. No esperaba el desenlace que es sorprendente.

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  2. Como siempre, amigo, no defraudas: estilo, brillantez y perfecto final sorprendente. Otra joyita. Gracias y enhorabuena.

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