La definición que me viene a la cabeza de El pedestal de las estatuas (Planeta, 2007) de Antonio Gala es la de “listín de teléfonos”. Una enorme sucesión de sucesos y de personajes, enlazados como en un sermón – generalmente tendencioso- y sin interés. Porque, aunque aparentemente es una novela histórica en realidad no se trata ni de una novela (no hay una trama digna de tal nombre, ni diálogos, ni intriga, ni objetivo narrativo) ni de un libro de historia, porque los hechos se amontonan sin que, como debe hacer un historiador, se traten de manera objetiva y se ordenen para comprender los acontecimientos y contextualizarlos. Al final, resulta eso, un listín de teléfonos con anécdotas, opiniones personales y nombres apelotonados que no tienen ninguna importancia argumental. Documento espeso, nublado, apabullante (en el peor sentido del término), desorganizado, con frases densas, rebuscadas, intentando hacer interesante, por la vía del lenguaje atildado, una historia de la historia sin historia.
Libro dividido en tres partes. La primera narra –como si un mal libro de colegio se tratara- la historia de Castilla, Aragón y Portugal desde Pedro el Cruel hasta Carlos I. La segunda se ocupa de la vida de este emperador y Felipe II, dejando la tercera para contar las peripecias de la vida del narrador, Antonio Pérez, secretario del rey.
Libro dividido en tres partes. La primera narra –como si un mal libro de colegio se tratara- la historia de Castilla, Aragón y Portugal desde Pedro el Cruel hasta Carlos I. La segunda se ocupa de la vida de este emperador y Felipe II, dejando la tercera para contar las peripecias de la vida del narrador, Antonio Pérez, secretario del rey.
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