Aquella pizzería se convirtió en nuestro confesionario. Solíamos ir a cenar pronto. O a comer tarde. Siempre a destiempo, a contracorriente del mundo. Contigo, yo podía remar contra todas las corrientes del océano porque me hacías tan fuerte como un coloso. Nos gustaba especialmente pasar allá la velada frente a unos fetuccini o una pizza compartida, con una copa de vino afrutado y fresco. Siempre nos sentábamos en la misma mesa, en el ajimez reservado que daba a la calle, con sus vidrieras entramadas con viguetas y postigos dorados. Era nuestro refugio, donde nos tomábamos de la mano mientras charlábamos largamente. Mantel de cuadritos rojos, tan de la Toscana; candiles marineros de luces tenues que algún juego del destino había llevado tan mar adentro; una flor en un búcaro de cristal; el camarero lejos, tatareando una canción, sabiendo que no debía molestarnos; el fluir de la rambla abajo, con sus conversaciones de terrazas de verano bajo una luna que se empeñaba en ser siempre grande y nacarada, envuelto en el tibio aire de la noche de verano. Allá fui aprendiendo de tu vida, de tus esperanzas, de tus nostalgias, descubrí el significado de tu forma de mirar, de tus anhelos, el motivo de cada mirada y cada gesto. Allí me convertiste en lo que soy, cincelándome con paciencia y amor. En aquel refugio me sentí el hombre más querido del mundo, en el contacto de tu piel y en el amparo de tus ojos. Fue allí donde nos sacamos furtivas fotografías a las que ahora me aferro como si fueran el último madero del naufragio en que se convirtió mi vida cuando tuviste que marcharte. Ahora, compañera mía, duele horrores no poder sentarme junto a ti en aquella misma mesa. Tu recuerdo me desgarra las entrañas.
8/3/08
La pizzería
Aquella pizzería se convirtió en nuestro confesionario. Solíamos ir a cenar pronto. O a comer tarde. Siempre a destiempo, a contracorriente del mundo. Contigo, yo podía remar contra todas las corrientes del océano porque me hacías tan fuerte como un coloso. Nos gustaba especialmente pasar allá la velada frente a unos fetuccini o una pizza compartida, con una copa de vino afrutado y fresco. Siempre nos sentábamos en la misma mesa, en el ajimez reservado que daba a la calle, con sus vidrieras entramadas con viguetas y postigos dorados. Era nuestro refugio, donde nos tomábamos de la mano mientras charlábamos largamente. Mantel de cuadritos rojos, tan de la Toscana; candiles marineros de luces tenues que algún juego del destino había llevado tan mar adentro; una flor en un búcaro de cristal; el camarero lejos, tatareando una canción, sabiendo que no debía molestarnos; el fluir de la rambla abajo, con sus conversaciones de terrazas de verano bajo una luna que se empeñaba en ser siempre grande y nacarada, envuelto en el tibio aire de la noche de verano. Allá fui aprendiendo de tu vida, de tus esperanzas, de tus nostalgias, descubrí el significado de tu forma de mirar, de tus anhelos, el motivo de cada mirada y cada gesto. Allí me convertiste en lo que soy, cincelándome con paciencia y amor. En aquel refugio me sentí el hombre más querido del mundo, en el contacto de tu piel y en el amparo de tus ojos. Fue allí donde nos sacamos furtivas fotografías a las que ahora me aferro como si fueran el último madero del naufragio en que se convirtió mi vida cuando tuviste que marcharte. Ahora, compañera mía, duele horrores no poder sentarme junto a ti en aquella misma mesa. Tu recuerdo me desgarra las entrañas.
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