Abrió el ventanal que daba al parque, donde ya paseaban algunos internos entre los robles y el sol de primavera se filtraba entre sus frondas. Estaba convencido que el aire limpio y la luz intensa beneficiaban a la salud. Nunca había entendido por qué la dirección del centro se empeñaba en que los enfermos permanecieran tanto tiempo en las habitaciones. Cierto que así era más sencillo controlar su medicación y su estado pero ese encierro les atontaba y les entristecía.
Se colocó su bata y se ajustó la corbata. Como cada día, se cercioró de que su diploma estuviese bien colgado. “Fred Carlton. Psiquiatra. Universidad de Iowa”. Bien centrado en la pared, donde se viera claramente. Estaba convencido que eso daba confianza a los pacientes. Miró el reloj y se dio cuenta de que su primera visita estaba al caer, un hombre ya mayor, solo en la vida desde que muriera su esposa, depresivo y que estaba ingresado desde hacía ya año y medio. Ronald Muller, se llamaba.
Se escucharon dos golpes en la puerta. Suaves, dados con los nudillos. Fred abrió la puerta personalmente. Siempre le habían molestado esos rituales fríos de enfermeras haciendo pasar al enfermo. Él creía firmemente en el trato directo, en la confianza entre el paciente y el médico. Máxime en los casos de debilidad mental a los que él se dedicaba, donde el contacto humano le resultaba tan fundamental en cualquier cura.
- ¿Qué tal estás hoy, Ronald? – preguntó sonriente- Apuesto a que has terminado ya esa pintura de la que me hablaste. Eres un gran pintor, ¿sabes?
- Gracias, doctor Carlton. Aún no la he acabado. He pasado unos días un tanto confuso.
- Llámame Fred, te lo he dicho mil veces- agarró cariñosamente por el hombro al enfermo y lo guió hasta el sofá- Siéntate, anda. Me tienes que contar muchas cosas hoy.
El doctor Carlton sabía que, sobre todo, Muller necesitaba charlar, evadirse, compartir sus sueños, sus anhelos de exhibir algún día en una sala de Nueva York, relatarle los recuerdos que aún tenía sobre Emma, su esposa muerta, de, quizá, tan solo tomarse un café con él fuera del psiquiátrico.
Con paciencia, le fue tranquilizando. Carlton se tomaba su tiempo. Le horrorizaban las consultas cronometradas en las que debía anotar la hora de llegada del enfermo y cronometrar la de su marcha para asegurar que, al cabo de la jornada, había cumplido con el cupo establecido por la Seguridad Social. Los pacientes, sus pacientes, sus amigos, necesitaban tiempo, su tiempo. Menos medicamentos y drogas y más empatía.
- ¿Has visto que día tan magnífico hace hoy? He visto incluso desde aquí ardillas. Ya sabes que el parque del hospital se nos llena de ellas en verano.
Ronald le dijo que sí, que las veía, que le recordaban a los veranos que pasaba con Emma en Hampters Creek, y entonces Fred le pidió que le contará de aquellos veranos, pero no como pudiera hacerlo un psicólogo que busca encontrar claves neuronales en cada palabra del que relata sino como una persona a la que le gusta pasar un rato agradable con un amigo. Le sirvió una taza de café y charlaron- sólo eso- durante casi una hora.
- ¿No deberías aprovechar esta luz tan hermosa para terminar tu cuadro, Ronald? – insinuó, mientras palmeaba con afecto el muslo del paciente- estoy deseando que lo finalices para verlo. Ya sabes que intentaremos venderlo a Merlon’s.
- Sí, sí, me parece que es una buena idea – sonrió Muller- ¿Sabes, Fred? Siempre que hablo contigo me siento estupendamente. No sé, no es que hagamos nada especial pero me siento escuchado, acompañado, entendido….
- No me hables como a un médico. ¡Ya sabes cuánto me fastidia eso! Vas a hacerme parecer al director Peters y eso no es nada agradable…. – hizo un gesto divertido, imitando al mandamás, y ambos rieron.
- ¿He de tomar algo?
- Nada de nada. Y si algún enfermero te da alguna píldora la tiras por el retrete. Tan sólo prométeme que seré el primero en ver tu cuadro.
- Dalo por hecho, Fred. Dalo por hecho. Eres un tipo estupendo. No conozco médicos así.
Ronald Muller salió contento de la consulta y Fred le vio alejarse repleto de ánimo. Sí, sin duda recaería al cabo de algún tiempo pero, por hoy, el trabajo estaba hecho.
Tomó el expediente para escribir que Ronald no precisaba medicación. Estaba en ello cuando se abrió la puerta súbitamente, con tal ímpetu que golpeó la pared opuesta.
- ¡Está aquí, Bob!¡Ya lo he encontrado!
Dos enfermeros enormes- parecía que los hubiesen contratado entre los jugadores de la liga de fútbol- vestidos con un pantalón y una camisola blanca y caminando sobre unas abarcas ergonómicas de agujeritos, se dirigieron decididos hacia él y lo agarraron fuertemente, uno de cada brazo.
- Te hemos dicho mil veces que no debes escaparte y mucho menos entrar al despacho del doctor Perkins, Fred.
- Me hacéis daño- protestó- soltadme.
- Ni lo sueñes, amiguito. Es hora de tu medicación y como has sido un niño malo tendrás que pasarte el día en tu cuarto. ¿A quién has liado hoy? ¿A Muller? Lo vimos salir antes por el pasillo. A saber qué pájaros le habrás metido en la cabeza.
Le quitaron la bata de médico sin contemplaciones y le empujaron hacia la puerta. Antes de salir, uno de ellos se acercó a la pared y arrancó la orla.
- ¡Y deja de colgar este título falso por las paredes, coño! ¡A la próxima, te lo quemamos!
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