31/10/12

Empatía





Siempre empezaba a leer el periódico por detrás y más que porque le interesaran los deportes, el parte meteorológico o el crucigrama, que son los asuntos que los periodistas suelen relegar a las últimas páginas, lo hacía porque le asustaban las noticias serias, las que hablaban de los políticos, de las guerras o de los sucesos más lúgubres. Era como si los chismes de la plantilla del Elche, las cabriolas de Ronaldo o las canastas de la NBA le insuflaran fuerzas para resistir la dura vida plasmada sobre el papel.
Sorbió un trago y dobló la página. Los sucesos. Esa sección siempre le estremecía. Él era un hombre sensible, con empatía hacia sus semejantes. El titular era explícito: “Hombre solitario es encontrado ebrio en condiciones penosas”. Luego, en letra menuda, el periodista explicaba la historia de Andrés, de cuarenta y siete años, divorciado, desempleado desde que la empresa en donde trabajaba de oficinista hiciera suspensión de pagos, a punto de ser desahuciado de su vivienda por un banco inmisericorde e incapaz de afrontar la mañana sin verla a través de las lentes del alcohol. El artículo continuaba relatando cómo una patrulla de la policía municipal había hallado al individuo tumbado en un portal, apestando a ginebra y camisa sin lavar, murmurando nombres desconocidos, desvariando y con su corazón pulsando frenético. Al parecer, las autoridades buscaban a algún familiar, quizá por darle ayuda o, más probablemente, para ver a quién pasarle la factura de la ambulancia y el tratamiento.

Le dio lástima y se preguntó para sí mismo cómo la fortuna adversa puede cebarse en un ser- que seguro que otrora tuvo un amor, dinero para invitar a los amigos, y mil esperanzas- hasta mudarlo en una piltrafa humana; en cómo ese tal Andrés no habría notado en algún momento la caída, el que se iba a dar de bruces contra el destino, que debía reaccionar, tomar las riendas de su vida.

No quiso seguir leyendo. El disco de slow jazz se había terminado y el camarero limpiaba el último vaso mientras, sin decir palabra alguna, le gritaba que era hora de cerrar. No necesitó apagar lo poco que quedaba del cigarrillo. Sacó la cartera y, antes de entregar el último billete que guardaba para pagar los tragos, se detuvo por unos momentos en la foto de Teresa y los dos niños. Hacía tanto tiempo que no los veía. Desde antes de que se quedara en paro, y de eso hacía ya tres años.
Pagó y al salir a la calle solitaria tropezó dos veces con la farola que entremezclaba destellos con el sirimiri frío del otoño.

 

 

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