Había recibido el encargo un lunes y para cuando amaneció el
jueves ya lo tenía todo preparado. El lugar precisamente elegido- una fábrica
de caucho abandonada tras la dársena del puerto-; el momento bien estudiado- al
atardecer para que el resol anaranjado justo sobre el horizonte cegara la
visión del otro-; la herramienta cuidadosamente seleccionada- su apreciada
Glock 9 x 19.
Como siempre, no había hecho preguntas. Apenas miró al tipo
que tenía enfrente porque bastante tenía con tener la vista en los billetes
mientras los contaba. Nunca se fiaba, y le gustaba comprobar que la cantidad era
la acordada. Diez mil, lo justo. Un precio barato por culpa de la maldita
crisis. En otros tiempos- cuando invitaba cada noche a champán a Mariuska,
aquella mujer fatal y hermosa, rusa de corazón y gallega de nacimiento- la
tarifa habría más que triplicado la actual. Pero él era un empresario flexible,
que sabía adaptarse al mercado y la diversa tipología de clientes. Tras contar
el dinero, abrió el sobre con la fotografía y la nota con los cuatro datos que
necesitaba: nombre del sujeto, domicilio, dónde trabajaba y la placa de su
coche. No tendría problemas porque era un pobre gañán, rondando los cincuenta,
entradas amplias, canoso y una cara que si en algún tiempo fue afilada se había
deformado con una amplia papada y ojeras profundas.
Para las cinco ya estaba en el muelle. Recorrió la nave y
decidió los detalles sobre la marcha. Montó en el coche que había alquilado con
nombre falso y esperó. No tardó en divisar el automóvil del hombre que se
acercaba lento, con esa precaución excesiva que tienen las gentes grises.
El plan funcionó como estaba concebido. En una maniobra
hábil, se cruzó delante del otro vehículo, vio- como era de esperar- que el
tipo se asustaba y gritaba algo que no escuchó al tener la ventanilla cerrada y
le obligó, empujándole con su carrocería, a desviarse hacia la fábrica. Al poco,
ambos pararon. El otro hombre bajó enfadado, preguntándose qué coño estaba
pasando y desquiciado al ver toda la parte derecha de su Ford destrozada. Él
descendió con parsimonia, la Glock en su mano enguantada para evitar dejar
huellas y el sol a su espalda.
-
¿Anselmo Barrigta? – preguntó con voz neutra.
-
Sí, ¿qué clase de loco es usted? – contestó el
otro justo en el momento que se percató del arma.
Tras unos segundos, la víctima, el ya casi muerto, entendió
qué sucedía. No lo expresó, pero seguro que por su mente pasó el motivo por el
que se encontraba en aquella situación y que sólo él conocía; debió pensar en
su familia o en el cabrón que había contratado a aquel sicario o quizá pensó en
alguna mujer fogosa. Nunca se sabe bien qué piensa alguien que va a recibir un
tiro.
-
Por favor, señor- gimió el hombre- no dispare.
Yo no he hecho nada, debe ser un error.
Más tarde, cuando todo había sucedido, se dio cuenta de que
había obrado con escasa profesionalidad. Nunca antes había actuado así y no
llegó a saber por qué lo hizo en toda su vida. El caso es que, desatendiendo
las reglas más primarias del oficio, no disparó inmediatamente sino que esperó
a que el otro continuara. Quién sabe por qué, pudo ser el tono de voz o la miserable postración
que el miedo le confería, la sumisión que manifestaba.
Le dejó hablar, apuntándole continuamente, que una cosa es
tener un instante de sensiblería y otra dejar que se escape un objetivo.
El hombre, entre sollozos, le contó de su vida, de su mala
fortuna en la misma. Le explicó cómo había quedado huérfano cuando era sólo un
adolescente, su gusto en demasía por el vodka, un amor desafortunado que acabó
con la mujer amada en brazos de un camionero holandés que se la llevó a La
Haya, de trabajos mal llevados y peor pagados, de alguna timba en el póker que
le hizo deber ciertas cantidades- no mencionó cuánto- y de un préstamo
desesperado que alguien quería cobrarse con intereses usureros.
Una vida triste. Aquel hombrecillo le daba cierta pena, le
habían tocado todas chungas, pensó que todo el mundo tiene derecho a tener un
golpe de suerte. Claro que diez mil eran diez mil y no podía dejarlos pasar.
Por alguna razón incomprensible para su fría mente y estricto proceder
profesional se estaba dejando engatusar por el individuo. Siempre podía decir
que no lo había encontrado, que quizá se enteró de la contrata y huyó a Sudamérica,
cualquier explicación.
El otro debió percibir que su triste historia estaba
haciendo mella en el corazón del asesino a sueldo. Debió sentir un leve rayo de
esperanza y creyó llegado el momento de recurrir a la empatía emocional. Quizá
pensó también que, efectivamente, hasta los más desgraciados como él deben
tener algún día la fortuna de cara.
-
Por favor, déjeme marchar. Ya me ve. Soy como
usted, un pobre hombre como usted al que las circunstancias de una vida agria
le han conducido a donde no quería estar. Soy igual que usted.
El disparó sonó aletargado por el silenciador y el tipo cayó
de bruces sobre el suelo terroso del recinto.
Más tarde, después de haber lanzado el coche de alquiler al
mar en el acantilado de punta norte y conducir en su propio vehículo de regreso
a casa, pensó que en verdad aquel hombre era como él. Había dudado de su buena
fe, de su bondad, de que merecía una oportunidad. Cuando supo que era como él
mismo, no lo dudó. Merecía el disparo.
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