La toma de Nanjin por el ejército imperial japonés en 1937 constituye uno de
los episodios de más brutalidad, salvajismo e irracionalidad de la historia
humana. Es precisamente en el marco de aquella orgía de sangre, destrucción y
tortura en donde se inscribe la narración de Las flores de la
guerra (Alfaguara, 2012) de la
escritora china Geling Yan. Un relato desgarrador, duro, especialmente porque
uno es consciente de que lo que se narra es sólo un pálido reflejo de los
acontecimientos reales.
Por un lado, Yan diserta sobre los dilemas morales extremos que surgen
cuando el orden del mundo se derrumba, cuando la confusión ética emerge y en cómo lo
que antes era horrendo puede dejar de serlo o viceversa en esos momentos en
los que hay que decidir sobre la vida y la muerte como si se fuera un dios. Por
otro, es la constatación de que en una guerra las mujeres suelen sufrir la
mayor humillación. Todos sufren pero las mujeres, además, quedan humilladas. Y,
tercero, que en situaciones límite, las personas sólo desean sobrevivir.
Geling Yan construye la historia de manera simple, sin bataholas expresivas,
como corresponde a unos momentos históricos tan dramáticos, pero al acabar la
novela el horror campa por sus anchas en el ambiente y no tanto por las
escenas de atrocidades gratuitas, de bayonetas siempre preparadas, sino por la
opresión, la incertidumbre y el miedo constante que se narran van creando. Es, en cierta medida, una obra coral porque en
el pequeño recinto de la misión cristiana la autora junta a niñas estudiantes,
soldados chinos huidos, enfermos, prostitutas, curas, sirvientes y tropa
japonesa en un caleidoscopio en el que, durante buena parte de la historia, sólo
cuentan el miedo, el hambre, los recelos mutuos, los prejuicios y la
supervivencia. Una situación en la que se forman grupos afines, otros se
separan, aparecen odios, sentimientos, resquemores. Un escenario en el que
conviven la degradación a la que llega el hombre que ha perdido la conciencia
moral (y la autora no se priva de mostrar la monstruosidad de los japoneses a
los que no otorga ni una frase agradable) y los actos de solidaridad y
altruismo más elevados; en el que conviven los hombres que han perdido
cualquier referente moral e intelectual (esa fila de soldados japoneses
haciendo fila ordenadamente, fríamente, para violar a una niña) con seres
humanos capaces de inmolarse por otros.
Acierta Yan al narrar escenas de rencillas pequeñas, la lucha por dos
patatas, por un foulard, por un mejor lugar donde tumbarse en el suelo, estúpidas
pero tan humanas, tan reales cuando lo que se busca es no morir por encima de
lo que sea. Quizá, precisamente, la parte más débil de la narración es la
sublimación – casi lírica- final en la que el grupo de prostitutas sacrifican
su vida por las niñas. Un acto heroico, moral, emocionante, que da sentido al
relato, pero improbable en la dura realidad, donde la desbandada y el sálvese
el que pueda serían desgraciadamente la regla.
La novela se ha llevado al cine.
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