Tenemos una idea desplazada del invierno y de la vida. Ayer,
la tierra, en su orbitar cansino alrededor del sol, llegó al solsticio de
invierno. Astronómicamente, la noche alcanzó su extensión máxima, las tierras se han
enfriado, las masas de aire provenientes del polo comenzarán su viaje al sur y
el frío congelará los caminos, los campos y los vidrios de las ventanas. El
invierno, recién nacido, durará hasta marzo, helará las madrugadas, tendrá su cuesta
de enero, será largo como augura ese popular “hasta el cuarenta de mayo, no te
quites el sayo”.
Y, sin embargo, sentimos que está para terminar, que llevamos
ya tiempo en él desde que empezó a llover al inicio del otoño, desde que
sacamos los gabanes del armario y prendimos la calefacción en el salón, desde
que da pereza asomar la nariz de entre las sábanas cada mañana. El invierno acaba de llegar
cuando pensábamos que ya se acababa, cuando ya estamos anhelando la primavera.
Existe un abismo entre la estación real y la percepción de cuándo la vivimos.
En la vida nos ocurre algo similar. Cuando de verdad llega
el invierno de la edad nos sorprendemos de que ya llevamos sintiéndolo muchos
años, que empezamos a remolonear con la vida cuando aún éramos jóvenes, cuando
faltaba mucho para el frío de verdad, para los achaques serios. Y, entonces,
nos percatamos de pronto que hemos perdido el otoño, que no hemos saboreado los
colores y la belleza de los hijos creciendo, de la vida madurándonos, de esos
años de roble que nos otorgan el bouquet preciso, el saber estar y la
comprensión del mundo. Ya es tarde para disfrutar de octubre y de noviembre, se
han perdido. Volvemos la cabeza atrás, sorprendidos de que hemos dejado huir
las apacibles tardes otoñales. Ahora, ya es invierno.
Mucha verdad en tus palabras.
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