Conoció a Janet un lunes de primavera, en el café
Chelsea’s, justo en la esquina de la Wabash con la Delaware.
Ya se sabe, puro azar, como siempre suceden los encuentros que han de marcar
una vida. Paul estaba soltero y su frigorífico era un erial helado semejante a
los páramos de nieve en las más recónditas llanuras de Alaska de modo que, cada
mañana antes de dirigirse a su trabajo en el First National
Bank, paraba a tomarse un café con unos huevos revueltos. Por cinco
dólares, Chelsea’s ofrecía el desayuno, la lectura de un par
de periódicos, una atmósfera relajada y acogedora y el aroma a vainilla que
caracterizaba al establecimiento.
Juraría que no la había visto nunca anteriormente pero
aquella mañana fue la única imagen que pudo mirar, la que recabó toda su
atención de manera tan involuntaria como inevitable. Se había sentado dos mesas
más allá y había abierto su pequeño ordenador sobre la mesa, donde compartía
sitio con un zumo de naranja y unas tostadas con mermelada.
Janet era una mujer menuda, delgada, incluso en demasía, de
pechos breves y figura sensual, melena corta y ojos claros. Le calculó unos
cinco o seis años menos que él. Aparentemente, estaba enfrascada con alguna
tarea que le hacía teclear frenéticamente sobre su laptop
mientras el capuccino se enfriaba sobre la mesa. Él fingió
leer la sección internacional del New York Times mientras la
miraba de reojo, atento a todo lo que ella hiciera. Aquel primer encuentro, del
que ella siempre fue ignorante, duró hasta las nueve menos diez, cinco minutos
antes de que tuviera que salir casi corriendo para no perder el autobús de la
línea siete. Paul era un tipo maduro, aficionado a la lectura y a la música,
esporádico espectador de los Yankees, volcado en un trabajo que nunca le había
satisfecho, simpático cuando se lo proponía y los suficientemente leído como
para mantener una conversación amena e inteligente.
Durante toda la semana, se repitió la escena hasta que el
viernes, cuando él continuaba fingiendo leer el diario, esta vez en la columna
de deportes, vio que Janet se levantaba y, decidida, se dirigía a él:
-
Si me vas a espiar con tan poco disimulo, será
mejor que te presentes, ¿no?
Paul quiso volverse transparente o que un haz de energía
como los de la serie de Star Trek a la que era muy
aficionado le trasladara de manera inmediata a otro planeta. Pero la realidad
era que ella estaba allí delante, en pie, sonriente, con la mano extendida en
son de paz, hermosa y decidida.
-
Soy Janet- dijo, mientras la poca cordura que
aún funcionaba en la cabeza de Paul intentaba restablecer el orden del mundo.
-
Soy Paul- contestó, consciente de que su cara
estaba cubierta de rubor y su pulso acelerado.
Lo embarazoso duró sólo unos minutos más. Él se trasladó a
la mesa de ella y ordenó otro café. Pronto, charlaban animadamente y
descubrieron que compartían aficiones- la música clásica, la serie The
Big Bang Theory, el cine policiaco y los paseos por North
Lake Shore-, así que la conversación fluyó animada y sencilla. Ella
le dijo que estaba casada, madre de un hijo adolescente que estudiaba en Nueva
York, que trabajaba de administrativa en una gestoría al oeste, casi en Aurora,
que en sus ratos libres tomaba clases de canto con una vieja y excéntrica
profesora rusa que aseguraba haber cantado en la Scala. A
las nueve, muy tarde ya para coger el autobús, pero eso no le importaba, se
despidieron hasta el día siguiente.
Pasaron muchos desayunos en los que Paul se fue ilusionando
con algo en lo que no se atrevía a pensar siquiera. No era un hombre inexperto
en el amor pero un par de heridas profundas y duraderas le habían hecho ser
receloso ante la posibilidad de volver a dormir acompañado. Además, ella estaba
casada.
Sin embargo, a pesar de sus miedos, Janet le atraía en
demasía. Quizá fuera sólo un impulso sexual o pura admiración por una
mujer bella, pero lo cierto es que le costaba apartársela de la cabeza. El caso
es que ella parecía únicamente atraída por su conversación, por sus gracias
manidas, chistes viejos que Janet parecía no conocer como si acabara de llegar
al mundo, y por la atención que le prestaba cuando le contaba de sus problemas
en el trabajo o de su poco excitante vida.
Un viernes por la tarde, ya en verano, ella le propuso
alquilar un cochecito a pedales para dar un paseo a la orilla del lago.
-
Iremos hasta Montrose Point -
dijo ella entusiasmada- a ver los pájaros y escuchar su canto. A él, pensando
en la rodilla que se había lesionado años atrás jugando al fútbol, le pareció
un trayecto larguísimo pero sonrió y aceptó con ganas.
El sol, al encontrar las aguas del Michigan, se rompía en
una miríada de destellos y reflejos que pululaban libres coloreando el
tranquilo oleaje que moría en las arenas de la orilla. Dejaron atrás el
skyline del centro y pedalearon despacio serpenteando por el
camino que bordeaba el lago. Compartían una coca cola con dos pajitas, un
perrito que compraron a medio trayecto a un vendedor ambulante y muchas risas.
Él se preguntaba por qué aquel rostro era tan hermoso, por qué le miraba con
aquellos ojos tiernos, qué coño podría ver en él.
-
¿Eres feliz? – musitó él.
-
Hay que saber disfrutar de la vida- contestó
ella-, de este cielo azul, de aquel colimbo que vuela bajo, del momento.
-
Sabes a qué me refiero- Paul bajó la vista sin
atreverse a mirarla.
-
No. - contestó sin más explicaciones, tras una
larga pausa.
-
¿Y quieres otra vida?- preguntó tras otra pausa
aún más larga.
-
No, no podría.
-
¿Entonces?
-
Esto es suficiente.
Se sentaron en una pequeña colina del parque, junto a una
cabaña que servía de mirador para ocultarse cuando se quería observar y
fotografiar a las aves. Se había levantado brisa y el lago se revolvía inquieto
entre ondulaciones bordadas con espuma blanca. Ya no hablaban, sólo miraban al
horizonte sobre el que la esfera rojiza del sol comenzaba a inclinarse. Aunque
no se lo dijeron, ambos pensaron que sería bonito volver a empezar, compartir
más atardeceres, construir un camino común.
Luego, cuando ya la luz del día menguaba, se miraron durante
largo rato confundidos por los juegos que a veces urde la vida. Regresaron ya
muy tarde a la estación de coches y el encargado les echó una buena reprimenda
por devolver el triciclo tan tarde. Janet tomó el metro en la Hancock
pero Paul caminó hasta la Madison. Necesitaba pensar, que la noche le
refrescara la turbación que sentía. Al llegar a casa, tenía un correo
electrónico de ella dándole las gracias por el día y él no consiguió dormir.
El lunes se encontraron, como cada mañana en los últimos
meses, en el Chelsea’s y actuaron como si no hubieran estado
en Montrose Point, volvieron a hablar del trabajo y del
imbécil de su jefe, de la crisis económica, de lo pesada que se presentaba la
semana y de las agujetas que el largo pedaleo del viernes les había provocado a
ambos.
Él pasó una semana inquieto, dudando entre cruzar el Rubicón
o no hacerlo. Cada mañana, en el desayuno, se miraban y charlaban en una rutina
estudiada y tranquilizadora.
Por fin, el domingo se le hizo la luz. Fue casi al
anochecer, tras haber cenado brevemente. Se había sentado en su sillón
favorito, bajo la luz atemperada de la pequeña lámpara, con una copa de brandy
en la mano y la cavatina del cuarteto trece en el estéreo. Fue entonces cuando
se dio cuenta de lo que sentía. Lo que le atraía, lo que le hacía sentir un
pálpito extraño no era Janet sino la ilusión de enamorarse.
No podía correr el riesgo de destruir ese sueño dando
un paso más. Lo hermoso estaba a este lado del Rubicón, en la orilla de la
expectativa nunca alcanzada. Durmió tranquilo aquella noche.
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