19/2/13

Nuestras noches






Yo pienso que deberían estudiar nuestras noches. No sé si hacen falta sensores electrónicos o druidas o científicos avezados en detectar energías sutiles. Pero, algo hay cuando cenamos juntos en casa, en nuestra casa, un embrujo hechizante, un romance irresistible que me envuelve y me aísla de toda preocupación, de toda ansiedad, de cualquier inquietud.
Y eso que no hacemos nada especial ni la cena es sofisticada. El otro día, por ejemplo, compartimos dos pechugas de pollo con patatas fritas y un vino blanco. Los únicos adornos eran la llama que titilaba en una vela con aromas de vainilla y el tic-tac del reloj de pared. Era muy tarde pero no importaba. Se nos alargó la sobremesa, tú en camisón, yo en el cielo. Sólo charlábamos, me contabas cosas, fumabas un cigarrillo despacio, disfrutándolo, yo acariciaba tu pierna cautivo de tu piel. Y, por encima de todas las cosas, del mundo, del universo completo, la expresión de tu rostro, tu sonrisa, tu belleza infinita, tus ojos enredados en los míos. Hay algunos momentos en que sé que tu expresión es especial y sólo para mí, un gesto, una quimera, que son sólo para mí. Me haces sentir especial, un elegido, un privilegiado, me haces sentir que sé qué hago en el mundo, a qué he venido, a tenerte.
De tanto en cuanto, me sonreías, te inclinabas hacia mí y me besabas tras mirarme con tanta dulzura, con esa sonrisa que Dios a veces pone en tu boca, que no pude imaginar una vida en la que no estuvieras tú dirigiendo mi nave. Es el viaje contigo lo que me es precioso, la colección de instantes que me regalas, mis recuerdos llenos de ti, tu silueta ansiada vibrando a la luz de la vela. A dónde vamos, no me importa.


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