No quisiste acercarte al mar y te quedaste arriba, en la
plazoleta, junto a muchos otros curiosos. Encendiste un cigarrillo mientras yo
me llegué hasta el malecón para tomar fotografías de las olas con otro par de
valientes o de temerarios alocados. Una borrasca en el Atlántico, la marea alta
y la gravedad de la luna llena prometían una mar brava, masculina, vigorosa. El
mar estallaba contra las grandes rocas y el anochecer se iluminaba con miríadas
de burbujitas que centelleaban a la luz de las farolas del paseo. El Cantábrico
se derramaba sobre el río y colmaba los arcos de los puentes en ráfagas
poderosas de océano. Algunos aplaudían cuando el agua saltaba hacia lo alto,
los niños gritaban, otros corrían pensando que les alcanzaría en un instante
una tromba húmeda y furiosa, algunos – expertos por un día- calculaban la
llegada de la siguiente ola enorme. Una imagen excepcional, espléndida, ideal
para tomar fotos, para recordarlo siempre. Estaba yo intentando plasmar la
instantánea definitiva cuando volví la vista hacia donde tú estabas. Te vi
entonces. Me sonreías y, de pronto, olvidé el mar, la noche, la naturaleza
brava. Sentí la necesidad de fotografiarte a ti.
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