Formaban una estupenda pareja. Les llegó el amor en la madurez y por eso, porque quizá el amor hay que comprenderlo cuando uno ya ha vivido lo suficiente, su unión era tan sólida. Para ellos, San Jordi era una fiesta íntima y gozosa. Ella buscaba durante semanas justo aquel título que sabía que le encantaría y él madrugaba como nunca cada veintitrés de abril para comprar la rosa más fresca, la más viva, la más adornada de rocío en la floristería del señor Joan. Cada año, él le decía lo perfecto de la elección y lo mucho que le iba a gustar leer aquel libro y ella colocaba la flor en un búcaro con agua limpia en la que diluía una aspirina para que durara más. Cada año se besaban y se deseaban mil San Jordis juntos. Fue así hasta que un cáncer cruel, injusto y asesino, se la llevó a quién sabe dónde.
En abril, en San Jordi, ya sin ella, la herida más abierta que nunca, se preguntó qué libro le hubiera regalado. Quizá una novela histórica, o un poemario, acaso un compendio de relatos o, quién sabe, uno grande con muchas imágenes sobre galaxias y planetas. Dolían el corazón, el estómago, el alma y la garganta por la rabia de su ausencia y pensó que mitigaría la nostalgia comprándose un libro a sí mismo, como si fuera de ella, jugando a estar en su pensamiento para pensarla más, para honrarla. Así lo hizo pero el intento, como no podía ser de otra manera, no le calmó y se sintió estúpido por haber ido a la librería de la Rambla, por haberse comportado como un chiquillo. Hojeó el libro de pasada pero no estaba de humor para coger las gafas y sentarse a leerlo. Dejó la novela sobre la mesa del salón y se quedó sentado junto a la ventana, observando el caer del sol y el encendido de las primeras ventanas en las calles. Estuvo ensimismado durante largo tiempo, rabiando contra Dios, preguntándose por qué se la habían llevado, por qué él sobrevivía, preguntándose si algún día se reencontrarían, si podría ver su sonrisa en otro mundo, deseando no ser tan agnóstico.
Iba a acostarse cuando volvió a mirar el libro que tontamente se había comprado a sí mismo y se dio cuenta de que una mancha roja asomaba por entre una de las esquinas. Seguramente se lo habían vendido estropeado aunque se sorprendió de no haber observado el defecto cuando antes lo había hojeado. Se acercó para ver de qué se trataba y puso su mano en aquel punto bermejo que parecía ser un papelito que sobresalía entre las páginas. Abrió con cuidado y, tras unos segundos de sorpresa, cuando comprendió, no pudo contener una sonrisa tierna. Entre las páginas florecía, de la nada, una pequeña rosa que iba creciendo, cubierta de escarcha recién creada. Él la tomó y la depositó junto al retrato de su tierna compañera. – Bona nit, amor meu, espera’m - musitó, se sentó y estuvo leyendo toda la noche.
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