La tormenta eléctrica fue aparatosa, ruidosa, de esas que
atemorizan. El resultado fue que saltó el transformador de la calle Turner, a
unas dos millas, que daba servicio a todo el barrio.
-
Mal asunto – había comentado el tipo de
mantenimiento que llegó en una furgoneta de la compañía Electrical
Progressive, una vez que la lluvia hubo cesado. – Los térmicos están fundidos y el bobinado
del principal achicharrado. – Sacó su pañuelo y se sonó la nariz mientras hacía
gestos con la cabeza que aseveraban la gravedad de la avería.
Nuestro supervisor, el señor Corneck, esperó todavía un par
de horas. A oscuras, con los ordenadores apagados, el aire acondicionado muerto,
un calor asfixiante en la oficina y ninguna expectativa de volver a tener energía
hasta por lo menos el mediodía del día siguiente, la cosa estaba más que clara
pero Corneck no era un hombre capaz de tomar decisiones, tan solo una ratita
gris que había ascendido no molestando a nadie y que, en ausencia de
superiores, se bloqueaba. Por fin, hacia las dos, y tras unas cuantas llamadas
por teléfono, dio instrucciones para que nos marchásemos a casa, orden que
cumplimos más que felices.
Hube de bajar por las escaleras ya que los ascensores no
funcionaban. Afortunadamente, nadie se había quedado encerrado en ellos. Cuando
salí a la calle, la atmósfera estaba húmeda y cargada de electricidad, los
colores parecían acentuarse entre las ramas de los tilos, como si la tormenta hubiese llenado el aire de embrujo, y
de algunos conductos de los subterráneos subían espesas nubes de vapor. Imposible
conseguir un taxi pero mi apartamento no estaba tan lejos después de todo. Me
aflojé la corbata y me quité la chaqueta. Llegaría a casa en menos de una hora y,
si le apetecía a Sandy, podríamos ir a cenar, quizá a Parker’s
donde ofrecían lenguado fresco y ese Merlot que tanto le gusta a ella. No todos
los días podía yo llegar tan pronto y descansado del trabajo, especialmente en
los últimos meses con el mercado tan alterado y viajes de negocios cada semana.
Una sonrisa breve me iluminó la cara cuando pensé en las posibilidades que
ambas cosas, temprano y descansado, permitían. Sí, me apetecía. Podía ser una
velada deliciosa.
Caminé animado por la avenida Metchell, rodeé el estanque
del parque y giré a la izquierda en la Madison. Había un puesto ambulante de
perritos calientes y refrescos. Me detuve y me compré un Sprite
bien frío que mantuve en mis manos hasta llegar casi a mi calle. Para entonces,
ya había organizado en mi mente un plan
perfecto. Primero, una ducha reparadora y luego una siesta sin dormir, de esas
que hacía con Sandy cuando nos casamos. Llevábamos ya varios años sin hacerlas.
Ya se sabe, el trabajo, el cansancio, la rutina. Aunque no teníamos hijos, lo
cierto es que nuestra relación había perdido el apasionamiento que teníamos al
principio. Algo normal, me decían todos. El enamoramiento dura poco tiempo, así
lo dicen los especialistas. Luego, llega ese cariño tranquilo, apacible y sólido
que une las parejas hasta que se les blanquea el pelo. Pero esta tarde, y
gracias a la tormenta, podríamos revivir aquello. Tenía ganas de hacerle el
amor despacio. Luego, había organizado en mi cabeza, iríamos a cenar, charlaríamos
y volveríamos en limo a casa. Tampoco era cosa de acostarse
muy tarde porque estaba seguro de que, arreglada o no la avería, Corneck nos
esperaría a las ocho de la mañana.
Quizá llovería más tarde nuevamente. Los nubarrones que
crecían hacia el este se estaban pintando de gris denso, el viento era más
intenso y se percibía, en el vello erizado y en las chiribitas de los reflejos,
que el aire estaba cargado de electricidad estática. Tampoco estaría mal caminar
bajo la lluvia a lo Gene Kelly y luego tomar un ducha juntos y secarnos el uno
al otro. Definitivamente, el día iba a ser bonito y me hacía mucha ilusión. Entré
en la floristería de la calle Perkings y compré una rosa. Pedí que le pusieran
un lazo y escribí una frase bonita en la tarjeta aunque no soy muy hábil
expresando sentimientos. Pedí una bolsa para llevarla porque me azoraba el
caminar con la flor por las calles. Hacía calor y el ambiente era húmedo y
pegajoso.
Al llegar cerca de mi portal miré hacia nuestras ventanas. Estaban
abiertas y el visillo de nuestra habitación se agitaba inquieto por la brisa.
Tampoco funcionaba el ascensor, el fallo eléctrico debía haber afectado a buena
parte de la ciudad, así que subí los tres pisos jadeando un poco y sudando.
Debía volver a intentar dejar de fumar. Al menos reducir los diez o doce
cigarrillos diarios a sólo dos o tres. Saqué la rosa de la bolsa y dejé esta en
una esquina del rellano. Me apreté la corbata y me alisé el pelo. Iba a ser una
bonita sorpresa. Practiqué mentalmente para obtener mi mejor sonrisa.
Abrí la puerta y cerré con cuidado, el obsequio siempre por
delante.
-
¡Sandy, cariño!- voceé- ¡Soy yo! ¡Sorpresa!
Nadie contestó y tampoco se escuchaba nada pero la puerta
no estaba cerrada con llave y ella debía estar en la casa. Miré en el
dormitorio pero estaba vacío y la cama sin hacer todavía. Entonces, escuché el
rumor del agua en la bañera y caí en la cuenta de que, con aquel calor, Sandy
estaría dándose un baño. Perfecto, pensé, justo como debe ser.
Abrí la puerta y la vi. Estaba preciosa o quizá el ansia y
las ilusiones que me había ido forjando durante la caminata me hicieron verla
especialmente hermosa. Había una vela aromatizada titilando junto al espejo. La bañera estaba medio llena de modo que su cuerpo
sobresalía sobre el agua. Aparentemente, estaba dormida, recostada su nuca
sobre una toallita en el borde, sus pechos – que siempre me han encantado-
firmes y mirando a lo alto, sus manos relajadas a ambos lados de la bañera.
Sonreí al verla y en dos segundos pasaron por mi imaginación todas las
posibilidades que aquella escena ofrecía.
-
Me encantas- dije y ella abrió los ojos
lentamente, mientras me miraba.
-
¿Qué haces aquí? – preguntó, sobresaltándose.
-
La avería eléctrica lo ha parado todo- contesté-
y nos han mandado a casa.
Me acerqué a ella, con la flor delante de mi pecho,
sonriendo y dispuesto a meterme en la bañera con traje y todo. Ella mi miró con una extraña expresión.
-
¿Es para mí? – preguntó, señalando la rosa.
-
¿Para quién si no? – se la entregué, me agaché
para darle un beso en los labios y comencé a desnudarme- Ni te muevas. Sólo
necesito un minuto.
Ella me miró sin moverse, con la rosa en su mano.
-
No quiero fastidiar pero he tenido un día muy
pesado- me dijo, justo un segundo antes de que yo me percatara que había dos
copas de champán vacías en la mesita de la esquina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario