Sé que puedo parecer un depravado
por el oficio que ejerzo pero yo no lo creo así. Al cabo, uno ha de comer cada
día y pagarse algún que otro capricho. Si, por algún designio desconocido de
los dioses, me ha tocado en suerte ser apreciado por las mujeres, es casi una
obligación cumplir con ese destino que me ha sido concedido.
Soy conservador, de modo que rechazo
las redes sociales e Internet para publicitar mis servicios. Prefiero el
clásico anuncio pequeño, por palabras, en el diario local. Es costoso, qué duda
cabe, pero me da un prestigio que no tienen mis colegas y una respetabilidad
que me permite cobrar un poquito más. Las señoras que me requieren piensan, con
razón, que alguien que ha tenido el valor de presentarse en las oficinas del
periódico, dictar el texto y pagar in situ es más de fiar que alguien que se
parapeta en el anonimato de un módem.
Era otoño, casi invierno, y el
día estaba grisáceo pero hermoso porque la luz del sol se filtraba por entre
los nubarrones formando espirales de colores entre las ya desnudas ramas de los
alisos. Acababa de levantarme. Había tenido un servicio toda la noche y me había
acostado, con los ojos escocidos y bostezando,
casi cuando amanecía, de modo que todavía estaba desayunando mi zumo de naranja
y unas tostadas untadas de mermelada de ciruela cuando la tarde ya comenzaba.
Es lo que hay, este trabajo le cambia a uno los horarios aunque tampoco hay por
qué quejarse ya que, finalmente, mis turnos de noche, si así podemos llamarlos,
están mucho mejor pagados que los de cualquier obrero en una fábrica. Recuerdo
que tenía el periódico entre mis manos cuando sonó el teléfono. Me sorprendió
un poco la llamada porque, habitualmente, no es antes de las siete cuando
comienzo a recibir solicitudes. Cierto es que, de vez en cuando, alguna señora
con una urgencia ineludible precisa de
mis habilidades por la mañana y he de salir zumbando a su domicilio, pero no es
normal que esto ocurra.
Noté enseguida, por el timbre
vivo de su voz y el agitado declinar, que se trataba de una joven, probablemente adinerada y, más aun
seguramente, aburrida.
-
Serían cuarenta euros por hora- dije-, más
doscientos adicionales si hubiera de pasar la noche. Los taxis a su cuenta.
Aceptó con ese desdén que da el
dinero, ese saber estar por el que jamás se regatea ni se da importancia al
precio.
-
A las ocho, sin falta – confirmé.
La mansión, en las afueras, al
norte de la ciudad, era imponente. De piedra, con dos plantas y tejados de
pizarra, estaba rodeada de un bello jardín bien cuidado y con la hierba recién
cortada. Caminé por el sendero de piedra hasta la entrada principal y toqué el
timbre. Enseguida, una criada me abrió la puerta. Vestía un uniforme que se me
antojó anacrónico, negro y con un delantal blanco con puntillas, muy
victoriano. Pregunté por la señora y la doncella dio a entender que estaba
perfectamente al tanto de que yo llegaría. Mientras la seguía por el
interminable corredor me atusé el cabello, me ajusté la corbata y me aseguré
que los pantalones estuviesen en su lugar, ni muy abajo, ni muy arriba.
Asimismo, tiré disimuladamente de la parte de atrás de la chaqueta para que las
hombreras quedaran colocadas justo en el lugar preciso. Me llevé la mano a la
cara para asegurarme que el rasurado era el correcto y después carraspeé
ligeramente para aclarar mi garganta porque, por experiencia, sé que la voz
debe estar limpia y prístina en el momento de la presentación.
-
Señora – dijo la sirvienta al acceder al salón-,
el señor….
Me miró al percatarse de que no
conocía mi nombre.
-
Jose Manuel- dije mientras mostraba mi mejor
sonrisa.
La joven se giró entonces. Me
pareció hermosa. Mejor así puesto que siempre es mucho más sencillo trabajar si
la mujer es guapa. Era morena, el pelo ondulado en rizos artificiales, no
llevaba maquillaje, al menos nada que llamara la atención, y vestía un modelito
elegante pero nada ostentoso de chaqueta pantalón. Sus ojos eran castaños, sus
pestañas cuidadas y su nariz pequeña lo que la hacía aún parecer más joven.
-
Hola, bienvenido- me tuteó- eres puntual.
-
Encantado de conocerte- le devolví el tuteo,
aunque en este punto se ha de ser especialmente cuidadoso para no equivocarse. Me
pareció que en esta ocasión procedía hacerlo.
-
Soy Paula- alargó su mano para saludarme y yo se
la estreché. Es mejor dejarse llevar porque si te lanzas a darle dos besos
quizá resulte ofensivo y si saludas con la mano quizá resulte frío.
-
Un placer- contesté mientras la miraba
detenidamente. Era tan joven, apenas una niña.
-
Estate tranquilo, soy mayor de edad- dijo,
pareciendo que leyera mi pensamiento y como debí parecerle que todavía dudaba,
agregó- espero que no sea necesario enseñarte mi carnet de identidad.
-
No, por supuesto que no- afirmé- sin estar
seguro de que no debía pedírselo. Uno puede meterse en un buen lío por estas
cosas.
-
¿Cuarenta, dijiste? – preguntó mientras se
dirigía al ventanal – Tienes una voz muy sensual, creo que he acertado.
-
Sí, más doscientos si he de pasar toda la noche
aquí- repliqué y le di las gracias por el cumplido.
-
Sí, creo que será necesario que te quedes – me miró
fijamente y me repasó con la mirada de arriba abajo- me gusta tu voz, quédate.
-
Sin problema- sonreí.
-
Pero, antes de comenzar, he pensado que podemos
cenar. He preparado algo ligero, tampoco es cosa de sentirse pesado en una
noche así, ¿no? – sonrió angelicalmente.
-
Como quieras, será un placer.
La misma asistente que me había
abierto la puerta fue la encargada de servirnos la cena. Una sopa de marisco
que estaba realmente deliciosa y un rodaballo no menos apetitoso que
acompañamos con un Sauvignon blanc. Me enteré, en la
conversación que siempre fue amable y abierta, nada afectada, que su padre poseía
una empresa naviera pero que, debido a sus múltiples ocupaciones, estaba la
mayor parte del tiempo de viaje. En ocasiones, sobre todo en Navidad u otras
fechas señaladas, ella misma se desplazaba- primera clase, por supuesto- para
encontrarse con él y pasar algunas horas juntos: París, Dubai, Shanghai, Sidney
o cualquier otra ciudad que les resultara conveniente dependiendo de en qué
lugar se encontrara el progenitor. Su madre había fallecido siendo ella una
niña y prefería no preguntar si su padre amaba a alguna otra mujer. O a varias.
Paula era educada, inteligente,
algo aniñada para mi gusto- seguía preguntándome si de veras era mayor de edad-
y de conversación interesante. Dijo que tocaba el piano y que nadaba
asiduamente.
-
Precisamente- me dijo, ya en el postre, un
extraordinario chocolat au champagne- había pensado hacerlo
junto a la piscina.
Debió ver mi cara de temor
porque, en noviembre, la temperatura nocturna del jardín no debía ser suficiente
para pasarla al raso. Al entrar, había visto la gran piscina, ondulada en uno de sus lados
y con dos estatuillas de porte griego al otro, y aunque seguramente
disponía de calefacción me parecía demasiado osado.
-
No te preocupes – sonrío, sin duda, adivinando
mis pensamientos.
-
Es noviembre- contesté, devolviendo la sonrisa.
-
Tenemos una pérgola cerrada en invierno. Allí
será.
Estaba iluminada por unas velas
que titilaban suavemente y vestían de amarillos la estancia. No sé qué sistema
calefactor tendría pero la atmósfera era tibia y agradable. Olía a jazmín. A la
izquierda, había un pequeño mueble con libros. Al fondo, otro con toallas,
aceites de masaje y albornoces. A la derecha, dos hamacas de madera con
colchones mullidos y cobertores de pluma. Habría algún altavoz escondido porque
se escuchaban, muy suavemente, justo en el volumen adecuado, los preludios de
Chopin.
-
Bien- me miró- creo que es hora de comenzar.
Prefiero que elijas tú.
-
De acuerdo- confirmé y revisé el material del
que disponía.
Ella se tumbó en una de las
hamacas y se cubrió con el edredón. Estaba hermosa.
Me decidí y tomé del estante de
los libros un ejemplar de poemas de Amado Nervo.
-
Empezaré por este- dije, mientras me sentaba en
la otra hamaca. Acerqué y encendí una de las lamparitas para ver mejor y la
coloqué entre nosotros. La sombras y los sentidos se intensificaron.
-
Perfecto. ¿Soy muy agraciada, sabes?- me habló
como si se hablara a sí misma.
-
¿Por qué?
-
Por poder pagarme estos lujos.
Sonreí y abrí el poemario.
Efectivamente, no todos podían pagarse un lector de poesía por horas, un deleite
reservado a algunos pocos afortunados. Engolé mi voz, me concentré para hallar
el tono adecuado y comencé pausadamente, dando sentido a cada palabra. Serían
seis o siete horas de lectura. Paula me miraba fijamente.
Todo amor nuevo que aparece
nos ilumina la existencia,
nos la perfuma y enflorece.
En la más densa oscuridad
toda mujer es refulgencia
y todo amor es claridad.
Para curar la pertinaz
pena, en las almas escondida,
un nuevo amor es eficaz;
porque se posa en nuestro mal
sin lastimar nunca la herida,
como un destello en un cristal.
Como un ensueño en una cuna,
como se posa en la rüina
la piedad del rayo de la luna.
como un encanto en un hastío,
como en la punta de una espina
una gotita de rocío...
¿Que también sabe hacer sufrir?
¿Que también sabe hacer llorar?
¿Que también sabe hacer morir?
-Es que tú no supiste amar...
nos ilumina la existencia,
nos la perfuma y enflorece.
En la más densa oscuridad
toda mujer es refulgencia
y todo amor es claridad.
Para curar la pertinaz
pena, en las almas escondida,
un nuevo amor es eficaz;
porque se posa en nuestro mal
sin lastimar nunca la herida,
como un destello en un cristal.
Como un ensueño en una cuna,
como se posa en la rüina
la piedad del rayo de la luna.
como un encanto en un hastío,
como en la punta de una espina
una gotita de rocío...
¿Que también sabe hacer sufrir?
¿Que también sabe hacer llorar?
¿Que también sabe hacer morir?
-Es que tú no supiste amar...
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