Sólo cinco minutos, dijiste un instante antes de acurrucarte
en mi pecho y cerrar los ojos, compartiendo almohada, confiada, respirando tranquila, tú que poco antes
jadeabas siguiendo mi respiración desbocada, aún el pelo desmedido por mimos y arrebatos.
Olías a entrega, a pasión, a éxtasis. Te dormiste enseguida, tus pechos tan contra
el mío que nuestras pieles parecían una, mi mano acariciándote – no pude dejar
de hacerlo ni un solo segundo- la espalda, la mejilla, tus párpados cerrados, la curva
de tus cejas, tu sien cálida; mis labios libando el sabor de tu hombro; mis
pulmones sorbiendo tu aliento. No fueron cinco minutos, ni diez. Dormiste en
mis brazos, sin apenas moverte, por más de media hora, tu cuerpo engarzado al mío en precisa geometría. A mí, frágil y poca
cosa, tu abrazo me convertía en un coloso; mis brazos que te rodeaban me trocaban
en un paladín; tu serena placidez me transformaba en tu morada. Tu expresión, tu
carita de niña ilusionada, me rendían. Deseaba que el mundo se detuviera. Si el amor existe, estaba dormido junto a ti.
A veces, sonreías con levedad y yo hubiera dado mi vida porque, en ese preciso instante, fuera yo quien estuviese en tus sueños.
A veces, sonreías con levedad y yo hubiera dado mi vida porque, en ese preciso instante, fuera yo quien estuviese en tus sueños.
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